Le salió
buena, la jodía, parecía estar en todas partes a la vez, incansable y con sal
suficiente para dar la respuesta justa y simpática haciendo reír al cliente,
pero sin que a nadie “se olvidara” de pagar. Se acabó fiar y hacer la vista
gorda si un queso llegaba en no tan perfectas condiciones: “ni una deuda por
cobrar ni una trampa por pagar” parecía ser su lema. Apenas sabía las cuatro
reglas pero en poco tiempo aprendió lo suficiente como para hacerse cargo de
las cuentas. Rogelio veía su trabajo reducido a la barra y a dar palique al
parroquiano para que acabara pidiendo otro vino, vamos un cruce entre relaciones
públicas, camarero y chico de alterne.
Por si todo esto fuera poco le salió buena guisandera y antes del año no había
celebración que no fuera en torno a su paella o su cordero asado, bien en el
local, bien llevándoselos a casa. Desde luego había acertado cambiando de mula
pensaba cuando miraba la cartilla crecer y crecer, hubiera sido perfecto si no
fuera por la cama. El cuerpo cada vez más rollizo y sonrosado le provocaba de
un modo incomprensible pero por más que hacía no dejaba de ser hacerlo con una
vaca muerta. Aquello resultó ser el único motivo de discusión entre ellos pero
cuando él levantó la mano para “enseñarla a ser una hembra como Dios manda”, se
encontró con un cuchillo jamonero en la tripa y la misma mirada de vaca muerta
o, lo que venía a ser lo mismo, que le daba igual clavárselo que no hacerlo. No
hubo palabras pero el Rogelio ya supo a qué atenerse y si hubiera tenido los
“cojones” de los que tanto presumía habría reconocido que cogió miedo a su
mujer. El caso es que dejó las cosas como estaban –al fin y al cabo siempre se
dejaba- y ella también.
Fue
Luisa quien se dio cuenta de que el pueblo se les quedaba pequeño, no por que
pretendiese ampliar el negocio sino por qué, uno a uno, sus habitantes iban
dejando el lugar. De hecho, hoy, casi cincuenta años después, sólo quedan allí
Ramón el del Molino con sus cabras y Rosa, amojamada, seca y sumida en un
silencio hostil.
Quizás
fuera el nacimiento del chico al que bautizaron como Jesús lo que decidió a
Luisa a lo que él nunca se hubiera atrevido: trasladarse a Madrid. A esas
alturas Rogelio ya había aprendido que ella tenía mejor ojo para ganar dinero
y, pese a no serle plato de buen gusto, vendieron cuanto tenían, incluso las
pocas tierras que habían heredado aunque nada les producían y se plantaron en
la ciudad. Se instalaron en uno de tantos barrios nacientes donde Luisa –y el
propio Rogelio, aunque ahora lo niegue- creyeron ver un futuro de
urbanizaciones de calles anchas, plazas ajardinadas, clase media solvente y
capaz de apreciar la buena cocina tradicional y contundente de Luisa, pero, por
primera vez, se equivocó y aquel barrio quedó olvidado, los edificios se
construyeron sin orden, sin calles, sin plazas. Montones de ladrillos con
cuatro ventanas eran considerados bloques de viviendas y entre ellos un lodazal
sin alumbrado y, a veces, sin alcantarillado. Sus habitantes fueron obreros que
bailaban al compás de un par de fábricas que por allí había, la plaza a la que
se suponía que iba a dar la fachada del bar y las ventanas de su casa –justo
encima- acabó siendo un callejón retorcido y oscuro al que sólo podían sacar
cuatro mesas en la fresca del verano. El sueño de un local elegante y hasta
unos salones para bodas, bautizos y demás se quedó en un tascucio que servía
algunas comidas a los trabajadores de los garajes y bancos cercanos. Los fines
de semana era una más de las paradas de los aperitivos gracias a las croquetas
de Luisa y a hacer la vista gorda con ciertos trapicheos menores a la puerta.
Rogelio a la barra y Luisa eternamente encerrada en la cocina. Tan sólo
cerraban una semana en agosto para ir, como todos los exilados del pueblo, a
celebrar la fiesta de la Virgen. Para lucir “en feria” como decían todavía,
ella se compraba buena ropa, o algo que lo pareciera, zapatos, bolsos, alguna
joya y hasta perfumes, se maquillaba cuidadosamente pero nada podía ocultar el
progresivo embrutecimiento cerril de sus ojos, las rojeces de sus manos ni el
rictus iracundo de su boca. Uno de sus pocos atractivos de moza habían sido sus
más que bien colocadas y más que abundantes curvas. Ahora, sin cumplir los
treinta y cinco, tenía un cuerpo casi amorfo, obeso, ajado y deformado por el
trabajo constante. Era en suma todo cuanto su marido quería de una esposa. Lo
que nunca se le pasó por la cabeza es lo que quería su mujer de él, lo que, a
fuer de ser sinceros, no requería ni mucha imaginación ni mucho esfuerzo por su
parte: nada; o, por mejor decir, una sola cosa. Que la dejara en paz. Incluso
le era indiferente que la tomara cuándo, cómo y por dónde se le antojara, hasta
ese gusto por exhibirse desnudo delante de ella ni siquiera le molestaba, sólo
le parecía ridículo. Nunca había sentido deseo –y si lo tuvo no fue hacía él,
desde luego- y a esas alturas lo único que le preocupaba del tema cama era no
preñarse.
