Fuera hay una maravillosa mañana de junio con una ligera brisa fresca, nada que ver con los vientos de los llanos que curtieron su piel. Dentro, ante la mesa de formica, limpia y aun vacía, el hombre mira fijamente el tablero rojo. Le cuesta mantener la cabeza alta. A su derecha en una silla de ruedas reluciente una mujer consumida por la edad, escueta, arrugada, con el pelo gris cortado con ese pragmatismo de las residencias, las monjas, de las antiguas cárceles, la piel color cuero resquebrajado, mira al vacío, a la ventana que se abre a la calle, a los árboles, a la brisa. Una joven vestida de blanco les acerca un café, cobra y se va. El hombre, el cabello escaso y blanco, la camisa holgada, sarmentoso, vencido de hombros, cabizbajo, aparta el azúcar, revuelve mecánicamente el café y olvida llevárselo a los labios. Al fondo, el salón de televisión, sillas de ruedas ocupadas por ancianos abandonadas ante el permanente soniquete absurdo en penumbra. Una señora de cabello lila, manejando torpemente un andador saluda, otra se queja sentada en un rincón.Los vientos de los llanos tenían otra luz, traían otras vidas, nunca estas paredes umbrosas, nunca esa brisa que se ve en las hojas de los árboles del jardín pero no se siente en la piel. Eran trigos acariciados, molinos girando ruinosos, eran hambre y calor, humedad y promesa. Iba de la mano, de una mano encallecida por el trabajo que le llevaba a la ermita, y escuchaba a su voz decir “trae lluvia”. Esa es la misma mano que se levanta ahora ante sus ojos, arrugada y deforme, y es la misma voz que, agónica y apremiante, le dice: “Dame la mano, dame la mano, dame la mano”. Cada vez más apagada y premiosa. Levanta la suya para cogerla, ya no es la de un niño, ni la de un joven, ni la de un hombre maduro, sino la de un viejo. Dedos nudosos, secos, manchas oscuras, ligeramente temblona. Agarra la mano de la anciana para esconder en ella la suya sin levantar la vista del café aun intacto. No puede. Los minutos pasan y la respiración de la anciana se hace trabajosa, preparándose para lanzar un grito; al cabo, suena una pregunta “Hijo ¿me quieres?”, en el mismo tono de quien pide un salvavidas en medio de la tormenta. No era así entonces. Decirle “te quiero” antes era casi ofenderla. Ahora suplica cariño. Él sabe que no, que es sólo la primera parte. “Si, madre, claro que te quiero”.
¿Dónde se perdió aquella mujer indomable, capaz de cruzar la cara a hombretones que doblaban su tamaño? ¿Dónde se perdió aquel hijo que daba la vida por ella? Eso se preguntaría si algo no se escapara de sí poco a poco, si esas palabras que la anciana está a punto de gritar, de casi gritar, no aceleraran la inevitable y ya precipitada decadencia de su cuerpo. “Entonces ¿Por qué no me sacas de aquí?, ¿Por qué no me llevas a mi casa?”. Indiferente, un hombre pasa con el periódico bajo el brazo arrastrando una pierna y alguien pide un café.
“Entonces ¿Por qué no me sacas de aquí?, ¿Por qué no me llevas a mi casa?” Repite la anciana muchas veces antes de que su hijo tenga que irse. Lo hace otra vez cuando ya está en el jardín, y lo oye una vez más al caer, bajo las hortensias donde no da la brisa fresca de junio, muerto.










