Ayer tuve un día movidito. Nada más salir de casa, al banco donde, ¡que cosas! Había un notabilísimo error que, afortunadamente, no tuvo más consecuencias que un soberano disgusto durante la media hora que tardó en aclararse el asunto. Vamos, copia en menor del panorama nacional.
Salía yo intentando recuperar mi equilibrio neuronal, ya de por sí escaso y puteado, cuando decidí heroicamente cortarme el pelo, más que nada para que se me reconozca como miembro de la especie humana, no por que en realidad me hiciera falta. En fin que retorné a mi peluquería.
Es historia larga la de mi relación con este establecimiento. Para empezar diré que nunca me ha gustado cortarme el pelo, carezco por completo de esa obsesión tan extendida de cortarse el pelo apenas se comienza a desmandar. Sujetos conozco que se han de cortar el pelo al menos un par de veces al mes y lavarlo un par de veces… día. No me cuento entre ellos. Como diría un viejo refrán un corte de pelo es como un melón cerrao, hasta que se abre no se sabe si está bueno o está pasao. Vamos que hay cortes de pelo que precisarían intervención del tribunal de La Haya; item más, poseo –poseía por mejor decir- un pelo recio, ensortijado y rebelde lo que convertía cualquier intento de peinarme con un mínimo rasgo de modernidad en una misión imposible. Item más, dejarlo a su albedrío, algo en mi mocedad bastante común, era impensable pues en lugar de caer formando ondulada melena que el viento pudiera ondear, se elevaba con un estilo entre afro y coliflor y con una densidad semejante al moño de Marge Simpson. Para colmo de males empecé a fijarme en una mozuela, tenía 18 años y acababamos de ver Fiebre del Sábado noche. En esas circunstancias fue cuando pisé por primera vez la barbería a la que me estoy refiriendo. Salí de allí convertido al buen uso de pelarse más a menudo pues, confieso que no sé como narices lo hicieron, salí de allí con el peinado de Travolta total. Naturalmente eso no me ayudo con Anabel pero me convenció de que eran buenos profesionales.
Entonces la llevaba un señor mayor, propietario y fundador, junto a su hijo y cinco peluqueros más a cual mejor profesional. Durante muchos, muchos años, fui cliente fijo. Nadie me tocaba el pelo si no eran ellos. Claro que fueron cambiando, unos se independizaron, otros simplemente desaparecieron, en fin, el devenir de la existencia que notamos en todo. Entonces ocurrió la catástrofe, mejor dicho LA CATASTROFE que en mi barrio tiene nombre, dos apellidos y un cargo: Alberto Ruiz Gallardón, alcalde. O lo que vino a ser lo mismo: obras de destrucción masiva. Durante siete años era más fácil llegar al polo sur en pelotas que salir de mi barrio. Una vecina mía describió el panorama de éste con palabras que se me grabaron: hay más agujeros que en guerra. Pareciéndome excesivo le dije: “no sé, claro, yo no la viví y…” “pues yo sí –me dijo- y no había tanto desastre”. Me limito a transcribir. Opté pues por dejarme el pelo largo. Como ya había cumplido los cuarentaitantos la energía sansónica de mi pelo había desaparecido y ya caía, mal, pero caía. Además, parecía haberse resbalado al caer pues una generosa entrada frontal producía esa impresión, por si fuera poco mis rizos negros zainos habían adquirido una tonalidad que llamaremos de rata negra, vamos que negros eran pero ya no eran lo que habían sido –y nunca fueron gran cosa-. Cuando, por fin Gallardonofis I acabó con mi barrio, empezó con el de la barbería y tuve que cortarme la coleta –literalmente- en una de esas peluquerías unisex que parecen cualquier cosa menos una peluquería.
En resumidas cuentas que cuando he conseguido poder volver a mi barbería de toda la vida han pasado casi diez años y la impresión ha sido demoledora.
Ya no quedan de mis conocidos más que el hijo del dueño, dueño ahora por que el padre ya no está. Pero no es eso sólo. De los siete barberos trabajando a pleno rendimiento con diez o doce clientes esperando mientras leían el periódico y charlaban con clicclic de las tijeras funcionando a toda mecha, quedan dos, un joven y una mujer. Pongo mi cuerpo en manos de una cirujana, o de cualquier otra profesional pero prefiero que me corte el pelo un hombre, no me preguntéis por que, no lo sé, pero igual que me muevo más cómodo entre mujeres en este tema me ocurre esto. Un solo cliente y los profesionales silenciosos. Cuando acabaron con él, cada uno sacó su móvil y se puso a mandar mensajitos como alma en pena. Una sola tijera sonando y poco rato pues el cortapelo eléctrico ha impuesto su ley y del clicclic se ha pasado a brrrrrrrrrrrrr. Mi pelo ya no es color rata negra sino rata gris-verdosa y aunque la entrada se ha frenado, mi coronilla muestra signos de tonsura frailesca, mi barba es como la de una cebra, a rayas blancas y negras, como en la copla, ni palante ni pa tras, ni lo uno ni lo otro; la melenita rubia del hijo del viejo dueño sigue igual sólo que de un gris sucio e indeciso. El local sólo lleno por los antiguos sillones de barbero, el silencio de los profesionales, la soledad de unas tijeras sonando sobre él y el absurdo ensimismamiento ante los móviles dibujaron un panorama no esperado de nostalgia por las horas de espera, el barullo que nunca soporté y el calor humano que allí hubo en otros tiempos. El sol de junio no logró, entrando toda la mañana por los ventanales, calentar aquel frío, ajeno e indiferente espacio.
