Hubo un día, ya
adolescente, que su abuelo materno tuvo una larga conversación con el tras una
de las palizas paternas entre caprichosas y semialcohólicas cuyas causas nunca
quedaban claras y que eran el pan nuestro de cada día en lo que quedaba de los
hogares de los cuarenta. Manolo a menudo habla de aquella charla que vino a
resumirse en que con su padre las cosas siempre serían así pues así habían sido
con su abuelo desde el suicidio del bisabuelo; que él vería si se quedaba o se
iba pero que si se iba tenía que ser ahora, cuando aun no se había pasado a
mayores y todavía podía labrarse una vida fuera del valle.
-Pero, tenlo
presente, si te vas no vuelvas por mal que te vaya todo. No vuelvas jamás a
menos que puedas tirarles el dinero a la cara a todos. Si no, mejor dejarse
morir bajo un puente.
Así fue como
Manolo, la otra eme bordada en realce, salió del pazo en ruinas para no volver
hasta pasados más de treinta años, con unos pocos duros en el bolsillo que le
dio su abuelo, la clásica maleta de madera y un bachillerato prendido con
alfileres que se caían a una velocidad alarmante. Por entonces, entre varicelas
y catarros, Mariola aprendía sus primeras letras.
Nunca fue buena
estudiante y tampoco se la exigía ni se esperaba más de ella, pero se lo pasaba
bien en el colegio cuando podía ir, claro. A menudo, después de una de sus
enfermedades su madre decidía que le vendría bien un cambio de aires y la
enviaba con alguna de sus tías que nunca tuvieron claro si la mandaba a sus
casas para que se recuperara o para hacer de criadita barata. Cuando no era así
y pasaba la convalecencia con los suyos, su alcoba al caer la tarde se llenaba
de muchachas cargadas de libros camino de regreso a casa. Pronto, ella y las
demás, fueron dejando a medio acabar los estudios, alguna hubo que llegó a
maestra para no ejercer jamás, y las visitas a la eternamente convaleciente
Mariola se fueron convirtiendo en tardes de costura y, muy poco después, de
ajuares. Tantos juegos de sábanas para Pepi, tantas mantelerías para Luci, sin
prisa pero sin pausa lo propio para Andrea, su hermana que se eternizaba en un
noviazgo poco entusiasta desde los trece años con Fernando, estudiante a la
sazón de Derecho e hijo de los dueños de la mejor joyería de la ciudad. Por
compromiso (o burla quizás), de vez en cuando, alguna de las chicas decía
“podíamos ir haciendo el de Mariola” pero era ella la primera en reírse y dar
largas al asunto. Por eso cuando llegó el momento hubo que encargar y comprar a
toda prisa la mitad de las cosas.
Cuando Manolo dejó
la casa familiar aun faltaba mucho para toda la historia de los ajuares. La
maleta de madera era un equipaje demasiado ligero para emprender una vida y más
aún con los estudios mal asimilados de puro prendidos con alfileres aunque los
buenos oficios del párroco hubieran conseguido que los cuatro y medio fueran
seises, los seises, ochos y los escasos sietes, sobresalientes. No sé si en la
recia maleta o en su cabeza con orejeras bien orientadas llevaba también
algunas cosas como el olfato para detectar quien mandaba donde, saber cómo y
qué podía sacar de ese alguien, el servilismo vulgar ante el poder por mínimo
que fuera y un sentido innato de superioridad de clase que le permitía –y
permite- aislarse cómodamente manteniendo infinidad de relaciones sociales que
basaba oscilando entre el servilismo a la condescendencia con una peculiar y
envidiable habilidad.
No suele hablar
mucho de casi nada que no sea convencional, conveniente y previsible y por
previsible quiero decir que domina como pocos el arte de saber lo que se espera
de alguien de su edad y condición y cada palabra se ajusta a lo que se supone
que debe pensar y decir alguien como él. Más si en general habla poco aun menos
lo hace de aquellos primeros años lejos del terruño por lo que las fuentes, tan
necesarias para el historiador serio, son escasas, unas pocas pinceladas
inconexas y deslavazadas que no permiten rigor alguno. Pocas cosas se pueden
afirmar pues de ese tiempo, tan pocas como que entró en un ministerio a
temprana edad y que fue recorriendo el país de destino en destino, fugaces
referencias geográficas que poco aportan al conocimiento del personaje, ni
siquiera sus gustos pues en nunca comenta la belleza de tal o cual paisaje o
ciudad lo que deja al observador perplejo dudando si lo hace para no ofender o
por absoluta incapacidad de percibirla.
Si nos
encontráramos a Manuel unos años después, pocos antes de conocer a Mariola y ya
cercano a la treintena, nos costaría reconocerle. No se ha convertido en el
hombretón que prometía, el último estirón ha sido escaso en altura que no en
amplitud de hombros. No sería eso lo que nos haría pasar a su lado sin
saludarle sino el, por mejor decir, los sutiles pero rotundos cambios en sus
rasgos que no sólo han cobrado la firmeza del adulto sino que también una
ambigüedad expresiva que resulta desconcertante incluso en perfecta quietud.
