“Cuando, gracias a los chubascos del atardecer de finales de
verano, resbalan por la superficie de las hojas del loto unas perlas líquidas
y, bruscamente, la brisa estimula los oídos con el susurro de los carrizos, ya
se anuncia el paso de los amarantos a los otoñales crisantemos. Y después,
cuando las hojas de los arces son vencidas por las lloviznas, es señal de que
se aproxima el final del año, la época de acercarse a contar los brotes del
ciruelo, visibles hacia el solsticio de invierno, que habrán de florecer poco
después. Es la época de más frío, cuando a veces hay que taparse la nariz por
el abono con que se alimentan los árboles
más viejos y se aprecian las frutas encarnadas, del tamaño de una perla,
de la nandina y del yabukoji, especialmente hermosas sobre un fondo de nieve.
Es entonces cuando más se valoran esos placeres sencillos que trae el invierno:
una taza de té verde muy caliente, la contemplación de flores como el narciso y
el adonis, dispuestas en la estantería de cualquier cuarto de estudio. Después,
sin darse uno cuenta, estas flores empiezan a marchitarse. Es la señal de que
ya estamos en el equinoccio de primavera, el tiempo de separar las raíces de
los crisantemos y de enterrar las semillas. Para un aficionado a la jardinería,
son los días del año que más rápido vuelan. Por muy ocupado que uno esté en
recibir y despedir a cientos de flores que se abren y luego se marchitan, los
ojos no dejarán de alegrarse en algún momento viendo las copas de los árboles
henchidas de fresco verdor y, poco después, de ensombrecerse ante la llegada de
la temporada de lluvias, a comienzos del verano. Las mañanas, marcadas por la
caída de las ciruelas maduras ceden el paso a las tardes cuando las hojas del
árbol de la seda se recogen para dormir. Y, en medio, el sol ardiente de pleno
día enciende la flor del granado, pero abate y derriba la las flores de la
trompetilla. Y, cuando todo debería estar en calma, las voces de los grillos
alborotan las tinieblas, como hebras ruidosas agazapadas detrás de las plantas
acuáticas perfumadas por el rocío de la noche.
Verdaderamente, el paso de las cuatro estaciones no es otra
cosa que la sucesión de las páginas de una antología de poesía japonesa.”
Nagai Kafu “Geishas rivales” 1917
La reflexión-descripción del devenir de un jardin y la veneración a las flores es algo propio de todas las formas de la cultura japonesa, por tanto perdernos en ella cuando estamos leyendo una novela japonesa no es especialmente extraño ni en absoluto novedosso. Aquí el autor, sin embargo, de un giro inesperado. Nagai Kafu era un hombre que, según propias palabras, sólo conoció el mundo de las cortesanas, geishas en su Japón natal y ya sabemos lo que implica cortesanas en occidente. Quizás sea por eso por lo que inicia el párrafo siguiente con un cínico "la vida imita al arte" a la japonesa que no deja claro si es una burla a los tópicos literarios -teoría por la que me inclino- o una expresión más de adrmiración dado el gusto de la cultura japonesa por domeñar casi salvajemente -caso bonsais- las formas de la naturaleza. En cualquier caso un verdadero deleite.
Yo encuentro en la contemplación japonesa de la naturaleza un fenómeno literario exquisito. Buscare a este autor. Saludos.
ResponderEliminarTienes toda la razón y no sólo como fenómeno literario sino en general en todas sus manifestaciones artísticas. Creo que de este autor tan sólo hay otra obra traducidad. SI te interesa el tema echa un ojo a mi otro blog Japón en las venas.
EliminarEl nombre completo del blog es http://lci20159-japonenlasvenas.blogspot.com.es/
EliminarYa ves, y entre nosotros, hablar del tiempo es un recurso muy desprestigiado.
ResponderEliminarUn abrazo
ÚItimamente está desprestigiado toda forma de comunicación que no sea a través de móvil o cosa parecida. Lamenteibol.
EliminarSi partimos de la base de que el trono imperial se denomina trono del crisantemo, ya tenemos n buen punto de partida, para ellos nada es circunstancial, todo es producto de una extrema ritualización y reflexión.
ResponderEliminar