Ya sé que quien más quien menos ha experimentado con una muñeca hinchable, yo también pero la cosa no funcionaba en el tema cama, y fuera resultaba un poco sosa para mi gusto. Sin embargo, con el título no me refería a la Vanessa de látex sino a que “en realidad” tengo una tía hinchable, tía carnal para ser más exacto, y es tan inflable como desinflable. Hace años que no la veo pero a menudo cuando nos veíamos más regularmente dudaba si era la misma persona hasta que me fijaba en sus gestos y movimientos, entonces reconocía sin duda a mi tía.
Había un par de gestos en ella inconfundibles e irrepetibles, uno era el lucir muslámenes generosamente, incluso aunque se pusiera hábito de ursulina doble con cola de seis metros, los muslos de mi tía, a la sazón cuarentona de buen ver, se abrían paso hasta la luz pública, vestidos con sus medias de costura, recta, impecable, y sus zapatos salón, de tacón alto, de tacón muy alto, lo más alto posible sin llegar a ser de furcia o de vedette. Es rasgo familiar una freudiana fijación por el buen calzado, no es exactamente un fetichismo pero no hay nadie en mi corta pero jugosa familia que no guste de elegir un buen zapato, adecuado pero selecto. Una perdición dado el precio que alcanzan que nos limita mucho, eso sí: tendremos un par pero bueno. Ella tenía por entonces muchos pares, mucho tacón y mucha maña para lucir, tacón, media, costura, pantorrilla, rodilla y muslo, habilidad y un extraordinario pulso para que jamás se viera un milímetro más que eso. Hay que reconocer que mantenerlo mientras se habla sin pausa con cuatro personas a la vez, cuatro conversaciones distintas y dando de comer al nieto es algo digno de admiración. Vamos que si la ven en la NASA la fichan sin dudar, aunque no creo que ella hubiera dejado hablar a quienes fueran a reclutarla.
Sin embargo, lo más representativo de mi tía era un peculiar movimiento en la boca: el movimiento de comer, cosa que no dejaba de hacer en ningún momento. Comida o chicle, el caso era masticar, incluso dormida sonaban sus dientes. Eso sí, no le hacía ascos a nada siempre que fuera comida y/o bebida. No, me olvidaba de una salvedad, por otra parte también patrimonio familiar: el agua. No podía beber agua, cualquier otra cosa, sí pero agua, no. En cierta ocasión el médico le dijo que una pastilla tenía que tomársela con un vaso entero de agua a media mañana. Claro que ella lo solucionó enseguida, al rato de desayunar se cogía media barra de pan se la rellenaba con una lata de anchoas y como eso le daba sed lograba, a duras penas, beberse el vaso de agua. Luego se iba con las otras abuelas del colegio a desayunar por tercera vez y antes de comer un aperitivito no había quien se lo quitara. Después de comer, en verano sobre todo, se agarraba una tableta (o dos) de turrón y una botella (o dos) de cava –seamos sinceros, el cava era compartido-, luego cenaba y ahí ya no sé como seguía pero juraría que algo picaría mientras se veía la peli de la tele.
Claro, con tal consumo no es de extrañar que se hinchara como un globo. El asunto, aunque lo parezca, no acaba aquí. Mis tíos tenían una intensa vida social y muy frecuentemente eran invitados a cenas, comidas, etc, etc. En estos “etc” van incluidas las bodas. Creo que nadie ha visto a mi tía decir que no a una invitación, realmente valía la pena invitarla: contaba como nadie las enfermedades y muertes de todo bicho ex-viviente, de manera que no parecía una tragedia sino algo al mismo nivel que cualquier chascarrillo o anécdota divertida. Con ella no había aburrimiento, no te daba tiempo. Siempre iba arreglada, con sus tacones hasta en las zapatillas de casa, siempre pintada con discreción y siempre en estado de revista, así que huelga decir que cuando se presentaba boda, bautizo o comunión mi tía iba hecha un pincel, de dudoso gusto, pero pincel. El caso es que ella funcionaba de un modo divertido. Iba muy decidida a una tienda y elegía el modelito que, como era de esperar, no le cabía. No problem. Ella se ocupaba de que entrara. Desde entonces hasta el día D a la hora H se declaraba la guerra a la gordura y empezaba a masticar chicle sin azúcar y a comer una zanahoria y un huevo duro al día. Así bajaba las tallas que fuere menester, una mente normal, no suele ser el caso de mi familia, aprovecharía para mantener ese peso-volumen pero el día D a la hora H se firmaba el armisticio y mi tía recuperaba sus hábitos masticatorios. Así que se inflaba y desinflaba como un globo tantas veces como considerara necesario a lo largo del año y con una impunidad sinceramente insultante para quienes como yo nos resulta tan difícil perder un gramo. Poco a poco nos fuimos distanciando pero por lo que sé de ella sigue con sus cerca de ochenta años luciendo unos tacones muy dignos y subiendo y bajando los tres tramos de escaleras de su casa, un tercero sin ascensor. Ah, y sigue sin dejar hablar a nadie.