Los ojos son mansos, dulces, inteligentes pero sin la curiosidad juvenil que le
conocíamos, inspiran sin duda confianza, o lo harían si sus labios finos no
hubieran adquirido un peculiar rictus autoritario. Si a la confianza de los
ojos traicionan destellos de ira contenida, al despotismo de su boca contradice
la sonrisa apacible, casi permanente que se borra en las situaciones
convenientes, por ejemplo: cuanto está solo.
Para terminar con
su aspecto diremos que Manuel era estas alturas un joven atildadísimo, siempre
perfecto, sin una arruga ni una mota de polvo en la americana. Si se me permite
un comentario personal diré que era casi imposible imaginarle en pijama a menos
que fuera de raso o seda y aun así las neuronas le pondrían por su cuenta una
sobria corbata.
Sin embargo, los
años habían dejado otras cosas además de las transformaciones visibles. Por
ejemplo, que por fin su padre se había volado la cabeza con una escopeta de
caza en mitad del monte como era previsible y de agradecer pues así se enteró
medio pueblo sin que nadie se llevase un susto de muerte. Recibió la noticia en
el otro extremo del país y ni siquiera intentó llegar entierro. Murió
apaciblemente su abuelo, recibió la noticia destinado a apenas seis horas de
tren de los cincuenta pero tampoco hizo nada por acudir a despedirle. Como
tampoco movió un dedo para ir a las bodas de sus hermanas. De hecho, nuestro
hombre ni siquiera contestaba a telegramas, cartas urgentes o invitaciones, no
de un modo especial al menos. Le bastaba la carta semanal del jueves cuya tarde
dedicaba a la correspondencia sin fallar una, aunque lo parezca no era tarea
baladí pues en cada uno de sus breves destinos oficiales había trabado diversas
amistades. Curiosamente, nadie de su edad había pasado a engrosar la lista de
quienes recibían sus atenciones de los jueves por la tarde, todos los miembros
de tan selecto grupo eran mayores y… mejor situados, ah, casi se me pasaba por
alto que tampoco encontraríamos en sus cuidadas cartas de caligrafía perfecta y
lamentable ortografía ninguna mujer, excepción hecha de sus hermanas y un par
de venerables y casi ancianas viudas de algún difunto jefe directo suyo que
conservaban aun buenos contactos y recibían cartas mensuales de aquel joven tan
atento.
Observémosle “in
illo tempore”, un jueves por la tarde a la vuelta del trabajo en la habitación
de la pensión, sentado a la pequeña mesa, envuelto en un batín, aun con la
corbata perfectamente anudada comprobando a quien toca responder y a quien
escribir sin esperar respuesta. Letra picuda, armoniosa y legible, un gozo de
ver con sus renglones perfectos –escribía sobre un papel recio donde había
rotulado poderosas rayas negras que se dejaban ver a través de casi cualquier
papel-, sus márgenes –literalmente- trazados con tiralíneas, su firma
artificiosa y clara con un trazo final que medio tachaba elegantemente el
nombre, esos sobres modélicos con los sellos perfectamente encuadrados. Lo
dicho: un verdadero placer estético… con faltas de ortografía.
El resto de su
tiempo libre solía salir a divertirse con compañeros de trabajo y edad, no sé
como pues no le gusta el cine, ni el teatro, ni leer, bebe por compromiso con
una moderación excesiva y los toros y el fútbol eran y son para él poco más que
algo para participar en las conversaciones de los compañeros del trabajo. Lo
que sí sabemos a ciencia cierta es que pasaba mucho tiempo en la iglesia, no sólo
en las misas de domingos y días de precepto, sino también muchas horas sentado solo
en los bancos meditando. Allá donde iba buscaba un director espiritual, casi
siempre el capellán del centro oficial donde iba destinado, con quien confesaba
de dos a tres veces por semana escrupulosamente.
Así las cosas le
destinaron durante un par de años a la oscura y opaca ciudad castellana donde
Mariola ya había abandonado los estudios y se dedicaba a reponerse una y otra
vez, en el tiempo que le quedaba libre seguía el eterno juego de ajuares y ya
iban empezando a aparecer canastillas con primores para los retoños de las
amigas más lanzadas. Una ciudad más para Manolo que se apresuró a presentarse
al capellán y hacer con él una confesión general de su vida de soltero casi
treintón; seguramente algo más le confesó a este sacerdote que no había dicho a
los otros o simplemente le pilló en un mal día. El caso es que le negó la
absolución y le aseguró que estaba condenado si no había una seria enmienda en
su vida. Cuando se lo oí contar me parecía estar en otro siglo pero no, era el
XX e iban a empezar los sesenta o ya habían empezado. No me resultó difícil,
sin embargo, imaginar el impacto en aquel hombre de casta de suicidas de
semejante afirmación pues aun muchos años después se perturbaba profundamente
al comentarlo palideciendo y bajando la voz hasta el susurro.
No creo que ese pecado sea el gran secreto de nuestro hombre. Los curitas de asustaban por nada en aquellos tiempos.
ResponderEliminarEspero que la siguiente entrega llegue pronto que te haces mas de rogar que la nueva temporada de Mad men.
Un abrazo
Es que no veas ni la movida que he tenido encima ni lo que me está costando "parir" a Manolo.
EliminarHe tenido que retomar el final de la publicación anterior, a ver si la siguiente no se demora tanto, o tendrás que hacer un recopilatorio.
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