Coincidimos
con ella muchos años en el típico pueblo levantino de vacaciones. El sol y el
agua, decían, eran buenos para huesos y dolores varios, era evidente que aunque
su operación había sido un éxito siempre quedan flecos que, decían, se
aliviaban con baños de mar y demás. Era
Nina pues mujer de desplazamientos cortos y con poca carga, creo que nunca
llegó a conocer el tan inevitable como insoportable paseo marítimo. Vivíamos a
unos cinco minutos de la playa y raro el día que era ella quien cargaba con su
silleta y su bolsa de paja con el bronceador de zanahoria, una pequeña toalla
y, si acaso, una revista. Unas gafas de sol grandes y un sombrero de turista
inglés borracho era todo su equipaje; poca cosa realmente y estudiada para su
capacidad de, pues aun así nunca le faltaba quien le llevara tan leve carga.
Nina en el mes anual que pasaba allí y en el espacio de apenas un par de
manzanas de casas de un par de pisos como mucho logró establecer una sociedad
bien trabada compuesta tanto por veraneantes de los del “quiero y no puedo”
como por autóctonos de los de “tengo poco pero que se vea” que poco o nada
tenía que envidiar a la de cualquier pequeña ciudad en la que era el perejil de
todas las salsas así que ni siquiera tenía que pedir el favor de que le echasen
una mano –innecesaria como demostraba cuando se presentaba la ocasión-, siempre
alguien al pasar por la puerta de la casa donde alquilaba una habitación se
paraba “¿Está Nina?, ¿Te vienes? Daba igual que fuera un par de solteronas
decrépitas, una proba madre de familia o un adolescente enviado por ésta.
El caso es que cuando Nina se volvía
a su casa, durante unos días esa diminuta sociedad quedaba descabezada, sin
referencias; menos mal que no tardaba en aparecer a primeros de agosto Antonia
que, en otro estilo, ocupaba ese espacio.
Pero volvamos a nuestra Nina que
apenas se sentaba en casa, la playa o a tomar el fresco por la tarde sacaba un
minineceser y procedía a un repulido con pinzas, rimmel y poca cosa más ya que
podía durar horas si estaba sola, pero si estaba charlando era otra. Sonora que
no escandalosa, salvo su carcajada un tanto cazallera, gesticulante, se podría
decir de ella que hablaba con la palabra justa y contundente del castellano
viejísimo como sus manos que no solo se deslizaban ampliamente en el aire sino
que tocaban. Sí, tocaban, en general se tocaba un pecho, acariciaba un
antebrazo, te tocaba un hombro, una mano, volvía a uno de sus muslos o a tu
cogote, todo con una carnalidad carente de sexualidad pero que denotaba su
cualidad casi esencial, la de mujer volcánica en el sexo y apasionada en lo
demás hasta extremos difíciles de imaginar. A veces mientras desarrollaba un
ardiente discurso comunista con una mano alzada remarcando tan altos ideales,
con la otra se acariciaba un pecho, lo sopesaba o resaltaba marcándolo bajo la
ropa, recreándose táctilmente con su firmeza. Era complicado para algunos
hombres seguir la arenga, otros en cambio nos quedábamos bastante indiferentes
pues no lo entendíamos como una provocación sino más bien como acto reflejo de
carne insatisfecha, o no tanto. Veamos y maticemos. La virginidad predicada
–“Yo soy Señorita, no como otras”- no queda puesta en duda por alto tan público
y, sobre todo, notorio, de las masturbaciones de Nina. No es que fuera
parloteándolo –cosa que seguramente hoy sí haría- sino por qué de vez en cuando
un grito aterrador cruzaba la noche atravesando patios y zaguanes. Ella decía
que era a causa de las pesadillas con su operación pero las casadas mal
pensadas y los experimentados que gustaban de sentirse objeto de deseo,
reconocían las agonías del orgasmo, sin más comentario que una sonrisa cómplice
e indulgente pues, “pobre Nina, con lo que vale y soltera”.
