“Luxación: dislocación de un hueso”
“Dislocación: Desplazamiento anormal de una articulación o un hueso”
Nina
nació en un pueblo profundo de la Castilla profunda en un tiempo profundo con
luxación congénita de cadera que no se trató hasta que fue tarde y, ya adulta,
la operaron con resultados más que aceptables, dadas las circunstancias. Al
caminar se balanceaba, si no se concentraba en evitarlo, con un amable
movimiento de barquita fondeada en puerto apacible.
Nina no se llamaba Nina, ni
Angelina, ni Cristina, ni Argentína, no. Su origen era demasiado profundo como
para tales sofisticaciones. Se llamaba como su madrina de bautismo: Saturnina.
Como en su pueblo, con nombre de pedrusco –en serio- , no dejaba de haber un
punto de cursilería cuando se trataba de las hijas de los fuerzas vivas como el
tendero, lo que entre jornaleros hubiera pasado casi desapercibido entre
Sandalios, Venancias y Eufrasios o que en los madriles de corrala hubiera sido
algo así como “La Satur” no era asunto menor entre las hijas del boticario, del
Sargento o del médico, del alcalde no diremos nada por aquello del tipo de
alcaldes de aquellos tiempos. Asía que nuestra jovencita optó por hacerse
llamar Nina y ¡ay de quien usara su nombre completo! Pues era ya desde niña
mujer digna del temperamento tópico de las mujeres de su tierra, o sea ni
siquiera de armas tomar sino más bien de armas rendir directamente por pura
supervivencia.
Hízose
Nina moza de carnes apretás y preciosas manos que ocupaba en rezos y oraciones
varias y diversas con la decisión de entrar en el convento de Carmelitas del
pueblo. Hubiera sido un error como ya se verá en algún momento, según propia
confesión, se dio cuenta, y al contarlo ponía expresión beatífica y grequiana ,
de que no “tenía vocación, sino ilusión”. De lo que sí tenía vocación y
aptitudes era de maestra y maestra se hizo.
Cuando
uno escribe el término “maestro/a”, que nunca será lo mismo que “profesor” pues
se es profesor de algo, matemáticas, latín o cocina polinesia. Sin embargo,
cuando se es maestro no hay que especificar más, como mucho “maestro de
escuela” –a la castiza “maestroescuela” término que solía ir precedido por la
locución “pasa más hambre que un”-, o también aquella otra matización me temo
que ya casi olvidada “Maestro de primeras letras”, es decir: aquel que nos
abrió por primera vez las puertas a todos los mundos posibles e imposibles. Sin
embargo, ser maestro precisa tanta o más vocación que entrar en clausura y no
todos quienes ejercen de tal la tienen. Los unos por que es carrera corta,
otros por sacar plaza funcionarial, sueño dorado del íbero medio desde el
fabricante de peinetas de la Dama de Elche y otros por qué no saben qué hacer con
una carrera acabada y de trabajosa salida, la mayoría de quienes osan ejercer
de maestros carecen de vocación, ganas y capacidad. En suma, que no son sino
gente que da clases a los que hay que llamar de algún modo y por no usar
términos feos, como los que se usan cuando un cardiólogo opera sin título, se
les ha dado en llamar maestros. No era el caso de Nina, maestra nata y neta
incluso con ese regusto a puchero demasiado recocido que aparece en cuanto se
topan dos de su especie, incluso con ese punto de superioridad ejemplificante
de fuerza viva en los que no ejercen en las grandes ciudades. Nina era toda una
maestra que sacó brillantemente la oposición y fue destinada a otro pueblo de
la Otra Castilla Profunda, pero éste con nombre de hortaliza –en serio- donde
se acopló bien y estuvo el tiempo suficiente para lograr el traslado a cierta
pequeña ciudad de apellido regio donde asentó sus reales con vocación de
permanencia.