Había un par de gestos en ella inconfundibles e irrepetibles, uno era el lucir muslámenes generosamente, incluso aunque se pusiera hábito de ursulina doble con cola de seis metros, los muslos de mi tía, a la sazón cuarentona de buen ver, se abrían paso hasta la luz pública, vestidos con sus medias de costura, recta, impecable, y sus zapatos salón, de tacón alto, de tacón muy alto, lo más alto posible sin llegar a ser de furcia o de vedette. Es rasgo familiar una freudiana fijación por el buen calzado, no es exactamente un fetichismo pero no hay nadie en mi corta pero jugosa familia que no guste de elegir un buen zapato, adecuado pero selecto. Una perdición dado el precio que alcanzan que nos limita mucho, eso sí: tendremos un par pero bueno. Ella tenía por entonces muchos pares, mucho tacón y mucha maña para lucir, tacón, media, costura, pantorrilla, rodilla y muslo, habilidad y un extraordinario pulso para que jamás se viera un milímetro más que eso. Hay que reconocer que mantenerlo mientras se habla sin pausa con cuatro personas a la vez, cuatro conversaciones distintas y dando de comer al nieto es algo digno de admiración. Vamos que si la ven en la NASA la fichan sin dudar, aunque no creo que ella hubiera dejado hablar a quienes fueran a reclutarla.
Sin embargo, lo más representativo de mi tía era un peculiar movimiento en la boca: el movimiento de comer, cosa que no dejaba de hacer en ningún momento. Comida o chicle, el caso era masticar, incluso dormida sonaban sus dientes. Eso sí, no le hacía ascos a nada siempre que fuera comida y/o bebida. No, me olvidaba de una salvedad, por otra parte también patrimonio familiar: el agua. No podía beber agua, cualquier otra cosa, sí pero agua, no. En cierta ocasión el médico le dijo que una pastilla tenía que tomársela con un vaso entero de agua a media mañana. Claro que ella lo solucionó enseguida, al rato de desayunar se cogía media barra de pan se la rellenaba con una lata de anchoas y como eso le daba sed lograba, a duras penas, beberse el vaso de agua. Luego se iba con las otras abuelas del colegio a desayunar por tercera vez y antes de comer un aperitivito no había quien se lo quitara. Después de comer, en verano sobre todo, se agarraba una tableta (o dos) de turrón y una botella (o dos) de cava –seamos sinceros, el cava era compartido-, luego cenaba y ahí ya no sé como seguía pero juraría que algo picaría mientras se veía la peli de la tele.
Claro, con tal consumo no es de extrañar que se hinchara como un globo. El asunto, aunque lo parezca, no acaba aquí. Mis tíos tenían una intensa vida social y muy frecuentemente eran invitados a cenas, comidas, etc, etc. En estos “etc” van incluidas las bodas. Creo que nadie ha visto a mi tía decir que no a una invitación, realmente valía la pena invitarla: contaba como nadie las enfermedades y muertes de todo bicho ex-viviente, de manera que no parecía una tragedia sino algo al mismo nivel que cualquier chascarrillo o anécdota divertida. Con ella no había aburrimiento, no te daba tiempo. Siempre iba arreglada, con sus tacones hasta en las zapatillas de casa, siempre pintada con discreción y siempre en estado de revista, así que huelga decir que cuando se presentaba boda, bautizo o comunión mi tía iba hecha un pincel, de dudoso gusto, pero pincel. El caso es que ella funcionaba de un modo divertido. Iba muy decidida a una tienda y elegía el modelito que, como era de esperar, no le cabía. No problem. Ella se ocupaba de que entrara. Desde entonces hasta el día D a la hora H se declaraba la guerra a la gordura y empezaba a masticar chicle sin azúcar y a comer una zanahoria y un huevo duro al día. Así bajaba las tallas que fuere menester, una mente normal, no suele ser el caso de mi familia, aprovecharía para mantener ese peso-volumen pero el día D a la hora H se firmaba el armisticio y mi tía recuperaba sus hábitos masticatorios. Así que se inflaba y desinflaba como un globo tantas veces como considerara necesario a lo largo del año y con una impunidad sinceramente insultante para quienes como yo nos resulta tan difícil perder un gramo. Poco a poco nos fuimos distanciando pero por lo que sé de ella sigue con sus cerca de ochenta años luciendo unos tacones muy dignos y subiendo y bajando los tres tramos de escaleras de su casa, un tercero sin ascensor. Ah, y sigue sin dejar hablar a nadie.
Un personaje del todo singular, de esos que dan para hablar horas y horas, creo que todos tenemos a alguien así en nuestro entorno más cercano.
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