Hace tiempo que dejé de hacer entradas de despedida
pues con cada una se iba, se va, una parte de nuestras vidas, y ya la vida nos
hace sentirnos en un tiro al blanco sin necesidad de necrológicas. Sin embargo,
ayer, cuando supe de la muerte de Burt supe también que tenía que hablar de él.
Seamos sinceros, en su momento de gloria simplemente
le odiaba a muerte. Es lo que me pasa siempre con cualquiera que sea más alto,
más delgado y más guapo que yo, lo que viene a ser todo el mundo. Además tenía
un aire de arrogante megamacho muy western que me ponía de los nervios.
Reconozco que, sin ser un espejo de actores, sus interpretaciones eran
correctas y hasta creíbles, por lo menos durante aquellos primeros años. He de
decir que loa trabajos de su madurez que le valieron el oscar no los he visto
pero por los resultados, como a tantos otros guapos del cine, los años le
trajeron sabiduría o quizás la oportunidad de no “ir de guapos” en sus
películas, o dicho de otra manera que sus imponentes físicos no limitaran los
papeles que se les ofrecían. Son los
casos evidentes de Burt Lancaster, Sean Connery, Rock Hudson o ya más reciente,
Richard Gere, quizás el más sabio al hacer la transición de joven sexualmente
irresistible a galán maduro con bastantes más registros de los que le suponíamos.
Sin
embargo, no esta en esta entrada Burt Reynolds por sus trabajos, sino por algo
más íntimo y personal que imagino compartiremos más de uno. Ocurrió cuando yo
apenas era un adolescente y en los primeros setenta, en el 72 concretamente. Ya
sabéis por experiencia propia lo liado que está uno atendiendo a sus hormonas
un tanto confusas a esas edades. Por si fuera poco estábamos en este país con
la célebre “ola de erotismo que nos invade” (frase repetida hasta la nausea)
que no era sino una cierta y moderada alegría carnal que, eso sí, llegaba por
todas partes. Faltaban años para L’orgia con Juanjo Puigcorbé 1978 luciendo
todo lo que Dios le dio, o para El libro del Buen Amor con Patxi Andión 1975
pero solo trasero. Menos faltaba, creo, para Juan Ribó en Equus en teatro 1975. Desde luego estábamos a años luz del
despelote generalizado de los últimos setenta y primeros ochenta cuando se
desnudó hasta el gato (incluso gente que hubiera ganado mucho no haciéndolo)
Era justo el momento menos oportuno para el desbarajuste hormonal que toca. Pues ahí me tocó a mí. Pertenezco
a esa generación extraña y absurda que vivió todas las transiciones, no solo La
Transición sino muchas transiciones menores. Un par de ejemplos: fui del último
curso de bachillerato antes de que la enseñanza entrara en picado con la EGB
que entonces parecía un fiasco y hoy parece un Parnaso; fui del primer curso de
doctorados por créditos cuando ni siquiera los responsables sabían cómo
manejarlos y en la carrera (Historia) los profesores hacían filigranas para
evitar por todos los medios evitar el s. XX pues no se sabía por dónde iba a
respirar la movida política. Digamos que soy hijo de las transiciones con
minúsculas, lo que equivale a decir hijo del “no sé por dónde me ando”.
