Resultaba que
cuando se fue a la ciudad era cierto que entró a servir de interna en una casa
pero no le gustaba ni la idea de quitar mierda ajena ni la pandilla de nuevos
ricos meapilas que era aquella gente y no tardó en salir de allí a servir
también de interna con “gente más normal” que acabaron tratándola “como si
fuera de la familia”, o sea pagando poco y mal. Ahí conoció a un oficialote
cincuentón que visitaba a la familia, Don José, pero aquello de “ser como de la
familia” no resultaba conveniente para su economía y decidió probar suerte
alquilando un pisito con una compañera y trabajando de asistenta por horas en
varias casas. Aunque ya era moza vieja que decían en el pueblo todavía estaba
de muy buen ver como para, harta de seguir quitando mierda ajena, encontrar
trabajo en una cafetería del centro, donde hizo buenas amigas y por fin se
sintió cómoda en la ciudad librándose, por otra parte, de la maldición de limpiar mierdas ajenas.
Una de esas amigas se encontró con un problema y un novio desaparecido. “Ya me
entiendes” –ha lo creo que la entendía-. Ni dudó en solucionarle el problema
con los métodos de sus antepasadas. Así fue como encontró una segunda y
lucrativa fuente de ingresos. En aquellos años las jovencitas se habían
aprendido demasiado bien lo del amor libre y lo de quemar sujetadores en la
calle pero no tanto lo de evitar las consecuencias, sobre todo cuando aquella
sociedad todavía se revolvía en el nacionalcatolicismo. Si lo sabría ella, con
la de señoras que había visto llevar a su casa a sus niñas con problemas y
salir de ella sin él problema, sin una cierta cantidad, y agradeciéndoselo mil
y una vez. A nadie la gustaba, pero quien no podía permitirse viajar a Londres
pasaba por uno u otro de esos pisitos discretos, a veces a tiempo, a veces no.
Lo que ella sabía era suficiente como para no necesitar ni siquiera
instrumental. Viejos cocimientos y poco más, si aun se podía, si no, pues que
buscaran otra solución, pero que no contaran con ella. Jamás tuvo un problema
con ninguna de las niñas lo que le aumentaban clientela e ingresos; pese a lo
cual no dejaba el trabajo de la cafetería, le gustaba el ambiente, animado de
los cafés de los oficinistas, los churros de las amas de casa a dieta al ir y
venir de compras y hasta el olor del tabaco concentrado. Crecía su cuenta
corriente, pero también pasaban los años e incluso empezaba a pesarle la
soltería, que no la mocedad, que mocita hacia tiempo había dejado de serlo
aunque no con quien hubiera querido. Sería la casualidad i el conjuro de amor que
hizo a base de velas, canela y sal gorda, el caso es que una mañana entró en la
cafetería un viejo conocido: Don José que en poco tiempo fue pasando a José,
Jose, Pepe y “mi Pepe”. El eterno solterón con sus cincuenta bien pasados acabó
casándose discretamente con nuestra treintañera de buen ver y absolutamente
presentable en la sociedad de esa familia de uniformes y hábitos. Convertida ya
en toda una señora de un oficial ya no resultaba adecuado seguir con su trabajo
en la cafetería y menos aun con el otro, por otra parte cada vez menos rentable
pues las chicas por fin habían aprendido a tomar medidas previas. Sin embargo,
no era Antonia mujer hecha para estar mano sobre mano pues “mi Pepe” llevaba
años con una asistenta que mantuvieron, pero sobre todo no era mujer de estar
pidiendo dinero para comprarse cualquier cosa, además “su Pepe” era un tanto
chapado a la antigua y no concebía que no fuera el marido quien administrara la
economía familiar y Antonia siempre había gestionado la suya. Demasiado inteligentes
ambos para un enfrentamiento directo, él dejó hacer sin intervenir y a ella le
vino la solución como caída del cielo al abrir la ventana de una habitación que
se usaba casi como trastero. La vista era una estupenda panorámica sobre los
tres antiguos cementerios y sus perfiles de cipreses.
-¿Tres
cementerios? En mi barrio de ahora también hay tres cementerios muy viejos.
- A ver si va a
resultar que somos vecinos
-Yo vivo en la
calle San ….
-No me lo puedo
creer, yo en San …
Su ancestral mente
de maga o bruja, según se mire, pensó que ese lugar era sin duda ideal para
contactar con los difuntos o, por lo menos, para que la gente se lo creyera y
pagara por ello. Sí, claro que el problema podía ser que a “su Pepe” no le iba
a parecer bien que montara ese tipo de quiosco
pero era cuestión de tiempo y un poco de esfuerzo, mucho menor de lo que
esperaba. Tanto su marido como su familia eran muy, pero que muy devotos y,
según el razonamiento de la abuela de Antonia, “de rezar a Dios a rezar al
Diablo sólo hay un paso”. Así que comenzó a acompañarle a su misa diaria con su
cuñada Regina, señora absolutamente preconciliar –aunque no queda claro de qué
concilio, podría ser el Trento-, con su velo de encaje, breviario, y rosario de
azabache y plata, ojos en blanco al rezar, novena a diario y rosario a las
siete. Ah, y pieles con joyerío a misa de doce los Domingos y fiestas de
guardar. Mucha prosopopeya y puesta en escena pero poco más, conocía el tipo.