Ya dijimos que, de moza, era de
carnes apretás y manos bellísimas. Lo que no dijimos, empero, es que, según la
mocedad fue avanzando Nina fue, a pesar de su evidente defecto físico,
convirtiéndose en toda una mujer y alrededor de los treinta era una suma de
elementos que daban un resultado algo más que peculiar. A sus manos
hermosísimas de dedos largos y finos había añadido unas uñas pintadas de rojo
sangre a las que dedicaba sus mejores esfuerzos y una movilidad expresiva en la
que jugaba con articulaciones que no recordamos tener; a sus carnes que calificamos
de apretás como mejor forma de definirlas y gracias a los esfuerzos de
compensación de su cuerpo aun se habían apretado más, pero no pongamos méritos
a los esfuerzos y olvidemos los dones que la genética o la naturaleza le
concedieron. Por empezar por lo más evidente hablemos de pechos (o como diría
ella “de tetas”), no es que fueran grandes sino perfectos, firmes, retadores y
simétricamente semiesféricos, ella lo sabía y, dado que esa tersura se
prolongaba hacia arriba dibujando un espléndidamente amplio escote –pues era de
hombro necesariamente ancho como quien ha llevado bastones muchos años- que
ella mostraba algo más que generosamente. Sí, Nina conocía sus encantos y sabía
sacarles partido. Cuello robusto, sin torneados ni delicadezas vestigio sin
duda de los orígenes labriegos de sus genes. Ojos negros, pequeños, inquietos,
avispados, pícaros, observadores y, sobre todo, expresivos, incluso demasiado
expresivos. Resumiendo: una mujer de buen ver que no pasaba desapercibida, es
más, era imposible no verla pues, sobre esos cambios físicos había habido otros
menos visibles pero mucho más evidentes. Alrededor de los treinta Nina era atea
militante, comunista, anticlerical y feminista, todo ello con un explosivo
grado de virulenta beligerancia; eso sí, sólo en los ámbitos al margen de
aquellos otros en que formaba parte de las fuerzas vivas del lugar. Nadie como
ella sabía dejarse ver en la misa justa con más público o lograr el mejor y más
visible sitio para ver la procesión. Al fin y al cabo corrían los años de la
Transición y no era tan infrecuente como podría resultar para una mente lógica
encontrar en una misma cartera el carnet del Partido y el de Guerrillero de
Cristo Rey, así que Nina y su actitud no resultaba tan fuera de lugar, sobre
todo en alguien como ella con una intensísima vida social pues no había tarde
en que no estuviera invitada a un café, un cumpleaños o cosa parecida, incluso
a escuchar los progresos de la niña de turno al piano con el “Para Elisa”.
Resumiendo, su vida, estudios,
traumática y dolorosísima operación, larga rehabilitación y acoplamiento a los
pequeños mundos donde su trabajo, le
habían dado un innegable estoicismo capaz incluso de oír el “Para Elisa” sin
subirse por las paredes. A eso y los
dolores pertinentes, que siempre se obvian en los relatos o hasta en la propia
historia, se había reducido su vida, lo que, quisiera o no, era un problema
para un temperamento expansivo, pasional, explosivo y sonoro como el suyo. En
suma y resumiendo de nuevo de un modo un tanto brutal: Nina era una soltera a
los treinta cuando a los veinticinco toda su quinta estaba casada y
requetécasadas, pero eso es casi asunto secundario si se le añade un matiz que
era la naturaleza volcánica de su sexualidad. Nunca mejor empleado el término.
Nina rezumaba sexualidad por cada poro a chorros, pero no sólo sexualidad
explicita –su castellano purísimo colaboraba bastante en hacerla evidente-,
sino también una sensualidad que, por poner una analogía, era como un vendaval
que llegaba con ella allá donde estuviera pero no sólo en su persona sino que
te envolvía irremediablemente.
Entraba precedida por su perfume, no
es que se lo administrara en grandes dosis sino que elegía aromas muy potentes,
opacos, dulces umbrosos, perfumes de harem que se mezclaban con el de los
polvos de maquillase que le daban una casi imperceptible blancura en su cutis
desmentida por el color antiguo y sano de campesina. Las uñas largas y
cuidadísimas adornaban aun más esas manos preciosas, grandes y fuertes, los
años de muletas las habían fortalecido y, quizás, ensanchado pero en absoluto
deformado. Pequeños toques en los ojos y los cuidados colores del carmín para
resaltar los no muy carnosos labios completaban su imagen, como vemos, muy
cuidada pero en el punto exacto en el que sólo se percibía que no se
descuidaba, nada era excesivo, quizás, el conjunto que, de por sí expresivo
terminaba por resultar explosivo o, para ser más exactos, expansivo pues ella
lo llenaba todo, cualidad valiosísima en su trabajo y, desde luego, nada
despreciable en las relaciones, al menos en las sociales, y mucho menos cuando
se ha sido de jovencita la menos visible del pueblo.
Vamos así acercándonos un tanto
peligrosamente al asunto que caracterizaba mayormente a nuestra Nina y que es
tan fácil y contradictorio que se puede
definir con tres palabras, como el bolero: evidente solterona incandesdecente.
Evidente por que nohcias el menor esfuerzo por ocultar ni su desesperación por
encontrar marido, novio o amante, ni dejaba de pregonar a voz en cuello,
supongo que por estar acostumbrada a tratar con la chiquillería de sus clases,
que ella era “Señorita y no como otras”, o sea: virgen. Eufemismo extraño en
ella que usaba el castellano casi íntegro con todas sus barbaridades
correspondientes. Solterona y no soltera por el empecinamiento , que rozaba lo
salvaje, en sostener que no necesitaba un hombre para nada, así no tenía que
preocuparse de si se había lavado o no. ¿Qué era contradictorio con su piar
continuo por un novio? Pues sí, pero no creo que nadie haya buscado coherencia
en el animal humano y menos aún en estado de celo y, por si fuera poco, celo
insatisfecho. Si a “evidente” y “solterona” añadimos sus ya mencionadas
sensualidad y sexualidad enjauladas lo de “incandescente” no parece requerir
más explicación.
Estupendo Joaquinito. Cuántas mujeres conocidas me vienen a la memoria. Con y sin luxacion que a veces todo está en el coco.
ResponderEliminarUn abrazo
Espera a leer la segunda parte de la historia que tiene su aquel e incluso su aquelotro.
ResponderEliminarUn abrazo