Para
agravar la cosa yo era un tanto pánfilo, inocente si queréis más elegancia, y,
en algunas cosas mi cerebro tenia compartimentos estanco. Una de ellas era el
cine. Las películas y sus actores eran un universo paralelo que nada tenía que
ver con lo cotidiano, sórdido, frío y sucio, incluso cuando reflejaban otros
mundos peores. Hubo un elemento que, como un eslabón perdido, me hizo
relacionar uno con otro. De un modo tonto, sí, lo reconozco, muy tonto pero que
me perturbó profundamente. Naturalmente fue en una película (Dios bendiga a los
hermanos Lumiere), concretamente en Desayuno con diamantes que supuso un
terremoto erótico en mi manera de mirar el mundo y las películas, o de integrar
ambos. La escena es aquella en que la divina Audrey escapando del borracho de
turno se refugia en el apartamiento (dice el doblaje en castellano) de George
Peppard, recién usadito por la impar Patricia Neal y cubierto por una casta y
densa sábana. Hasta ahí todo normal, pero hay un momento en que el gigoló sin
vocación se gira para ir a servirle un whisky a Audrey, está enfocado justo
desde el ángulo contrario a este de la imagen y con todo el puritanismo de la
época se entrevé la cadera desnuda del hombre. Seguramente no rodara desnudo la
escena pero sí con esa zona descubierta, casi milimétricamente medida para
llegar al límite. En alguna parte de libido o de mi cerebro o de no sé donde
apareció un eslabón nuevo, que no había echado de menos nunca, léase: los
actores/trices no sólo eran humanos (tan tonto no era como para no saberlo)
sino que tenían ese aspecto carnal no sólo fingiendo. Quizás George Peppard no
estuviera desnudo bajo la sábana pero podría estarlo. Me gustaría decirlo de
una forma más clara pero sólo puedo decir que el cuerpo de las estrellas se
hizo tangible. Morbosamente tangible a mi edad. En medio de todo aquel pseudo
destape después de la mojigatería previa que perduraba en las mentes asustadas
de generaciones anteriores, cualquier cosa por inofensiva que fuera era algo
morboso, insano, pecaminoso y por tanto escandalosamente atractivo. El mejor
saborizante no es sino el sabor a pecado y a culpa, digan lo que digan.
Por
eso fue importante Burt Reynolds. En el año 72 fue el primer hombre en posar
desnudo para una publicación no pornográfica, Cosmopolitan concretamente. Es
cierto que se habían publicado desnudos integrales masculinos pero en
publicaciones de corte claramente homoerótico y sólo desde muy poco tiempo
antes era integrales. Digamos pues que eran publicaciones dedicadas a un
público minoritario. Burt no sólo se lanzó a ello sino que de un plumazo con su
cara divertida y esa sonrisa tan característica es cargo el morbo enfermizo del
desnudo masculino, dejando sólo el morbo que cada uno quiera poner. Digamos
que, es una opinión, claro, nos descubrió la alegría del desnudo. Por eso fue
importante para mí y, supongo, que para mi generación. Luego, enseguida
vinieron imitaciones y más tarde manipulaciones fotográficas, pero la sana
desvergüenza de Burt no fue eclipsada, aunque sí, ante la avalancha de
desnudamientos varios que vino inmediatamente después, un tanto olvidada.
Hemos
pasado la imagen y yo ratos de profunda intimidad pero no por donde todos
pensamos (ejem, ejem), no, sino por que he intentado dibujarla mil veces sin lograrlo y
nada, salvo meterse en cama con alguien, supone una relación más profunda que
pintar a alguien en serio, en mi caso intentarlo. Ante el hecho de pasar de un
modelo a un papel propio (no necesariamente los modelos han de ser de carne y
hueso) se acaba todo erotismo, toda sexualidad y todo morbo y se entra en un
grado de intimidad único y con algo de mágico, de eso habrá que hablar en otro
momento, hoy recuerdo la alegría del desnudo de Burt y la intimidad con su
imagen que siempre me fue inaprehensible lápiz en mano.


En estas imágenes se juega con un aspecto lúdico del cuerpo, poco corriente por entonces e incluso ahora. No sé donde ni cuando se publicarían pero sí que la icónica, la que todos tenemos en la cabeza es la primera, echado y sonriente.
Este desnudo de Burt lo pondría yo entrecomillado. Creo que es más bien una manipulación fotográfica, si no lo es, desde luego no se publicó. Si la puritana y primera productora de pornografía del mundo Yankylandia todavía hoy, cuarenta años después, tiene problemas con los frontales masculinos, léase genitales, entonces era impensable algo como esta imagen.
Has dado en el clavo. Si he estado en conversaciones con algunos amigos y este ha sido precisamente el tema!!
ResponderEliminarNo creo que nadie que conozca el paño haya dejado de vivir experiencias semejantes, lo raro es que las reconozcamos.
ResponderEliminarUn abrazo