Finalmente
recaló en un lugar lleno de humos malolientes, en una pensión donde permaneció
casi hasta el final. Trabajaba, bebía y volvía a trabajar. Sólo esa hermana, en
realidad esa figura que es la que se esfuerza por mantener los vínculos de una
familia que no quiere tenerlos, estaba más o menos al corriente de cómo le iba.
Jamás llegó a ningún pariente una felicitación por Navidad, o por lo que fuera,
tampoco una llamada. En cierta ocasión se presentó en casa de Gonzalo y
Magdalena y al ver que Gonzalo no estaba ni pasó del umbral, dio un jamón a
Magdalena y se fue a la estación. Huyendo de nuevo, sin dejar rastro de a qué
se desplazó por medio país ni a donde se fue y mucho menos por qué. Así Tino,
áspero, agrio, despegado, acabó por
recalar en un lugar como él: inhóspito y hostil. Sólo la hermana que acabó
comprando su tumba se preocupaba de sus andanzas, los demás tenían mucho
quehacer con sus familias como para andar siguiéndole la pista, ella ,casada y
sin hijos, funcionaba –encantada de mangonear en todo lo que pudiera- como una
conexión entre cada miembro de la familia con los demás. Siempre sabía donde
estaba Tino y hasta que cuando por fin asentó en sus reales fue, como decía
ella: “de patrona”, en una familia en la que cayó bien e incluso apadrinó al
último de sus vástagos. Cosa a la que, seguramente, se habría negado de
pedírselo alguno de sus hermanos, claro que nunca se lo pidió nadie.
El
hombre que no quiso tener historia ha dejado estelas más que recuerdos,
evocaciones más que imágenes. Cuentan que dibujaba maravillosamente pero no ha
quedado ni un dibujo de su mano. Que tenía un cuerpo perfecto pero sus sobrinos
mayores ya le recuerdan con barriguita un tanto excesiva, sólo una añeja y
diminuta fotografía –la de la procesión- demuestra aquello. Que sabía de
hierbas medicinales pero lo que sabía se lo llevó a la tumba pues ni siquiera
hablaba de ello jamás. Lo dicho, evocaciones casi ensoñaciones y pronto, tan
pronto como la generación de sus sobrinos vayamos cayendo, fantasmagorías. El
hombre que no quería tener historia casi lo consigue, entre sus brumas de
alcohólico, o mejor decir de bebedor pues nunca quedó claro que llegara a ser
un alcohólico como su padre, entre su desapego, e incluso una cierta hostilidad
y su forzada cerrazón mental casi estuvo a punto de desaparecer sin dejar
huella pero la vida suele jugar malas pasadas y él, como no, no fue una
excepción. Seguramente le hubiera gustado morir un día en medio de la calle
indocumentado, o cayendo al mar sin que le encontraran pero no fue así. Para
algunos como yo fue una suerte y un dolor añadido que no lo fuera, para la
inmensa mayoría no tuvo importancia, no más que uno de esos comentarios de
“¿sabes quien se ha muerto?”.
Una
mañana, supongo, su hermana recibió una llamada de la patrona con noticias
sobre él. Estaba en el hospital con un principio de infarto. Allá que se fue la
buena mujer al lugar de humos y chimeneas encontrándosele vivo y fuera de
peligro, inmediato conviene matizar pues era ya un condenado. Como era cabezón
y borrico como pocos cuando quería había aguantado arrechuchos varios sin ir al
médico –teniendo en cuenta su experiencia ¿Quién se lo podría reprochar?- y una
vez ingresado comenzaron a hacerle todo tipo de pruebas y análisis y
radiografías y más análisis y más pruebas y más de todo hasta ofrecer una
conclusión que debería haber sido una evidencia sin prueba alguna:
hipertensión, lesiones cardiacas, colesterol, azúcar, algo de artrosis especialmente
en una rodilla y, lo más lógico teniendo en cuenta su forma de vivir, cirrosis
hepática. Demasiado alcohol para cualquier cuerpo por sano y fuerte que fuera.
