Esto es un juguete pero el de mi casa era exactamente igual.
Rainer Maria
Rilke dijo algo que siempre me ha parecido aterrador: “La patria de un hombre
es su infancia”. La verdad es que no sólo me ha parecido aterrador sino una
solemne majadería. Sin embargo, estos días me estoy encontrando, o estoy viendo
por primera vez después de tenerlos delante de las narices toda la vida, que la
gente no llega a salir nunca del lugar, el ambiente, la clase social y hasta de
pautas de comportamiento sociales de su infancia, hasta el punto de,
prácticamente, negar la realidad o, peor aún, trabajar contra ella. El ejemplo
navideño me viene de perlas pero, desgraciadamente no es el único: personas que
hablan de lo bonitas que eran las navidades de su infancia, algunas sin nada
que comer o con un arenque a palo seco, de lo bien que se lo pasaban y se
quedan en eso, en el lamento por el
pasado perdido. Personas sanas (bueno, todo lo sano que está alguien hoy día, o
sea, no mucho), con hijos y nietos sanos, alegres (No hace falta que sean
nietos, no me remito a personas de “cierta edad”, es más genérico que todo eso)
que no sólo se enclaustran pensando en lo rico que estaba el pollo del año 67
que asó su abuela, o en lo bien que lo pasaron la Nochebuena del 95, sino que
sabotean con saña la actualidad. Un querido bloguero decía que en Madrid vivía
exilado de su tierra, lo que resulta alarmante dada la edad y el tiempo que
llevaba viviendo en Madrid. Deduzco pues que si la patria de un hombre es su
infancia, su vida será un perpetuo exilio.
Podría
llegar a entenderlo en las infancias felices, esas que aparecen en los cuentos,
las películas o que incluso es posible que existan, sobre todo por la tendencia
innata a idealizar el pasado, pero no en las infancias dominadas, y hablo de
casos muy cercanos a mí, por las palizas, el hambre, el alcoholismo, la miseria
y el desprecio. La inmensa mayoría de la gente cuando habla de “mi casa” se
refiere a la de su infancia. El desgarro que supone, que me supone a mí, oír a
mi gente decirlo no es expresable. Todo lo que haya logrado, el respeto, la
seguridad, los hijos –o sea, yo- la misma propiedad material, nada es sentido
como propio. “Mi casa”, es una jaculatoria letal para la realidad. Tu casa es
esta, la otra donde te quitaste el hambre a bofetadas, donde te consideraban
enferma mental, donde te daban un día sí y otro también palizas mortales, de
donde tuviste que escapar, esa ni siquiera existe. Pero para ellos lo que no
existe es esta casa, donde se les quiere, se les respeta, donde están sus
hijos. Nada de eso tiene valor. A veces parece que ni existimos. Sé que no es
una experiencia única –espero que no lo sea pues sería asunto grave- pero sí
que es demoledora para el último eslabón de la cadena, o sea yo. En resumidas
cuentas que va a resultar que es cierto, que la patria de un hombre es su
infancia y el resto exilio.
Mi
patria es pues un tiempo oscuro y frío. Tiempo de enfermedad y, sobre todo, de
dolor. Miento. Lo que dominaba mi patria y queda como souvenir no deseado es el
miedo. Miedo profundo, difuso y continuo.
Mi infancia transcurrió en una lucha por la supervivencia más estricta a
causa de la enfermedad que me convirtió en una criatura frágil, enfermiza y
aterrada ante los tratamientos dolorosos a los que nos sometían a las víctimas
de la enfermedad. Cualquier cosa hasta al menos los ocho años podía llevárseme
por delante de modo que, por miedo al contagio y para evitar enfriamientos, fue
una patria solitaria. Un desierto frío, oscuro y doloroso. Junto a la cocina de
carbón para no enfriarme, esperando al practicante (siempre esperando el dolor
inminente) jugando con mis soldaditos, oyendo la radio que ponía mi madre, solo
con ella. Anoche lo descubrí: esa es mi patria. Llegué a esta aceptación de la
frase del poeta pensando en la causa de mi pasión peterpanesca por la Navidad.
Era en estas fechas cuando entraba un poco de luz en mi patria. Cuando se ponía
el belen, que veía muy poco pues estaba en el salón más frío aun, se oían
villancicos, llegaban felicitaciones bonitas y un día, embozado hasta no poder
moverme me llevaban a ver juguetes para la carta a los reyes. Uno de mis
primeros recuerdos es un luminoso en la esquina Arenal-Sol en el que con
bombillas habían hecho las siluetas de los tres reyes. Luego la mañana de
Reyes, los regalos, y mis tíos y primo viniendo a comer, la única visita
navideña que tenía. Solía acabar el día con fiebre y anginas, era demasiada
frivolidad para que no lo pagara como he tenido que pagarlo todo: enfermando.
Esa era la única luz que entraba en mi patria, supongo que por eso intento
recrearla en la medida de mis posibilidades. Sólo hay una diferencia con los
demás: yo no añoro ni el frío, ni la oscuridad, ni la ignorancia, mi exilio es
un exilio dorado al que me han acompañado desde entonces dos viejos enemigos:
el dolor y el miedo.
Tal vez, en estos momentos, lo digan para inmunizarse ante lo que estamos viendo y cómo tendremos que vivir a partir de ahora, una regresión en toda regla al pasado más triste y gris.
ResponderEliminarSi fuera de ahora lo podría admitir pero es proceso que vengo advirtiendo desde hace tiempo. Además parece ser que fue en ese tiempo al que parecemos encaminarnos cuando se lo pasaron tan bien en Navidades, quizás sea eso lo que echan de menos, y no me gusta decirlo.
EliminarUn abrazo
No todo el mundo tiene la fuerza necesaria para enfrentarse a un pasado duro. Quieren creer que fué de otra forma y se aferran a esa idea. Tampoco creo que no aprecien el presente es que no tienen que defenderse de el. Digo, yo.
ResponderEliminarAnimo que ya vienen los Reyes.
Cierto, se tiende a idealizar el pasado, entre mis muchas taras está también la de ser incapaz de hacerlo. Del presente nadie puede defenderse, podemos, si acaso, alterarlo para que sea menos hostil, a veces basta una sonrisa, o un caramelo, o una palabra amable, sé que parece un tópico, pero es cierto. Por desagradable que sea el momento, una mano en el hombro, un cumplido o una sonrisa hace que no nos deje malheridos. Y al revés, por supuesto.
EliminarUn abrazo