
Yo tenía un tío de color rosa. Sí, era de un color rosa fuerte como si acabara de salir de un baño muy caliente. Sé que era de color rosa por que mi alcoba quedaba enfrente del baño y un día le vi afeitarse sin camisa. Era de color rosa. La familia va, cromáticamente hablando, del macilento amarillo cetrino al bronce agitanado pasando por cierto grado de palidez más o menos sana, pero ¿rosa? Ni los bebés de mi familia son de color rosa. El caso es que no lo parecía. Vamos a ver. Tenía una cara normal, bueno casi. Lo cierto es tampoco era una cara muy normal. Era un joven, a la sazón contaría unos veintimuypocos años, que tenía pretensiones de santo de manera que llevaba como signo distintivo con respecto de los demás mortales una mirada hacia arriba, como de éxtasis –éxtasis místico, no del otro, no se había inventado todavía-, tenía la cara fina, ojos grandes, y gesto de mártir, caminaba de un modo que era lo más parecido a levitar y, de vez en cuando, bajaba la vista con un gesto de humildad y sonrojo. Bueno, todo eso no hubiera tenido importancia si hubiera habido algo de verdad en ello, no era el caso. Era una elaborada pose para justificarse, había intentado la vida religiosa pero no mediante seminario y demás sino entrando en la orden cartuja, cuya dureza a punto estuvo de hacerle perder el seso –si alguno había tenido alguna vez- y como toda la familia le advirtió no le quedó otra –según su punto de vista- que hacer el papel de hombre llamado por Dios pero a quien fallaba su cuerpo, que era de color rosa, un mártir. Recuerdo su “retención de orina”, su aire de martirio cuando se retiraba al lavabo antes de comer por que en casa no se bendijo nunca la mesa, recuerdo su aparecer y su desaparecer sin despedirse, recuerdo la Nochebuena que pasó en casa obligándonos a oír una y otra vez un disco con una misa grabada y recuerdo como un día nos dimos cuenta de que hacía años que no sabíamos nada de él.
Mi tío de color rosa tenía más pluma que cuatro gallineros, más amaneramientos que una legión de malos imitadores de gays y más ñoñerías que un colegio de niñas bien de casa mal, que se decía en años muy anteriores a mí. Pero, ah, no era gay. Claro que eso lo supimos muchos años después, cuando volvimos a saber de él fugazmente por algo que nos dijo alguien que le habían dicho.
Las familias son como enfermedades: por muchas vueltas que des siempre acabas topándote con alguna y, además, suelen ir asociadas. Siempre te encuentras con quien no te apetece en el entierro o velatorio de alguien. Es un axioma ineludible. Así, inexorablemente, me volví a encontrar con mi tío de color rosa en un hospital, otro pariente estaba a punto de morir. Habían pasado más de treinta años pero no me costó reconocerle con su expresión de iluminado mirando treinta centímetros por encima de tu cabeza, como si un coro de ángeles se le revelara en un rompimiento de gloria, como un santo asceta consumido por la visión divina, como quien tiene una buena excusa para no cuidar del enfermo, para no relacionarse con su gente, para no sentir nada por nadie. Su familia no es de este mundo. Buena excusa, pensé, para quien se lo crea, pero como decía la Marquesa de Vegallana, yo “soy tambor de marina”. Ese alguien que nos dijo que le habían dicho nos había puesto al día de que la vida del místico o del asceta que interpretaba mi tío de color rosa había sido de todo menos ejemplar. Claro que así se hicieron los santos pero ninguno de ellos ejercía de santo en vida a diferencia de él que se hubiera puesto sin muchos remilgos la coronita y subido a la peana a poco que alguien se lo hubiera sugerido. Así tuve la suerte de volver a perder de vista a mi tío de color rosa durante unos cuantos años más.
Hace unas semanas supe que mi tío de color rosa ha perdido la cabeza. Es curioso por que en mis familias todos estamos “mu centraos” de toda la vida, podemos estar pirados pero “mu centraos”, claro que tampoco somos de color rosa. Y uno, cargado de mala intención, se pregunta si alguna vez tuvo la cabeza en su sitio o si ha terminado creyéndose su propio papel que le fue útil para echarle cara al asunto y vivir del cuento. Y uno se pregunta, lleno de mala intención, si el color rosa era algo más que un tono de piel y su actuación de elegido por La Llamada no quería enmascarar un rosa más profundo, si esa Llamada no era sino una manera de escapar a una verdad más carnal y, entonces, marginal. Y uno no sabe si seguir pensando que mi tío además de rosa era gilipollas o sentir lástima de un hombre que quizás sí era de color rabiosamente rosa más allá de la epidermis.