Hay
que reconocer que la soltería de Nina ha sido y es una de las peor llevadas de
la historia. Ciertísimo es que no había motivo algo para que a sus treinta y
pocos –edad provecta para estos menesteres en los primeros setenta- no hubiera
encontrado al menos un novio aunque hubiera salido mal, más no era el caso. Su
único fallo era la cojera pero ni era tan excesiva ni la inhabilitaba para
nada, es más, cuando se lo proponía casi desaparecía. Sensual, buena
conversadora, bastante más culta que la media del maestro, con unas habilidades
sociales que muchos quisieran para sí y en absoluto mal parecida; casa propia
con perspectiva de herencia de tierras, independencia económica, en fin, que
reunía bastantes más atractivos que defectos. En cuanto a su proverbial mala
leche que la tenía y mucha, se quedaba tamañita junto a la de su Santa Madre
que añadía una refinada crueldad con más de bestia de carga que de humano, o la
de su hermana con cuyas voces temblaban las tejas y tenía brazo para desnucar a
un gañán de medio revés. Vamos, que no había un porque para esa soltería que
tenía tan poco de Doña Rosita como de cualquier otra de las “delicadas”
heroínas de nuestra literatura, incluidas las hijas de Bernarda Alba. Por
decirlo de un modo suavizado, muy suavizado, no hubo soltería peor llevada que
la de Nina, en su descargo hay que decir que no se tomaba la molestia de
disimularlo, era una rabia tan pregonada como su “señoritez” y con tal
naturalidad que acababa haciendo reír a ella la primera. A veces, sólo a veces,
se dejaba ver una cierta hiel de soledad más profunda ante la que la audiencia
callaba o cambiaba de tema e incluso algunos extrajimos enseñanzas vitales.
Recuerdo, ya en lo personal, dos comentarios que nunca he perdido de vista en
mi gobernanza íntima. El primero se deslizó, como quien no quiere la cosa, en
una conversación banal de tertulia de vecindones tomando el fresco sobre
celebraciones y regalos. Sostenía Nina que ella nunca regalaba nada “por
cumplir” y, en cuanto a lo de asistir a las ceremonias:
-No
voy a bodas por que no he ido a la mía y a los bautizos y comuniones por que si
no he ido a los de mis hijos ¿A santo de qué voy a ir a los de los demás?
Cuantas veces he desoído tan sabio consejo
y he acudido endomingadito y formando parte del pequeño rebaño multicolor de
invitados he tenido motivos más que sobrados de arrepentirme y de recordar las
palabras de Nina.
El otro comentario era y es incluso
hoy de una dureza brutal por ser de un no menos bestial realismo.
-Verás
–decía-, ahora todos dicen cosas como “pobre Nina, con lo maja que es y que lo
le salga novio”, “no sé por qué pues no puede ser más salada. Imagina que, por
un milagro, me sale un novio de esos en condiciones ¿Sabes que dirían? “¡Coño
con la coja, que maña se ha da pa trincarlo!”
El caso es que un verano Nina llegó
florecida. El milagro había ocurrido y tenía un novio desde hacía unos pocos
meses. No había podido ir con ella todo el mes pero iría a verla el puente de
la Virgen, lo que dio pábulo a sonrisitas e incredulidades soterradas. Era un
inspector del ministerio que se había fijado en ella durante una de las visitas
al colegio, y ella se había enamorado. Nunca se la vio más preocupada por su
aspecto, ni más ocupada en su arreglo ni había manera de que dejara de hablar
del noviazgo. Incluso de cosas que para la inmensa mayoría resultarían como
mínimo inapropiadas, yo era caso aparte: veinteañero, universitario, progre,
gordo, granujiento y extremadamente difícil de escandalizar, si algún don tuve
a esa edad era el de verlo y oírlo todo con un grado de normalidad que
desgraciadamente los años me quitaron. Quiero decir con esto que Nina me
soltaba cosas, literalmente:
-Mira,
metérmela, no me la mete pero nos echamos juntos en la cama, desnudos y
charlamos pero es más bien cafetero pues no le interesan demasiado mis tetas,
ya te digo, nada tetero –si el comentario era de gusto algo más que dudoso no
dejaba de tener gracia en aquel contexto de felicidad que en realidad no era
tanta como podía esperarse de un primer amor y, desde luego, como ella hubiera
esperado.
