Aproximadamente la
mitad del grupo, ella y yo incluidos, acudíamos allí, lugar carente de todo
encanto o atractivo, para aliviar los problemas de huesos, con ciertos
resultados, desiguales pero de algún modo efectivos; con esa premisa cabe
imaginar que la vida de la casa era sencilla y monótona. Tempranito
escuchábamos arrancar al más que añejo seiscientos morado en que Don Florentino
se iba a pescar con su caña y su esposa, Doña Aurea, que se dedicaba entretanto
a hacer no sé qué labor sentada en una silla plegable a su lado y ya no volvían
hasta la hora de comer . Luego, a una u otra hora nos íbamos yendo a la playa
que estaba como a cinco minutos de la casa. Luego, vuelta a casa, comida cada
uno en su mesa, habitual sobresalto de Don Florentino que tenía serios
problemas de deglución -por eso ocupaban la mesa más cercana al cuarto de baño-
y de sueño, sesteo más o menos largo,
paseo y aprovisionamiento, cena y charla a la puerta, al fresco, cuando lo
había, hasta que a Don Florentino le hacía efecto la pastilla, bajada general
de tono y poco a poco cada uno a su cama para repetir al día siguiente
exactamente la misma jornada con ligeras variaciones.
Llevo ya no sé cuanto escrito
mareando la perdiz para no decir lo que nos hacía “especiales” o al menos
“distintos” por no decir claramente superiores o lo que nos hacía sentir así:
sabíamos de qué hablábamos en un noventa por ciento de los casos. Yo era un
adolescente creído y granujiento pero a quien un muy peculiar profesor le había
hablado mucho de teatro y hasta le había enseñado a leerlo con lo que digamos
tenía una cierta cultura escénica -sin
haber pisado un teatro- muy, pero que muy superior a la media entre la gente de
mi edad. Por decirlo de algún modo: era el único que cuando María mencionaba a
la Xirgú o a Casona yo era el único que sabía de qué estaba hablando, así que
había tardes que nos pasábamos un par de horas platicando, como decía la
patrona de la casa. Aprendí mucho esas tardes, claro que, por otra parte, Marí
era actriz de la que nadie había oído hablar –ni siquiera mi veterano profesor-
no visto actuar en ninguna parte mientras que ella contaba unos gloriosos
éxitos en cine, televisión pero sobre todo en teatro. Sintiéndolo mucho, no
podía dejar de ser bastante escéptico, sobre todo por ciertas actitudes al
margen de las conversaciones.
Acostumbrado a vivir entre la clase
media-baja o, lo que viene a ser lo mismo, que decir entre “el quiero y no
puedo” (claro que con esto no aporto nada, prácticamente la mitad de la
literatura española trata de este tema, lo que ya se ha mencionado menos es la
costumbre de al menos la mitad de esa clase, especialmente entre el
funcionariado de medio pelo y más aún entre lo que podríamos llamar el
“elemento femenino” de inventarse un pasado adinerado que cubría desde el
simplemente acomodado al directamente aristocrático), también lo estaba a
entrecomillar que unas y otras me contaban, excepto aquellas que hablaban de de
hambre y de contar los céntimos para ir tirando, vamos, la historia del noventa
y mucho por ciento de un país que aun no hacía cuarenta años que había salido
de una guerra civil; por cierto entre los huéspedes de los dos meses sólo tres
personas no la habíamos vivido. Acostumbrado, decía, a las historias más o
menos fantásticas de la gente tenía por norma creerme sobre un diez por ciento de
sus pasados gloriosos, pero el “caso” de María era especial, no por menos
fantasiosa –teníamos una Fernández que aseguraba que era solo de su Fernández
el escudo de armas, lo que dice mucho del nivel de lo que me refiero- sino aun
no sé qué matiz. Estar acostumbrado a tales fantasmadas no significaba que
estuviera inmunizado ante la desfachatez con que la gente soltaba trolas de
semejante calibre y solía quedarme de una pieza asistiendo a como todos los
demás les seguían, seguíamos el juego. Lo cierto es que eran cosas inofensivas
que, salvo lo de tomarte por tonto, no hacían daño a nadie y quizás hicieran
felices a quienes las inventaba. Sin embargo, hubo una ocasión en la que tardé
bastante más en salir de mi estupefacción habitual, y no debí ser el único pues
si no, no me explico que nadie respondiera. El caso es que estábamos todos en
una de esas conversaciones al fresco sobre esto y aquello y no sé a santo de
qué, en pie, apoyada en la jamba María soltó:
-Que, al fin y al
cabo, estén ustedes aquí, que nunca han sido nadie, realquilados en una
habitación de un pueblo cualquiera, pero con lo que yo he sido verme aquí –hizo
un gesto casi litúrgico de cómo quien dice “rodeada de gentuza”, pareció ir a
llorar e inició un lento mutis.
Después de pensarlo mucho he llegado recientemente a la
conclusión de que las pavas reales con o sin escudos de armas no se levantaron
en cacareos con filacterias ante el evidente insulto (incluso los que no
sabíamos que, mira por donde, sí teníamos escudo nobiliario no que en otros
tiempos nuestros antepasados podían haberlas asado a fuego lento en cualquier
plaza pública) no fue ni por prudencia ni por educación sino por qué se hubiera
montado un gallinero de mucho cuidado llamando la atención sobre el ”negocio”
de alquiler, completamente ilegal y conocido pero del que todos salíamos
beneficiados. Así que calladitas todas como putas y aquí, allí, no ha pasado
nada, Es la única explicación medio válida que he logrado encontrar.
Claro que cada uno tiene su orgullo
y uno, o sea, yo, además de orgullo tiene una cierta curiosidad que, sobre el
indignado “¿Pero quien se ha creído ésta qué es? Añadía el “¿Pero quien cree
haber sido ésta mujer?” Y hasta hoy sigo preguntándome donde estaba, está la
sutil línea fronteriza entre la fantasía vanidosa –y pelín ególatra, todo hay
que decirlo- y la biografía objetiva.
Reconozco, Joaquín, que has sabido engancharme con este relato costumbrista que estas bordando. Espero ansioso. Un abrazo, amigo.
ResponderEliminarBueno, aunque no era mi intención sí que está resultando costumbrista. Gracias por lo de que lo estoy bordando, te puedo decir que llevo más de dos años con él y que ha sido la única vez que, a punto de terminarlo, lo rompí y empecé de nuevo.
EliminarAquellas conversaciones "al fresco" eran sainetes estupendos. Qué bien lo has contado.
ResponderEliminarUn abrazo
Sí, eran lo mejor de los veranos, sin duda. Gracias por tus elogios
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