Sobrecogido ante la presencia de mis amados y abandonados griegos me alejo de la caseta y sigo mi camino Feria adelante. Así acabó encontrándome con dos de mis grandes frustraciones de cada año: los tebeos y los facsimil. Me embobo ante las encuadernaciones de sopocientos volúmenes de El Jabato, Joyas Literarias, El Corsario de Hierro e incluso con El Capitán Trueno, pero de todos, aquellos que desearía poder llevarme con avaricia digna del Tío Gilito son los de Azucena. Eran tebeos de cuentos de hadas con princesas, príncipes y hadas con cucurucho en la coronilla que no era demasiado correcto leer siendo niño y uno se quedó con esa frustración infantil.
Salivo de lascivia ante los libros de oraciones iluminados, los libros de horas o las vidas de la Virgen del XIV. Me dejo media alma entre sus cantos dorados y sus lapislázuli sabiendo que, como los comics, quedan fuera de mi alcance. Suspiro, lánguidamente por supuesto, que para eso me gustaba Azucena y continúo mi deambular.
Desde una caseta me asalta violentamente una colección de textos japoneses que no conocía, nueva por tanto, o seminueva, por así decirlo. Cada año aparecen un montón de colecciones y de editoriales que se dedican casi convulsivamente a publicar sobre Japón, cada vez con más rigor y calidad, lástima que lleguen con treinta años de retraso. Comento un buen rato con los dependientes la desaparición de la escasez desértica de aquel tiempo en el que empecé mi tesis con una ficha (sí, de cartulina, existían, en serio, aunque ahora parezca del tiempo de Dickens) con cuatro, cuatro contados, títulos de bibliografía sobre Japón. Samurais y Mitos me llevo, el veneno de la cultura nipona es duradero. Me arranco de la caseta antes de empeñarme y llevarme la mitad del expositor.
Facultad de Geografía e Historia de la Complutense. El frío que he podido pasar en sus aulas y las pocas personas que conocí que valieran la pena. Pocas pero... muy selectas.
Hace una mañana preciosa y paseantes y lectores nos mezclamos con alegría indiferente. Me paro en una más, libros de arte. Leo títulos y más títulos, algunos de viejos profesores míos cuando eran penenes. Me doy cuenta, de golpe, a traición, de cuanto echo de menos a los pocos con los que hablar y escuchar era aprender sin esfuerzo, aquellos quienes con conversaciones sobre una monja de clausura que cuando pillaba a alguien desprevenido le aturdía con una cháchara imparable, por ejemplo, han ido cambiando mi vida, formaron las bases de mi formación y lograron mi respeto (incluso cuando me suspendían) y, lo que es más importante para mí: mi cariño. Son pocos, muy pocos, no más de tres o cuatro, ante todos uno D. José Manuel Pita Andrade, hombre a cuyas clases asistí durante tres irregulares cursos y que, todavía hoy, cuando doy una charla me doy cuenta de que tengo resabios de mal aprendiz de él. Es para mí una persona inolvidable. Lamentablemente falleció hace unos años. La profesora de arte islámico, que se pasó el curso suspendiéndome con una justicia irritante, también fallecida muy joven un par de cursos después de aquel. El de arte del s. XX, granadino y con un acento precioso pero algo complicado a la hora de coger de oído Kandinsky cuando nunca has oído hablar de Kandinsky, también muerto hará un par de años. Alguno queda vivo: la directora de mi tesis, primera persona que puso en mí su plena confianza; el hombre que me descubrió que el arte es algo más que una lista de artistas y otra de obras y pocos más. Echo de menos la atmósfera del saber, del investigar, del conocimiento sereno y humilde, el que te empequeñece por tu ignorancia y te engrandece por la conciencia de ella. Me siento desterrado de otro paraíso perdido del que sólo tuve destellos. Lágrima a punto de caer huyo de la caseta y me distraigo mirando al público.
Un matrimonio joven empuja un carrito de caseta en caseta. Quizás uno de mis mayores dolores personales sea la ausencia de descendencia y sin embargo, esa familia me enfrenta al hecho de que quizás no lo hubiera soportado. En el carrito no va un bebé sino una niña de unos nueve años. Aparentemente lo que antes se llamaba subnormal, ahora tenemos que tener los conocimientos científicos para identificar una discapacidad intelectual de otra. Amantes de los libros cuya hija jamás podrá apreciarlos, ni siquiera rechazarlos. No imagino tal dolor, nadie puede imaginarlo.
Acabo mi presupuesto con un libro de coplerío, que no sólo de Japón vive el hombre, e inicio apesadumbrado por la certeza de que jamás me podré leer todos los libros y de no tener más dinero ahorrado para este evento. Caracoleo un rato por el parque y enfilo el paseo del lago deprimiéndome un poco más. Junto a la reja se ha instalado un top manta, una sábana de gafas, otra igual, cinco iguales. Luego empiezan las de bolsos. Están colocados de modo que no te puedes acercar a apoyarte en la reja. No es el sitio adecuado y mucho menos la cantidad adecuada, un rastrillo repetitivo y estúpido, descontrolado en medio de un parque que, por definición, por histórico y delicado, debería estar vigiladísimo.
Junto a un banco una silla de ruedas ocupada por una mujer triste enfundada en una gabardina marrón. Sus cuidadoras, hablan cada una por un móvil, dándole la espalda y con gesto de odio feroz. Ella, simplemente, está. Más adelante una joven echada en el césped bocabajo toma el sol en topless y de nuevo el mercadillo chabacano y repetitivo. Más gafas, más bolsos, más gafas. Salgo a la Puerta de Alcalá e inicio el regreso a casa, como siempre lo hago en estos casos: con la sensación de llevarme a casa un tesoro difícil de evaluar.
Me han gustado estas tres ultimas entradas, Joaquin. Me gusta como narras esos pequeños acontecimientos cotidianos y los llenas de sensibilidad. Es un placer leerte, amigo.
ResponderEliminarComo no se me dan este tipo de elogios voy a aprovechar el de David que suscribo al 100%.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias a ambos, es muy halagador que personas tan sensibles y perceptivas como vosotros me digan estas cosas, voy a acabar creyéndomelas.
ResponderEliminarUn abrazo
Pequeños ataques de nostalgia, es lo que tiene ver el presente llevando el retrovisor siempre a mano.
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