La
semana de Feria era para ella por un lado un orgulloso exhibicionismo de una
situación económica que no tenía y de un matrimonio feliz, y, por otro, un
esfuerzo enorme por moverse: que si la Romería, que si los paseos rodeando la plaza
una y otra vez con la fresca, que si bajar a la verbena al chico, que si las
ineludibles visitas suponían un sacrificio gigantesco para esa mole incansable,
sí, pero inmóvil. Encaramada en unos tacones, endomingada, del brazo de Rogelio
y con la máscara de una dulce sonrisa vivía aquel martirio de modo que resultaba
irreconocible incluso para el pequeño Jesús. Pero había aun algo infinitamente
peor para ella y no era otra cosa que la arrogancia de su marido convidando a
unos y otros, presumiendo de un dinero que parecían arrancarle de su propia
piel sonrosada. Ocasiones hubo en que la ira fue tan violenta que llegó a
sentirse enferma de veras. Rogelio por su parte gastaba sin tasa, desde luego
para fanfarronear de haber triunfado pero no menos para sentir que gastaba el
dinero que había ganado su mujer y la idea le halagaba mucho más que las
miradas codiciosas, o eso creía él. Pasados los treinta tenía mejor aspecto que
nunca, fibrado, esbelto y con unas canas que no hacían sino mejorarle, lo sabía
y gustaba de ser visto, y ¿por qué no? Admirado.
El
pueblo entretanto seguía desangrándose poco a poco. Los viejos se iban muriendo
y pocos eran los jóvenes y ya no tan jóvenes que no pensaban en hacerlo en un
futuro más o menos inmediato. La Antonia se largó de un día para otro y, dicen,
que se casó con un capitán de caballería en Madrid y que la tiene como una
reina con coche y todo. Rosa en cambio había decidido quedarse con los padres
por la mejora y la Isa por fin se casó con Elías el Rubio en boda de sonada
aunque de menos tronío que la suya. A nadie sorprendió pues el Rubio había sido
el fijo de los chicos que anduvieron con la Isa. No tardaron en marcharse a
Madrid donde Elías había encontrado una portería en el barrio Salamanca . Sí, todos
iban yéndose hasta que un año no se celebró la feria y ya sólo se volvía para los
entierros. Desapareció la talla de la Virgen y parte de la iglesia se vino abajo,
como más de una y de dos casas. Una lenta agonía que nada tenía que ver con el torbellino
vital de la ciudad. Jesús crecía, el trajín del bar que aturdía el pensamiento,
la Isa parió un chico, las cuentas cada vez más ajustadas, las visitas al burdel
de enfrente, los primeros y escasísimos clientes extranjeros, guineanos para ser
más exactos, negros sin más para Rogelio, la Isa parió otro crío, murió la Sra.
Petra y cada noche como si los años no pasaran por él, presa del deseo sin cariño
hacia esas carnes pálidas se lanzaba sobre ellas todavía buscando algún resorte
que provocara alguna reacción; en vano. Ni siquiera se negaba nunca, ni se resistía
a ninguna práctica por extravagante que fuera, seguía siendo una vaca muerta y,
lo reconociera o no, aquello era una humillación diaria para su hombría. Cuando
comenzó a visitar sin recato El gallo de oro esperaba que su mujer montara en cólera
pero no lo hizo, ni cuando se metía en el almacén con alguna clienta caliente, fácil
y medio borracha. Nunca cruzaron una palabra sobre el tema, lo cierto es que apenas
hablaban lo mínimo y por cosas del bar o de las cuentas. Hacía años que habían dejado
de hablarse y ni siquiera se habían dado cuenta.
Me ha gustado mucho el tema urbanístico y su influencia en la vida de las personas. Es muy dificil, sobre todo para un foráneo, adivinar los derroteros del desarrollo urbanístico. Y el azar: suponiendo que aciertes en el barrio, no sabes por donde van a trazar la raya que separa lo bueno de lo malo. A mi abuelo le despropiaron una casa por dos pesetas para construir el jardín de General Perón. Otros con mas suerte vieron sus casas pasar de un descampado a una avenida ajardinada en un barrio postinero.
ResponderEliminarVeo a Rogelio en peligro.
Un abrazo
Mi familia que vivía en el 7 de Jpse María de Castro, llamaba a esos jardines "los jardinillos" y de pequeño, no sé por que me encantaban.
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