Me pregunto si le sucederá lo mismo a los morenos; que la indecisión nos vuelve sucios; a veces la certeza jaajjaa.
ResponderEliminarYo hace años que me lo corto yo mismo; es la ventaja de los rizos, que por mucho que cortes, a poco que mires de un lado y de otro, no tiene demasiada complicación; pero lo de las pelus mola; en parte, sin Gallardón.
besos
Bueno hay dos motivos para que yo no me corte el pelo a mí mismo: uno soy muy torpe, dos son trabajadores que se ganan la vida y tercera, no me llego.
EliminarNo se porqué pera esa descripción de la peluquería tiene un cierto toque Faulkner. Y sí cuesta tanto encontrar una peluquería en la que uno se sienta cómodo, que al menos entiendan lo que quieres sin que te impongan modas que no te interesan.
ResponderEliminarAbrumado por la referencia a Faulkner, gracias. Y cuando uno la encuentra o evolucionas con ella o acabas desconociendola
EliminarPor una vez, me permitiras que no coincida contigo. Yo soy de los que no recuerdan quien renuncio antes a quien, el pelo a mi o yo al pelo, pero recuerdo como una liberacion el dia que descubri que la maquinita podia mantenerme a raya los 4 pelos que me quedaban en la cabeza y de paso librarme del suplicio que para mi suponia pagarle una pasta a un tio que hacia como que me cortaba lo que yo ya no tenia. Dejo las barberias para la literatura. P.D. Ya me gustaria que el pelo del resto del cuerpo hubiera tomado el mismo camino, que tengo para hacerle un abrigo a la Caballé.
ResponderEliminarNo sólo te lo permito sino que estoy plenamente de acuerdo contigo, cuando a uno le abandona el pelo, lo mejor son las soluciones simples y prácticas, me permitirás tú que cuente en una entrada algo sobre el tema.
EliminarEn cuanto al abrigo para la Caballé, te comprendo. Siempre hay pelo donde no debe.
Me ha encantado esta historia. Las peluquerías y las barberías son quizás los establecimientos que mejor reflejan el signo de los tiempos, en todos los sentidos. Aunque yo hace años que no las visito. Desde que me rapé la cabeza por primera vez ya no ha habido vuelta atrás, y con verme crecer el pelo un poquito ya me paso la máquina para sentirme otra vez yo. Siempre he sido de pelo claro, lacio y poco denso, y cuando crece no lo hace uniformemente y adopta una forma que a mí se me antoja fea, y se me baja la autoestima. De hecho esa es quizás la razón por la que me rapo, para subir mi autoestima, me hace sentirme más seguro. Ya digo, me siento yo. Hace años iba a casa de unas chicas estupendas, que trataban a la clientela de maravilla, y daban ganas de seguir allí sentado. Cerraron hace poco porque no pudieron con la competencia de las peluquerías chinas. Lo dicho, el signo de los tiempos. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarPor cierto, ¿te acuerdas del actor José María Tasso, que siempre hacía de tonto?. Pues esa misma cara se tonto se me pondría a mí si me dejo crecer el pelo, jajaja. Otro abrazo.
ResponderEliminarDe acuerdo en todo contigo, excepto en lo del rapado, a priori estoy de acuerdo pero es que hay cabezas y cabezas. Claro que me acuerdo de Tasso, como no.
EliminarNunca tuve un peluquero de cabecera porque nunca ninguno me satisfizo(en lo capilar). Estoy absolutamente de acuerdo con tu teoría del melón cerrao. He cambiado tanto de peluquería que podría escribir un sesudo estudio sociológico, profusamente documentado. Y, sin que salga de aquí, te confesaré que, durante algún tiempo, trabajé en una.
ResponderEliminarUn abrazo
Es un privilegio encontrar alguien a quien confiar tu cabeza, claro que otro no menos importante es despreocuparte de como te dejen por que si no puedes acabar muy mal.
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