En el fondo eran como los del pueblo pero con mejor guardarropa o como diría
también su abuela “piojos puestos en limpio”.
Regina vivía en el
mismo en otro portal del mismo bloque y no era precisamente un derroche de
salud así que cuando ya Antonia se había apropiado de los usos religiosos como
lo del velo y la letanía en latín la gripe que su cuñada agarró el primer
invierno fue un regalo para la recién casada que, siguiendo la prescripción
facultativa que no se expusiera la convaleciente a los fríos pero que le
convenía dar pequeños paseos durante la convalecencia, propuso que viniera a su
casa, más silenciosa y recogida, a rezar el rosario. Como a “su Pepe” le
gustaba ver los documentales en salón, preparó el cuartito con dos butacas, una
mesita y, al principio, una gran fotografía del rostro de Jesús de Medinaceli,
nada más. Rosario, té con pastitas inglesas, claro, y tertulia hasta la cena.
Ahí fue donde la Antonia comenzó a dejar caer, como quien no quiere la cosa los
remedios caseros de su abuela –callando que también de su madre, la lejanía en
el tiempo da prestigio a según qué cosas-, las imágenes milagrosas del pueblo y
sus contornos, algunas reales, otras digamos que un tanto adornadas. Aquel
invierno fue especialmente largo y duro; así que el párroco vio, no sin cierto
alivio, como las amigas de Regina iban desapareciendo del rosario para acudir
cada tarde al acogedor cuartito donde Antonia iba desplegando sus historias,
sus remedios y sus rezos a medio camino entre el paganismo y el cristianismo
mas cerril. La oración al aceite, por ejemplo, infalible para usarla contra
enfermedades varias, o la larguísima oración de protección a Santa Catalina que
decía, con general aprobación de tan caritativas damas, cosas como “que a quien
me persiga se le caigan las piernas” y otras lindezas. Así entraron las dos pequeñas
imágenes de Santa Catalina (la de Siena y la de Alejandría). Al poco las
paredes estaban llenas de de diminutos altares, estampas de devoción y alguna
que otra benditera. Su marido estaba tan contento de verse liberado de
acompañar a su hermana mayor a sus devociones pasando a ser lo que se dice
“creyente no practicante”. Sin embargo el objetivo de su mujer aun parecía
estar lejos.
La oportunidad le
llegó que ni puesta a propósito por el destino con las primeras tardes
apacibles de primavera. Sobre los cementerios las urracas volaban y eso le
recordó otra de las “cosas de su abuela”.
-Mi abuela decía
que cuando volaban así es que alguien
iba a recibir noticias de un ser querido del que no sabía nada hacía
mucho tiempo –dejó caer entre dos remilgados sorbos de té.
Sofía, una de las
amigas de su cuñada palideció. “Ya está” pensó Antonia y tuvo razón.
-¿Buenas o malas?
–preguntó con un hilo de voz.
-Para eso mi
abuela usaba las cartas.
-¿Sabes leerlas?
-Uy ya se me habrá
olvidado –y así se hizo de rogar un buen rato hasta ceder entre protestas.
Tras una elaborada
interpretación auguró que las noticias serían prontas y buenas. Si fue por
tener poderes o por pura casualidad nunca lo tuvo muy claro (y eso que le
ocurría a menudo) pero el caso es que a las cuarenta y ocho horas un hijo de
Sofía con el que había perdido el contacto quince años atrás llamó pidiendo
perdón y diciéndole que acaba de nacerle una nietecita que se llamaría como
ella. Acierto pleno aunque, eso sí, a Sofía le dio tal soponcio que casi la
manda al otro barrio.
-Aquel otoño ya
tenía el negocio montado.
-No jodas
–respondió Rogelio acabando de cargar el coche.
-Pues sí, y con
eso completo la pensión de mi Pepe que no es precisamente para tirar cohetes.
Algo iba a
contestar Rogelio cuando unos estampidos rompieron la noche. Ramón el del
Molino estaba matando sus animales. Así acababa el pueblo. Un punto final
propio, casi un adelanto de su propia extinción y todo pareció confabularse
para que aquella mañana que siguió pareciera el Apocalipsis. Llovió a mares durante
el entierro y el viento levantaba tejas y volvía paraguas. Se organizaron los
coches para el regreso y nadie volvió la mirada. Pronto ya no reconocerían las
ruinas ni tendrían donde volver. Antonia se ofreció a llevarle y Rogelio aceptó
encantado pero el hombre que se subió al coche ya no era el mismo que le ayudó
a cargarlo.
Antonia hoy tendría su espacio propio en la tele. Una emprendedora, una adelantada a su tiempo, creadora de nuevo negocio.
ResponderEliminarUn abrazo
Sí, ahora al crimwn y la estafa lo llaman "emprendimiento", a la vista está.
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