Dudo
mucho que Nina soñara con Príncipes azules e historias tipo la Sissí
cinematográfica pero, desde luego lo que nunca esperó es que junto a ese
“enamoramiento” –quizás con algo de última tabla de un naufragio, pero
enamoramiento al fin y al cabo- se le despertarían, a ella, mujer fuerte y
segura, curtida y acostumbrada a lidiar con la zona menos fácil de la vida
todas las inseguridades, los miedos, la conciencia de sus deficiencia que, de
repente se le había agigantado desmesuradamente. Nuestra arrolladora reina de
sociedad –de esa sociedad estival de cuatro manzanas- se había deshecho en una
trémula doncella temblorosa cual vulnerable y hasta cursi con los preparativos
de una boda que daba por hecha y que, todavía, nadie le había pedido.
Por
entonces en cuestión de comunicaciones sólo teníamos el hoy casi olvidado
teléfono fijo de baquelita y no todo el mundo. La casa donde se alojaba Nina sí
lo tenía, en el salón, en una esquina en un estante que era un cuarto de
círculo encajado un poco por encima de los ojos para que cupiera con holgura la
mecedora bajo ella. Cierto que era espacio más indicado para colocar una Virgen
del Carmen, de tanta devoción en el lugar que para un teléfono pero no lo es
menos que ocupaba el centro geográfico de la casa y, por tanto, el más cercano
a todos los huéspedes. Por lo visto, como inspector que ni siquiera tenía su
base en el lugar de regio apellido, tenía que viajar mucho y ni siquiera podían
verse todas las semanas. Estaban pues acostumbrados a que él llamara desde
donde estuviera, una especie de cita que acababa con un “te llamo el martes a
tal hora”. Así que sus relaciones no iban a alterarse demasiado. Eso sí, ver a
Nina el día que tocaba llamada era todo un espectáculo que comenzaba en horario
de matineé. Esa maña no iba a la playa, se lavaba y teñía el pelo –no lo tenía
tan largo como para ponerse rulos-, elegía el modelo que ponerse, se pulía y
pintaba las uñas aun más meticulosamente, cambiaba de idea sobre el modelito, o
incluso se acercaba a la mercería a comprar otro al que tenía que meter el bajo
y repasar la sisa a toda prisa, labores para las que siempre aparecía alguna
amiga dispuesta. Eran vestidos alegres, floreados –frente a los “sufridos” de
antes del novio- que combinaba con los pendientes cambiándolos una y otra vez,
con algún que otro viajecito al estanco donde, por supuesto, no sólo vendían
pendientes y demás bisutería sino chales, sencillos vestiditos y, cómo no,
huevos frescos. Si se acordaba de comer, en la sobremesa en el patio y con un
pequeño espejo de mano comenzaba su proceso de maquillado –estucado lo
llamábamos ella y yo en broma- con gamas y matices de colores en su cara que,
como mucho, necesitaba agua fresca y un toque de carmín, creo que menos
pestañas postizas y añadidos en el pelo no podía hacerse más. A las cuatro en
punto Nina recogía todo su arsenal y se asentaba ya en la mecedora y ponía el teléfono
en su regazo a esperar una llamada que nunca era antes de las siete, como él le
había dicho. Sonriente, nerviosa, como una quinceañera de las de antes a quien
todo el mundo miraba con una alegre ternura, un “por fin, la chica lo vale” y
hasta nos quedábamos un rato haciéndole compañía aunque ella tuviera la cabeza
en otro sitio. Había un poco de aire festivo en torno a ella esas horas de
espera, casi todo el mundo que era alguien en esas cuatro manzanas pasaba un
par de minutos a saludarla pues esa tarde ella no salía. Era, salvando no
muchas distancias, como una novia que esperara que vinieran a buscarla para
llevarla al altar. Claro que las tardes de verano son muy, muy largas y las
siete de la tarde rara vez son las siete de la tarde. Si había suerte las siete
se convertían para la llamada en y cuarto o y media; no solía haberla. A veces
eran las ocho y media, otras, las diez o, sencillamente, no sonaba el teléfono
en toda la tarde. La cosa solía acabar con lágrimas tras pasar por impaciencia,
preocupación, ira rabiosa hasta llegar a eso de la medianoche a la
autocompasión comprensiva que de haberse podido formular con palabras se
articularía en algo como: ¿Cómo un hombre como él se va a interesar por mí,
coja, poca cosa y moza vieja”. En Nina se leía casi todo con una sola mirada y
a esas horas el rostro enrojecido, bañado en incontrolable llanto, hipando y
casi sin poder articular palabra era algo más que un libro abierto.
