LO habitual es que
en la novela negra durante el primer capítulo aparezca una rubia con la melena
tapándole el ojo, escote profundo y sobre los hombros un abrigo de piel que
cubre una un vestido largo con la apertura lateral que deja ver una pierna
interminable rematada en un zapato de tacón alto lánguidamente ladeado que
empieza a soltar trolas al duro detective medio borracho.
Salvo en lo de la pierna
interminable el personaje no tenía nada que ver, lo que no deja de ser una
pena, pero hasta el abandonado tobillo el mismo. Sin embargo, no se llamaba
Ilsa, ni Margaret, ni siquiera Lauren la mujer de las piernas interminables.
Se llamaba María, dado el carácter
confidencial de este texto me permitirán que calle los apellidos, pero era más
conocida como Maruja en todos los ámbitos en que decía haberse movido; sí, digo
que “decía” por que todo en ella sonaba a algo de lo que no te podías fiar del
todo. Igual que lo que decían las clientes de los detectives de cine negro. En
realidad esta historia, que no cuento ni relato, podía titularse perfectamente
“El caso de la actriz difuminada” pues María, Maruja, era actriz. Claro que eso
pude afirmarlo sólo yo y algunos días después de de que llegara a la “pensión”,
y aun así con ciertas reservas, por que cuando entró en mi vida fue en la casa
de un pueblo levantino en la que se alquilaban durante el verano tres
habitaciones y una despensa habilitada –yo siempre temí que algún armario
también-, decir esto ya dice que tipo de huéspedes éramos: gente sencilla y sin
un duro que pasábamos el verano como buenamente podíamos.
Llegó una noche de las que cabría
llamar de transición, el equivalente a esos días finales de julio y primeros de
agosto. Los de julio ya se habían marchado y los de agosto todavía no habían
llegado; llegó cargada con una maleta y una bolsa no demasiado grandes a esa
hora tan particular en verano en que aun el cielo es levemente azul sin ser de
noche la tarde ya quedó atrás. ¡Oh! En realidad tampoco fue una aparición de la
nada, sino más bien una reentrée. Conocíamos a Maruja del verano anterior que
había venido a la sombra, nunca supimos si como invitada, amiga, dama de
compañía o simple gorrona, de una tal Doña Justa y su pobre marido. Era la tal
corredora discreta (casi siempre) de alhajas, mantones y demás. Yo alucinaba,
creía que tales oficios eran propios del mundo galdosiano y que con él habían
desaparecido, pero lo cierto es que esta señora se dedicaba a sacar de apuros
–o a meterlas en ellos- a antiguas divas reservadamente
(casi siempre), trapicheando con joyas y otras pequeñeces restos de las
grandezas que los años treinta y cuarenta habían dejado a ciertas estrellas. No
era precisamente Doña Justa ejemplo de discreción (casi nunca) y daba nombres
con una soltura de la que yo carezco para ponerlos aquí, aunque puedo decir que
las supervivientes del estrellato de los treinta se relacionaban frecuentemente
con ella. Era Doña Justa lo que coloquialmente podría denominarse un mal bicho:
pequeña, gorda, vociferante y con moñete esférico en la coronilla de edad
desconocida tanto el uno como la otra. Se deleitaba explotando la ruina de las
divas creo que tanto como debió sufrir viéndolas en su esplendor. Trataba a
Maruja como a una criada para todo, así que si ésta gorroneaba o sisaba un poco
o un mucho resultaba casi loable. El mayor placer de Doña Justa era leer “El
Caso” hasta la última coma, escandalizarse por todo y pasarse la semana
comentando los episodios más truculentos con cualquiera que se le pusiera a tiro,
avergonzando al caballero que era su marido. En ese paisaje Maruja era poco más
que una sombra que sabía –arte supremo- no estar estando. Por eso digo que
cuando entró en nuestra vida como estaba contando pues apareció sola y no
recuerdo que nadie preguntara por Doña Justa.
Recuerdo que cuando llegó a un
acuerdo con la patrona quiso irse a hacer la compra para cenar a pesar de que
le iba a resultar difícil encontrar algo abierto a esas horas. Evidentemente
los presentes le ofrecimos compartir la cena y ella aceptó pero sólo dos
manzanas y un vaso de leche. Así supimos que era asturiana.
-Como dicen en mi
Asturias “que bien me ha prestado la cena”- dijo con una voz cascada,
literalmente rota e inconfundible.
Con los días de esa convivencia
peculiar Maruja se fue convirtiendo en un verdadero misterio y no precisamente
por que mantuviera ninguna actitud enigmática o algún silencio sospechoso sino
por todo lo contrario: por lo que decía. Bien es cierto que sólo para mí por
algunas razones no demasiado obvias. La primera era la disonancia entre la recién
llegada con aquel entorno para un observador mínimamente atento, la segunda era
mi propia disonancia en aquel extraño y, a menudo, entrañable grupo. Sí, sé
perfectamente que, desde fuera, yo sí encajaba en él pero era una falsa
impresión. Hay personas que nunca encuentran su lugar en el puzle.
A veces me sentía como el visitante
de un zoo con diversas jaulas, o, para ser más exactos, del pequeño ecosistema
que formábamos en aquella casa y, un poco, las cercanas. Si bien lo pienso casi
siempre me he visto así como un observador ajeno, aunque no lo haya sido
siempre.
Estupendo el arranque. Me encanta.Hay imágenes geniales. Quiero mas.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias, es relato algo más largo y me está costando pasarlo al ordenador -suelo escribir a mano- por todo el lío de casa, ya sabes, las obras y ad lateres.
ResponderEliminar