¿Será la casa como el tiempo? Que parece no pasar y, de repente, se
pregunta uno qué ha pasado con los últimos treinta años y que ha estado
haciendo todo ese tiempo. Intenta recordar pero sólo se le vienen a la cabeza
golpes de luz sobre enfermedades y muertos, una larga procesión de muertos, de
vacíos de los que ya ni se es consciente.
¿Quizás las casas, los pisos como el tiempo devoran a sus hijos, o
mejor, los ahoga en la arena cálida de uno o varios recuerdos, pero siempre hay
uno que se impone y acaba uno creyendo en aquello fue el hito, el giro donde
todo fue cambiando en la casa pero no es cierto; la casa ha estado planeando el
ataque desde mucho antes, mientras creíamos vivirla.
Quizás el primer, la primera saeñal de alarma fuera cuando al pintar la
cocina se dejaron las puertas sin pintar y ya no se han vuelto a pintar. O el
día en que te diste cuenta que se había saltado la pintura del rodapié y
pensaste: “ya lo haré” pero no lo haces. Ni cambias el visillo que se rasgó con
el pico de la ventana. Por supuesto, tampoco cambias ese mueble de la entrada
al que faltan trozos, que tan malos recuerdos te trae y que tanto detestas. Un
día quitas las sábanas para lavarlas pero se te olvida hacer la cama y duermes
una semana sin sábanas por “no tener tiempo”. Lo peor es que ni te das cuenta
ni te importa.
La casa gana siempre, por larga y dura que sea la resistencia. La mugre
se incrusta entre los azulejos y lo dejas pasar por la lesión del hombro,
“cuando se pase”, dices sabiendo que no se va
a pasar. Una puerta no cierra bien, un hornillo de la cocina no va, un
otoño encuentras todos tus jerseys agujereados por que no pusiste el
antipolillas en primavera. Se pierde la llave de un armario lo abres a la
fuerza y ni intentas encontrar el medio de arreglarlo, y ya queda la puerta
ligeramente encajada. Sin tirador que se partió ya no recuerdas cuando.
La cocina, aplazada “hasta que (llueva, esté mejor del hombro, haga
menos frio etc.) es ya casi imposible de limpiar salvo lo mínimo para no envenenarte.
En el frigorífico hay más comida caducada que comestible y el olor –sí, ese que
no soportas- aparece a menudo y al abrir un armario encuentras una docena de
platos grasientas que ya no recuerdas cuando usaste por última vez ¿tres, diez
años?
Las copas, los vasos de tubo,
las altas copas de cerveza han corrido la misma suerte pero en la vitrina,
fueron dejando de usarse según fuiste, queriéndolo o no, echando gente de tu
vida y según se fue alargando la larga
hilera de difuntos. Ahora, como mucho, de las cinco que quedan coges dos para
Nochevieja. Una licuadora, un microondas que nunca aprendiste a manejar, un
artefacto para cocinar al vapor que tampoco aprendiste a usar se almacenan,
dejando que la grasa de la cocina caiga sobre ellos.
La alfombra y las cortinas siempre están descolocadas, como el florero
de la mesa ahora demasiado grande y que ya sólo se despliega y casi por
compromiso una vez al año, sin alegría alguna. Sin darte cuenta pasan semanas
(¿meses?) sin quitar el polvo de los muebles
“ahora no, que no me da tiempo, no es el momento, lo hago esta tarde.
Aplazamientos indefinidos que te van sonando ya a definitivos.
La casa siempre gana y no por el trabajo –que todos sabemos que en una
casa las tareas nunca acaban- sino por la desidia y la culpa por dejar que todo
esto siga avanzando y dejándote cada día más incómodo, más avergonzado, más
inútil, en una palabra dejándote por dentro como has permitido quie esté la
casa: sucio, incomodo, desagradable y solitario. Quieres culpar a tus hombros,
a tu espalda, al trabajo pero son argumentos que ni a ti te convencen. Es otra
cosa: abulia, indolencia, desapego incluso y una profunda falta de autorespeto.
Eso, y saber que la casa siempre gana.
-No va más. Quince, negro impar y falta.
Siempre gana y tu sigues
apostando a rojo aun sabiendo que siempre sale negro. Entretanto el abandono,
el desorden, la suciedad envejecida se
extienden, imperceptibles, por tu casa del suelo al techo y ya es tarde.
-No va más. Veintinueve negro, impar y pasa –como siempre has apostado
al rojo. La casa gana, siempre.
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