Durante
uno o dos días después Nina languidecía, triste, pero sin dramas. A quienes
consideraba sus amigas “de peso”, es decir las pocas que poseían un cierto
grado de sensatez confesaba durante esos días que no podía entender, ni en sus
mejores momentos, como un hombre como él podía estar con ella, con su
minusvalía y sin ser una belleza. Todas las inseguridades y dudas de una
adolescente enamoradiza aparecían ahí, potenciadas por los años y el
temperamento. En fin, que cuando la llamada no llegaba entrábamos –por que a
todos arrastrana, algo que suele pasar cuando se quiere a alguien, o pasaba,
que ahora ya lo pongo en duda- en una montaña desbarajuste anímico con tintes
trágicos. Lo bueno era que todo cambiaba de golpe cuando, tres o cuatro días
después se recibía la llamada y ya teníamos de nuevo a nuestra Nina en su
plenitud de doncella ennoviada.
A fuer de ser sincero a más de uno de sus
amigos estivales aquel novio fantasma no dejaba de parecernos más fantasma que
novio, más nos hubimos de comer nuestras aviesas sospechas con patatas asadas
con aliloli pues llegado el Puente de la Virgen apareció como había prometido.
Eso sí, había ciertos matices que, digamos, no terminaban de encajar. Cuando su
novia decía “un hombre como él” parecía poner la E en mayúsculas ya que los
ojos en blanco sí que los ponía en pleno éxtasis y expresiones semejantes lo
que queriendo o sin querer quien más quien menos se había forjado la idea de un
cuarentón de esos que las mujeres definen como “interesante” . “Un hombre como él”, dicho así, al borde de la
levitación, tiene la obligación de ser más bien alto, pelo entrecano, quizás
con un par de kilos de más bien distribuidos, sonrisa luminosa y buena
conversación. Vamos, en “un hombre como él” es lo mínimo para que alguien como
ella hable así de “un hombre como él”. Nada más lejos, galán en cuestión sí que
era cuarentón pero por arriba, casi calvo peinaba el escaso pelo que le quedaba
con cortinilla para disimular, gordo sin paliativos aunque sin excesos, vamos
que en lugar de dos kilos de más bien distribuidos tenía veinticinco
concentrados en la tripa, más bajito que Nina –y que casi todo el mundo- y,
para rematar, se esforzaba en ser simpático sin lograr otra cosa que resultar
torpe y patoso. En suma que “un hombre como él” sólo podía ser distinguido de
los cincuentones vulgaris por los enamorados ojos de cordera de Nina. En fin,
pensamos los amigos, “si les va bien, por lo menos no estará sola”: Algunos
torcían la nariz, otros ponían cara de póker y alguna de las amigas maduras de
Nina dijeron sentenciosas “este no se casa”; contradiciendo así los planes de
boda de nuestra amiga que tenía ya pensado entelar las paredes del dormitorio
de seda rosa con frisos y espejos dorados,
como decía ella, “de un lujo asiático”.
