Llegamos juntos al barrio, todo el
barrio se pobló en unos meses del 62, lo que no es decir mucho pero sí que
éramos de la misma edad. Antonio era hijo del tendero de mi calle, un
ultramarinos que vendía de todo por era la única tienda de todo el barrio –una
isla entre cementerios y rio-, al padre se le conocía como El Gordo creo que
huelga decir por qué y lo cierto es que nunca les traté mucho hasta hace pocos
años, entre otras muchas cosas por que mientras yo me dedicaba a estudiar y
“hacerme un hombre de provecho” (me carcajearía si lo que voy a contar fuera
otra cosa) el se dedicó a vivir, mal, pero a vivir. Nuestros veinte años
coincidieron con los 80 y la cúspide quizás de la drogadicción en el país, que
no solo de movida y politiqueos claves de la historia se vivía tampoco
entonces, algunos incluso centrábamos todo, pero todo, nuestro interés en esa
décima que pasaba del 4’9 al 5, o sea del suspenso al aprobado por los pelos.
Que nunca haya entendido como en un examen de humanidades se pueda calificar con
décimas no quita que aquel 4’7 de arte árabe aun sea uno de los puñales que
atraviesan mi académico corazón aunque, a fuer de ser sinceros académicamente
soy como La Montiel: “ya no tengo corazón”, chim pom. Lo dicho, que mientras yo
con todos mis compañeros íbamos de intelectuales (o intentando llegar a serlo) tragándonos
cosas como “A la búsqueda del tiempo perdido” o “El cuarteto de Alejandría”
(¡Confesión! Nunca pude acabar ni el primer capítulo de ninguno de ellos pero
me guardé muy bien de que nadie se enterase) Antonio vivía, mal, pero vivía.
Algunos teníamos muy claro que hacer con nuestra vida y nos salió mal, Antonio
y otros miles no tenían ni pajolera idea de qué hacer con la suya ni les
importaba, y también les salió mal.
Acabó enganchado a la droga, supongo
que a la heroína que era lo que se llevaba por entonces, pero no lo sé,
teniendo un hijo muy joven, no sé a qué edad pero sé que la última vez que
hablé con él me hablaba de un nieto de cinco o seis añitos, teniendo en cuenta
nuestra edad muy joven tuvo que ser, casándose con otra adicta y todo ello en
medio de una lucha desesperada por su parte y por parte de toda la familia,
incluida su mujer que salió antes que él, para sacarle de aquel abismo. Había
largas temporadas en que, sin oficio ni beneficio, se mantenía limpio y
trabajando de peón, otras en que para mantenerse limpio tenía que recluirse en
los huertos que sus padres conservaban en el pueblo, vigilado y apoyado por
todo el pueblo, y otras en que se hundía de nuevo en el consumo. Una lucha
titánica que se llevaba casi todos los ingresos familiares, que quizás valiera,
para que sus hermanos menores ni se acercaran a las drogas pero que terminó por
dar sus frutos. Desenganchados ambos, se instalaron al lado de casa, en el
bloque que hace esquina con el mío y fueron criando sus hijos como buenamente
pudieron. He de reconocer que desde mi ventana veía la pequeña plantación de
marihuana creo que era, un pequeño invernadero que siempre estaba encendido,
así que durante un tiempo el desenganche no fue total, evidentemente, pero si
fue lo suficiente como para llevar una vida normal. Un día el invernadero
desapareció y ahí fue cuando personalmente di por vencido el problema. Craso
error. No por qué no hubiera desaparecido o vencido el problema de adicción, a
las claras estaba que sí, sino por qué de ahí nadie sale indemne.
Con cincuenta y muy pocos años su
mujer a quien conocía de vista pero nunca supe ni como se llamaba empezó a
pagar las consecuencias con su hígado lo que la llevó a la tumba dejando dos
hijos ya casi adultos. Antonio había empezado a pagar con problemas de tipo
depresivo, ausencias, alguna borrachera ocasional, que no fueron a mejor con la
muerte de su mujer a pesar seguir adelante con su vida y acabando de criar a
sus hijos con un par, si se me permite la expresión. En general nunca se sabía
si iba colgado, borracho o limpio, a tal estado había llegado pero cuando
charlabas un par de minutos te dabas cuenta de que ni borracho ni drogado y de
que, además, era buena gente. Los hijos crecieron, la hija, una preciosa
criatura que no sé a quién habrá salido pues por ambas partes son físicos
recios, fuertes y toscos mientras que ella es una porcelana del XVIII para que
el orgullo de su padre se le escapara por los poros a chorros, se colocó y pasó
lo que tenía que pasar. Encontró una pareja y se fueron a vivir juntos, y
Antonio se quedó sólo, naturalmente en paro, con la casa vacía y la cabeza
dando tumbos.
Hará más o menos un año estaba
paseando por el barrio y me sorprendió que se me acercara para pedirme treinta
euros. Nos conocíamos de siempre pero nunca habíamos cruzado más de tres
palabras y aun así en pocas ocasiones. En atención a su historia y a lo majo
que es siempre su padre con mi familia solté los treinta euros. “Es que no
tengo nada y me hundes el fin de semana si no me los dejas”. Los di por
perdidos, obviamente, pero me dolía más pensar que hubiera vuelto a recaer. Las
adicciones son cabronas en esa pertinaz y eterna insistencia y en cualquier
momento atacan, y puedo decirlo por qué soy un adicto al sufrimiento inútil
(parecerá una majadería pero no lo es, de hecho es adicción que agria la vida
al más pintado). Cual no sería mi sorpresa que unos meses después me llama
desde la esquina y me comenta que le van a pagar un premio de la lotería que le
había tocado y si me esperaba me pagaba ya. Estuvimos charlando un rato hasta
que, efectivamente, contra lo que pudiérase pensar, llegó un señor le pagó, y
yo cobré.
Durante aquel rato me estuvo
comentando que se le caía la casa encima y que, salía sin saber donde ir, que
acababa en el bar, y por eso intentaba no salir, que estaba pendiente de que le
concedieran una minusvalía por los daños en su cerebro, en suma que andaba el
hombre deprimido y pensando en vender la casa y comprarse una autocaravana
pequeña para no ahogarse en la soledad de la casa. En fin que luchaba como
buenamente podía con la depresión que seguramente tenía o al menos le rondaba.
Pocos días después se decretó el
confinamiento y al bajar a comprar vi que en su portal había un cartel diciendo
que el vecino del pisto tal letra cual, se ofrecía para hacer las compras a
quien lo necesitase, algo muy a tener en cuenta pues en estos bloques hay mucha
gente de mucha edad. Era Antonio el único que se había preocupado de ayudar a
los demás. Al poco tiempo, un vecino me contó que le habían encontrado muerto.
“Sobredosis” pensé, como todos, pero no.
No fue una sobredosis sino un suicidio con pastillas de las que tomaba
para sus problemas neurológicos. Medicamentos siempre peligrosos. Rodeado de
cajas vacías y solo. Ya sabemos lo que suponía morirse de lo que fuera en el
confinamiento. Yo no lo vi pero me contaron que el velatorio fue hasta que se
lo llevaron enfrente de la casa con los hijos y amigos bajo la lluvia. Al fin
la vida pudo con él pero, eso sí, hizo falta una pandemia a escala mundial y la
absoluta soledad para que cayera ante ella.
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