Se ha
hablado mucho del mítico rayo verde y, a estas alturas, yo todavía no sé si es
real o es un recurso literario. Lo que sí sé es que en Madrid aparece a veces
un rayo violeta. Perdonadme el localismo pero es que el miércoles tuve que ir
al médico por el suministro de recetas casi con carretilla pero no es ese el
tema sino, como siempre, el tema es el camino. Iba con prisa pues tenía cita a
las cinco y veinte y aunque haya que esperar no me gusta llegar tarde. Me topé
así con la primera imagen digna de ser pintada con colores que no están ni en
los óleos ni en las palabras. Sentados en un banco, frente a frente, una niña
de unos entre cinco a siete años, con sus trenzas y su abrigo abrochado, y su
padre. El padre iba untando un paté, el clásico foie-gras de las meriendas
escolares de nuestra infancia, en rebanadas de pan de una barra que tenía al
lado, mientras la niña daba cuenta de ellas tranquilamente, mirando a su padre.
Estaba claro que no eran ricos, el padre de unos treinta y pocos, con ropas
viejas, limpias pero ajadas, disfrutaba preparando la merienda a la niña. Ella
disfrutaba de tenerle cerca sin aspavientos, cada uno a lo suyo pero sin dejar
de mirarse. No sé y espero que no, pero es posible por la zona, que esa lata de
paté sea un esfuerzo enorme para la familia, que quizás alguien no cene en esa
casa para que la pequeña haga sus comidas, quizás incluso hubiera “tomado
prestada” la lata. No lo sé pero os juro que en esos minutos no había nadie más
feliz en el mundo que ellos. Había que ver esas manos recias sujetar la rebanada
como si la acariciase y extender la crema con todo el mimo del mundo, en capa
bien gruesa. Mirando a los ojos a su niña. Eran casi la imagen de la esperanza
en medio del caos y de la miseria en que el pueblo español está cayendo. La
imagen tantas veces repetida en la historia de que a pesar de tiranos y
gobernantes, de delincuentes y asesinos, ese pueblo, encarnado en aquel pobre
hombre, ha sacado a sus hijos adelante, nos han sacado adelante y hasta nos han
dado una formación que a ellos se les negó. Pero más allá de todo eso, en aquel
banco, sentada en medio, estaba la felicidad si es que existe.
A salir
del médico la tarde se había cerrado de nubes negras, pero el sol comenzaba a
ponerse y sus rayos casi horizontales teñían de rosa Palacio, la Almudena,
arrancaban destellos naranjas a los cristales de los edificios muertos del
Edificio España y la petulante Torre de Madrid, creando un juego de colores difícil
de describir pero aun más cuando absorto desde el Puente de Segovia reparo en
el remate de Telefónica. Allí incidía no sé de donde ni cómo un rayo violeta,
volviendo de un lila intenso el insulso gris piedra del poco agraciado edificio
de Telefónica. Madrid tiene un rayo violeta y, a pesar de todos, personas
fugazmente felices. Aunque, como el rayo verde, parezca ciencia ficción.
La Piara hace milagros. He visto familias entras alimentarse de una latita. Por mucho menos han elevado a algunos a los altares. ¡Santa súbita!
ResponderEliminarY que rico estaba cuando lo podía comer, hace ya cuarenta años. Jejejejejejebuaaaaaa
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