Así
acabó aquel verano y antes de darnos cuenta llegó el siguiente. Encuentros,
tópicos, “un año más ¿eh?”, “¿Os quedáis todo el mes?”, “Mira que nieta más
guapa tengo, se llama Lucrecia”, “Mi Sergio Manuel ha aprobado una asignatura
de la carrera” En fin, todas esas cosas que conocemos quienes pasamos las
vacaciones en el mismo sitio durante demasiados años. La escueta y directa
patrona de la casa donde Nina alquilaba su habitación nos puso al tanto de
cuando llegaba y todos estábamos pendientes pues, a decir verdad, aquel
minúsculo reino estival de cuatro manzanas donde las niñas ensayaban “Para
Elisa” a las cuatro de la tarde, no se hallaba sin ella, por mucho que durante
el resto del año no mantuviéramos el contacto.
Apenas
llegó repartiendo besos y saludos puso su característico bolso de paja sobe la
mesa del salón y soltó en es castellano brutal que le era tan propio.
-Salió
maricón, así que de casorio y folleteo, ná de ná.
Fueraparte de que entonces lo de lo
políticamente correcto no existía y el cojo era cojo, era cojo, el ciego, ciego
y demás; no creo que Nina tenga hoy día manera más “correcta” que expresar tal
concepto de la que usó entonces.
Tras tan contundente y sorpresiva
expresión con la que la sabiduría innata de nuestra maestra neutralizó
comentarios, susurros, murmuraciones y cuchicheos quizás burlescos a sus
espaldas de un modo magistral, retomó sus rutinas vacacionales habituales.
Obviamente, después de tal planteamiento, nadie sacaba el tema a relucir pero
como ella tampoco lo rehuía, poco a poco se fue desarrollando un boceto
aproximado o más bien unas respuestas a algunos porqués que venían a ser piezas
sueltas de un rompecabezas. El pollo era, ya se dijo, inspector del Ministerio
y se retorcía cual comadreja buscando un ya más que tardío y menos que merecido
ascenso y para lograrlo era más que conveniente aparecer dentro de los
parámetros de la “normalidad” aquí o allá. Lo que venía a querer decir que le
casi imprescindible aparecer en mayor o menor medida en los pequeños actos con
la santa esposa o, en su defecto, una novia formal, que supiera estar, que no
hiciera el ridículo y que no anduviera lejos de ese mundillo sórdido y
funcionarial de los bajos niveles. Requisitos que de sobra cubría Nina, con el
añadido o ventaja de que la discapacidad le servía perfectamente para
justificar sus ausencias cuando fuera conveniente sin que ella siquiera se
enterase. Una situación perfecta, sobre todo si lograba prolongar el noviazgo
indefinidamente. Nunca llegué a enterarme como lo supo Nina, ni tampoco parecía
haberla perturbado mucho el asunto, aparentemente, claro. Si uno se fijaba
mucho, pero mucho, había momentos en que perdía la mirada unos segundos para
volver enseguida a la conversación, y si contáramos los días que bajaba a la
playa fueron bastantes menos. Esas mañanas las pasaba en el fresco rincón de la
mecedora. Algunas voces decían “parece que cojea un poco más ¿no?” No, en
realidad no, es que tenía menos ganas de caminar. Nadie pudo decir que se la
viera triste o cosa parecida. No. Más bien convaleciente de una nueva luxación.
Al año siguiente sólo vino quince días pues se había ido una semana a un hotel
en Mallorca, creo recordar, donde le habían tratado “como a una princesa, oiga,
como a una princesa”, contenta por ello pero igual de convaleciente. Al verano
siguiente no vino, nos dijeron varias versiones de diversos porqués pero eran
fuentes poco fiables. Al otro nos
contaron que la habían visto con una muleta tramitando algo en el ministerio,
conociéndola esa muleta no demostraba que estuviera peor a sus cuarenta escasos
de su cadera, sino que hay luxaciones que no se pueden operar.
Estupendo. Tener muchas ganas de casarse (y que se noten) es un repelente para las relaciones tanto en los hombres como en las mujeres. Mucho mas que la cojera.
ResponderEliminarUn abrazo