En la entrada hay un mueble con un espejo y una percha. Se compró en verano de 1969. La mitad esta cubierto de papel entelado con un estampado de paisajes, la otra mitad es el espejo, ahora ya tiene manchas de los años y el plástico que enmarcaba los paneles, color caramelo, se ha deformado y ennegrecido. Transversal sobre ellos otro panel estrecho de formica oscura con colgadores metálicos mate. Ahora son oscuros y la formica tiene manchas extrañas, opacas. Las patas metálicas forman una especie de jardinera donde se albergaba una bandeja de plástico blanco que, junto a un aro a media altura, cumplía funciones de paragüero, y un cajón de plástico forrado con papel adhesivo simulando mármol verde con vetas blancas que contenía unas falsas ramas verdes y una rama más con tres rosas rojas. Ya no hay ni aro, ni vegetación de plástico. En su lugar se deposita el calzado casi a la japonesa. En los colgadores se acumulan sombreros y chaquetas hasta que el espejo queda neutralizado. Una cazadora, negra, cubre otra cazadora igualmente negra, y ésta dos chaquetas de cremallera, una gris y otra verde, que, a su vez cubre otra más amarillo chillón que dejé allí hará un par de años; sobre todo ello, arriba, de modo que se caen siempre al coger cualquier prenda: dos bufandas, una braga y un amplio pañuelo regalo de una amiga que resulta utilísimo los días crudos del invierno. Pero hay más colgadores: un sombrero de ala negro, barato y sucio después de dos años esperando ser usado, un sombrero sin alas de tela vaquera, de verano, pero que lleva todo el invierno cogiendo polvo, una visera rígida de invierno polvorienta del polvo de la obra del verano pasado, un sombrero de paja roto decorado con un par de plumas de urraca que encontré por la calle, y otro de paja con una cinta roja. Además hace poco sacó el gorro “de oso” pues ese es el aspecto que le da una vez puesto con sus orejeras peludas y demás. Abajo se amontonan de cualquier manera los zapatos y las bufandas que se caen una y otra vez. Era un mueble alegre cuando llegó a la casa, o quizás fuera la casa lo que fuera alegre. Relucía el verano y las apilistras de mi madre brillaban recién lavadas con un algodón empapado en leche. Sobre el mueble colocaron un aplique con dos tulipas que lanzaban la luz hacia abajo, semitransparentes, que todavía sigue ahí, hace años, cinco o seis quizás, que se fundió una bombilla y todavía no se ha cambiado. La puerta era entonces casi de cartón pero de un vivo color pino amarillento –por ponerle un nombre a aquello- que brillaba. Ahora es una recia puerta notarialmente oscura con dos cerrojos y marcas de los roces de los dedos en torno a la cerradura. El aplique era suficiente luz para tan pequeño espacio y el pasillo brillaba al encenderlo, ahora su luz es mate, triste, agónica. En la pared de enfrente entonces había dos pequeños cuadritos de no recuerda qué tema. Ahora hay un gran puzzle con una pareja romántica y absurda y un paisaje lamentable al óleo de un pariente que, allí, escondido, no ofende demasiado.
En Navidad colgaban de los colgadores una única tira navideña de plástico rosa –residuo de los sesenta- con unas bolas de cristal –residuos de los sesenta- plateada y otra roja en cada extremo. Asimétricamente. Era toda la decoración navideña que se doblaba al reflejarse en el espejo aun nítido. La última vez que se pintó cayó una mancha sobre la base de madera del aplique y aun sigue ahí; la última obra que se hizo dejó marcas de cemento cerca de los bordes del marco de la puerta y aun esperan una nueva pintura; como los desconchones de la pared que se hicieron quizás cuando se trajo el frigorífico, éste no, el anterior. Ni los marcos dorados del puzzle y el óleo, ni las cortinas que cierran el pasillo, alegres amarillos y anaranjados algo ajados, cambian en absoluto el deseo de salir de aquel pasillo, todo con tal de no encender el aplique de la vieja luz alegre y hoy agónica.
Llegó el mueble después de aquel verano, era septiembre, un septiembre luminoso en el que la enfermedad golpeó a la familia. Una vez más.
Creo Joaquin que ha llegado el momento de salir de esa casa que pesa como una losa, y si no se puede salir, sacar y sacar hasta sentirse liberado y luego una buena mano de pintura de colores alegres. La casa mas gris puede salvarse si con ello ayudamos a salvarnos nosotros. Un abrazo, amigo.
ResponderEliminarEstoy con David, necesitas urgentemente cambiar algunas cosas. Si no es una reforma total, al menos una manita de pintura. Y tira ese perchero, por favor.
ResponderEliminarUn abrazo
Nene necisitas un cambio ya!!!!!, pero ya!!!!!!, empieza a limpiar y a deshacerte de todo lo que no necesitas.
ResponderEliminarNormalmente respondo uno por uno, pero dada la unánimidad de las opiniones lo haré en conjunto.
ResponderEliminarLos necesidad de cambiar algo es siempre más evidente que la posibilidad de hacerlo. No sólo por obvias razones económicas (acabo de terminar la hipoteca) sino por que, para más inri, nuestros afectos se adhieren a las cosas como líquenes.
Por cierto, no encuentro perchero que cumpla como este las funciones que tiene en ese espacio. Si no, a buenas horas iba a estar ahí.
Un abrazo