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domingo, 29 de mayo de 2016

De segundas 5

El 22 de noviembre pasado interrumpí el relato para dar paso a temas navideños, o eso pretendía. Ahora lo recupero para seguir la historia.




La muerte impone urgencias, encuentros, recuerdos deseados o no, rituales, conversaciones, pésames y, a veces, algunas palabras sinceras deseadas o no. Todo inevitable, casi previsto, poco menos que como una función bien ensayada, al margen de los actores, al margen de Rogelio que aterrizó en la realidad ya en el ruinoso cementerio del pueblo donde, como los elefantes, todos los vecinos querían descansar, por mucho piso de doscientos metros en Park Avenue que poseyeran. Hasta entonces la función, extrañamente ajena y envolvente se desarrolló según lo previsto con notable éxito de público, a decir verdad, no faltó nadie al tanatorio como a la ya olvidada romería del pueblo. Isa y Elías tardaron en llegar, Jesús, en cambio, apareció de los primeros con expresión sombría y silencioso, se sentó ante el cadáver de su madre cuya cara se fue poniendo morada por el derrame –“como le pasó a él después de aquella hostia” pensó fugazmente su padre- y allí recibió pésames y abrazos con monosílabos de hijo devastado pero lo cierto, y Rogelio lo sabía, es que ni siquiera intentaba sentir algo salvo el odio profundo hacía él cuando se veía obligado a mirarle. Lo sabía por qué él tampoco sentía nada por mucho que se esforzara salvo cierto apetito carnal cuando apareció la novia de su hijo; moza de escasas telas y frondosa de carnes prietas, pujantes y con ella la sombra del “se la podría quitar” que ni siquiera llego a formarse en su cerebro casi desconectado aunque a punto estuvo. Pésames, apretones de manos, abrazos se sucedían sin que llegara a saber del todo qué estaba haciendo ni menos aún a quien estaba saludando por más que le sonara alguna que otra cara como la de la señora del pelo lila tan elegantona, alguien murmuró el nombre de Antonia, pero ni siquiera lo relacionó con ella.
Sin embargo, tras el caos inicial, la muerte trae la imperiosa necesidad del orden. Tirar ropas, escoger recuerdos, arreglar papeles, hacer en suma desaparecer lo antes posible la memoria del difunto de la vida cotidiana, hacer huecos en los armarios y poner marcos a viejas fotos antes de olvidarlas. A estas tareas quería dedicarse Rogelio solo durante los días libres pero las cosas no iban a resultar como preveía. Tras una semana de de locos poniendo en marcha de nuevo el bar, buscando cocinera sobre todo, se disponía a dedicar el día libre a esos asuntos tranquilamente, pero no iba a ser así. A las ocho de la mañana con puntualidad suiza comenzaron a patear la puerta con una violencia un tanto desaforada. Era Jesús que se presentó para ayudar a su padre, eso fue, al menos, lo que dijo al llegar, pero pronto aquella idea pasó a la historia para convertirse en una escena desagradable en la que dejó claro que la mitad de todo era suya pues nadie quiso preocuparse de evitar que pudiera ocurrir algo semejante. Además, no se limitaba al efectivo, sino al negocio y al piso y no admitía más que efectivo.  Había que vender, liquidar definitivamente el asunto sin opción ni negociación. Rogelio nunca había pensado encontrarse en una situación así y, por si fuera poco, ni siquiera podía comprender el resentimiento y el odio acumulados e implacables de su hijo a quien apenas reconocía. Ni pudo, ni supo, quizás no fue capaz ni lo hubiera sido nunca –eso es lo que tienen los machos alfa, los “primus inter pares”, que engañan mucho-. El caso es que se dejó avasallar de un modo vergonzante.
-La alhajas –todo bisutería más o menos buena- te las quedas, siempre podrás regalarlas a alguna de tus putas. A lo mejor te hacen descuento.