Tenía casi cincuenta años. Imposible volver a trabajar, imposible que la
patrona estuviera pendiente del estricto régimen que tanta enfermedad le
imponía así que su hermana se lo trajo a su casa, un tercer piso sin ascensor y
casi sin marido pues éste pasaba tres de cada cinco días de viaje en el reparto
de correos ferroviario. El hombre que no quería tener historia ahora ni podía
escapar como tantas veces ni tenía más remedio que encajar en una rutina que no
era la suya, tenía que encajar pero que encajara era cantar de gesta bien
distinto. De hecho lo que hizo fue incrustarse en ella con la firmeza del
granito hasta lograr cambiar la rutina ajena, pues ya dije que cabezón como
pocos era Tino, y tener a su hermana pendiente del reloj pues, por ejemplo, si
la cena no estaba a las ocho en punto, ni un minuto más, no cenaba. Vil
chantaje emocional teniendo en cuenta el peligro que estos caprichos tiene en
un diabético, en el fondo era tan sólo aquello de genio y figura y no querer
perder del todo su independencia y fama hostil. Claro que no le valía con toda
la familia, su cuñada Magdalena, que seguía viéndole como aquel muchacho con la
cabeza herida que se reía con las dos amigas un par de horas todas las tardes
en Reina Victoria y cuando se ponía burro, es decir casi siempre, le metía un
meneo en el hombro y un “tu cállate ya, melón” acompañado de una risa y un
colocarle el rizo revuelto de pelo ya blanco obteniendo como respuesta una
sonrisa y una pacificación inmediata.
El
hombre que no quería tener historia no pudo evitar dejar eso, estelas, en
algunos, que, cuando nos miraba, nos parecía que nos entendía más allá de toda
palabra y que, con el paso de los años, vamos viendo que así era, abocados a
dejar si acaso estelas, fantasmagorías, por más que deseemos y luchemos por
enraizar en tiempos y almas, casi nos parecen premonitorias aquellas miradas y
aquellas sonrisas de medio lado y las pocas palabras que cruzamos con él. Murió
un día de San Lorenzo tras una larga agonía que mejor no recordar ni mencionar.
Dejando sólo unas herramientas, un bastón y una caja de zapatos con cosas
personales, demasiado personales como para entrar a describirlas. Lo cierto es
que no había nada de lo que se supone que podría aparecer en el depósito de las
cosas de una vida. Si se quisiera saber de él por lo que allí había se llegaría
a conclusiones absurdas, justo lo que él quería, no una historia personal y
única como la de todos. Sin embargo, los vacíos decían más que las presencias.
Sólo que había que saber leerlos y para eso hacían falta años de experiencia,
tener ya un año más que él cuando murió para rellenar esos huecos, esos
silencios y, no pocas veces, esforzarse en no querer entenderlos para hacerlo a
pesar de uno mismo.
Entre
tanto Tino yace en una tumba ostentosa
que ya nadie visita con su apodo presidiendo la cruz, debajo, su nombre
oficial. Su hermana, quería que todos acabáramos allí pero nadie irá a esa
tumba soleada entres placas deslumbrantes de nichos de mármol, y Tino seguirá
como siempre quiso estar, solo y olvidado, en una tierra ajena, lejos del mar y
del orballo, del castaño que cubría la casa y de los prados. Como siempre quiso
estar, desarraigado e irremediablemente sólo, llenando lo que fue su vida y su
muerte de elocuentes vacíos, ensordecedores huecos de silencio que nadie
intentó oír, que nadie quiso atender.
Estupenda historia Joaquinito. Estupendo el personaje y elocuente su periplo. Enhorabuena.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias pero todavía no he acabado de encontrarle el punto a la historia y ya van dos veces aue lo intento.
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