Aquello acabó de vencerle. Uno de sus más queridos recuerdos paternales era el del decimocuarto cumpleaños de de Jesús, ya todo un mocetón para su edad; al volver de casa de Elías e Isa donde se habían soplado las velitas y todo eso que conlleva una celebración familiar, le cogió por los hombros y le llevó al burdel, como hizo su padre con él, allí le entregó a La Paca: “Trátamelo bien, que va de estreno”, dijo a la madura profesional conocida por ser una de sus especialidades habiendo desvirgado hasta a tres generaciones familiares del barrio, sin tener en cuenta el sonrojo del chico. Él se metió en la habitación con una de tantas y al salir tuvo que esperar hasta que La Paca abriera la puerta con una sonrisa cómplice. Al cobrarle la mujer le susurró: “menudo semental has criao, cabrito”.
Ahora revolvía cajones como una bestia; que buscaba algo estaba claro, lo que no podía imaginar Rogelio era cual era el objeto de la búsqueda hasta que le oyó gritar.
-Aquí estás, cabrona, por fin. Mira, padre.
-Se sentó a su lado con una viejísima lata de dulce de membrillo que contenía ¡oh sorpresa! Diversos papeles de banco y una cartilla de ahorros de la que él no tenía noticia y menos aún de la cifra que constaba allí. Con aquello se habría podido hacer la reforma del bar pero por todo lo alto.
-Ya, pero mira a nombre de quien está –tardó bastante en asimilar lo que veían sus ojos: ni él ni Jesús figuraban como titular.
-Vamos ahora mismo al  banco, a ver qué pasa con esto.
Y Rogelio se dejó arrastrar, literalmente, por aferrado como por una garra por la mano de su hijo que clavaba con ganas sus dedos en el brazo.
En esencia el asunto era muy sencillo aunque Jesús necesitara un par de aclaraciones y Rogelio no lograra comprenderlo por mucho que se lo explicaran. Se negaba a admitir lo que tenía ante los ojos. Quizás no había querido nunca a su mujer pero siempre había confiado en ella ciegamente. Otra mirada podría decir que no, que lo que había hecho era desentenderse bajo la máscara de una confianza a prueba de bomba; y aun otra más podría añadir que no concebía que una mujer fuera capaz de tener idea alguna. Claro que ¿a quién iban a importarle esas miradas?
Un antiguo amigo de Jesús era el director de la sucursal y como, al fin y al cabo, estaba ante los herederos de la finada quizás se extralimitara en sus informaciones, y eso que el asunto, repito, era fácil: cuenta corriente a nombre de las dos hermanas y Elías, ingresos regulares y, a menudo, considerables y pagos también considerables pero que nada tenían que ver con el bar. Academias, viajes, universidades, masters, trajes y hasta un par de utilitarios. La cuenta se había vaciado el mismo día del entierro -lo que explicaba por qué llegaron tarde-, unos nueve millones. Sobre esto Luisa había suscrito un seguro de vida en el banco cuyos beneficiarios eran sus sobrinos, Quizás sobre este punto –les dijo en confianza- se pudiera pleitear pero les iba a salir, aun ganando, como mucho lo comido por lo servido, en frase mil veces oída en boca de luisa al echar cuentas. Ahora lo entendía de otra manera: lo servido por ellos y lo comido por el hijo de puta del Elías. Lo único que le quedaba era la casa y el bar, a estas alturas un dado en medio de rascacielos. Desencajado, Jesús masculló con aire de fiera herida:
-Quiero la mitad de todo pero ya.
No hubo razonamiento posible y en menos de un mes se vio obligado a malvender casa y negocio para partir en dos y que Jesús lograra perder de vista a su padre para siempre como así fue. Afortunadamente su parte le alcanzó para un pisito de una alcoba en un barrio lleno de cementerios y el nuevo propietario del bar le cogió de camarero casi como “souvenir” del local, al fin y al cabo necesitaba seguir cotizando, al menos un par de años más como mínimo. No se había dado cuenta de la edad que tenía, enquistado en una vida inamovible que fingía una juventud sustentada por su buena salud y su buena planta. En pocos meses su mundo se había puesto patas arriba y no tardaría en pasarle factura.

2 comentarios:

  1. Lo de los hijos es una lotería. Lo de la pareja es mas controlable. A Rogelio le ha pasado como a la infanta, como ha Messi. Delegar es lo que tiene.

    Un abrazo

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