Donald Keene: “Un occidental en Japón” Ed.
Nocturna, Madrid 2011
Como ya he comentado me he
dedicado a estudiar la cultura japonesa muchos años lo que explica algunas
lecturas que, a priori, resultan bastante extrañas. Evidentemente aprecio mucho
a quienes tienen la deferencia de leerme como para torturarles hablándoles de
ellas, de todas ellas quiero decir. Sin embargo, este libro hace que necesite
hablar de él aquí. Como nadie está obligado (gracias a Quien Corresponda) a
saber quien es esta buen señor diré que es uno de los grandes yamatólogos y
traductores vivos. El libro que nos ocupa son unas memorias.
El tema tradicional de la
inmensa mayoría de los textos de occidentales sobre Japón es el choque cultural
entre ambos mundos, tema repetido hasta el hartazgo, sobre todo en narrativa.
Pocas veces se hace con rigor, seriedad y respeto; un buen ejemplo, sobre todo
teniendo en cuenta la época, es nuestro algo fallero pero indudablemente grande
D. Vicente Blasco Ibáñez en “La vuelta al mundo de un novelista”. Como es
lógico, cuanta más categoría tiene el autor mayor es el respeto con que trata a
otras culturas, excepción hecha de cuando está al servicio de intereses
políticos en determinadas épocas. Desde este punto de vista las memorias de
Keene desde luego tratan con verdadera delicadeza y yo diría con un mimo
esencial a Japón. Desde luego es un texto, como decían los críticos,
“encantador”, deliciosamente encantador, de eso no cabe duda y no seré yo quien
niegue la mayor, ya sabéis que detrás de todo esto hay un “pero” ¿verdad? Pues
sí, hay un “pero”, algo tan simple y tan básico como decir que ese delicioso
texto nos cuenta una trayectoria académica y… poco o nada más. Es natural que
en unas memorias se perciba un cierto egocentrismo, al fin y al cabo el sujeto
de las memorias siempre es YO, pero, otro “pero”, cuando acabas de leerte un
libro de ese tipo a veces has sacado tus consecuencias o dicho con otras
palabras: has aprendido algo. Cuando alguien con tanto talento escribe algo así
al menos esperas sino aprender haber encontrado un poco de vida, de pasión, de
algo. No un currículum y un listado de grandes intelectuales a quien el autor
conoció hasta que te empantanas en un profundo desinterés, hacia la mitad del
libro, que te impulsa a respetar profundamente al autor y a almacenar el
volumen por si más adelante necesitas encontrar una cita sobre algo que pueda
aparecer. Pero no me hagáis caso. El libro es una pura delicia de
encuadernación, ilustración y talento, muy interesante la introducción, y no deja
de ser una peripecia vital peculiar, desapasionada y algo ajena de quien la
protagoniza pero peculiar.
¿Por qué necesito hablar
aquí de un texto que, como veis, no es precisamente ni un Quijote ni un
espanto? Pues por algo tan simple como que ha removido mis tripas,
metafóricamente hablando, que estamos en el país del hara-kiri y no quiero
confusiones ni literalidades.
Tengo 53 años y a los 15 o
antes yo elegí el tipo de vida que quería vivir. Trabajé desde entonces para
lograrla, la rocé con la punta de los dedos a los veintitantos y como la copa
de las hadas o los sueños del Santo Grial, la perdí. Las cosas se torcieron,
las causas no vienen ahora a qué, sería demasiado largo contarlas, y perdí todo
por cuanto había trabajado antes de tenerlo. Hubo un destello de gloria, sí,
mis quince minutos de gloria que diría Warhol, una conferencia en un importante
emporio cultural: paredes de madera, techos altos, alcurnia y alto copete
universitario y una ovación final resonando. Mis veinte minutos de gloria. Luego,
nada. Hambre de oportunidades, guerra por el mendrugo que te arrebatan, miseria
en lo que me pagaban y, finalmente, la muerte, o lo que viene a ser lo mismo,
el ostracismo en el círculo donde ser reparte el escaso botín que la cultura
da. Desde entonces arrastro una vida sin norte ni sur, sin Estrella Polar ni
Oriente. Una vida que no es la que esperaba, para la que no estoy preparado y
que no soy capaz de sentir como mía. Soy un extraño en ella, un intruso, como
lo he sido siempre en todas partes. Tan sólo durante unos pocos meses me sentí
parte de algo, el resto de mi vida he sido un verso suelto, un peón de más, una
chinita en el zapato. El raro, el tonto, el discordante, el incómodo, el ajeno;
y no sólo para los otros, así era, y es, como me he sentido siempre. La vida
que yo quería era la de Donald Keene, ese tipo de vida. Es fácil sentirse
víctima de buitres, hienas y demás carroñeros con título –algo hay de esa
realidad objetiva- pero lo cierto es que no estoy viviendo esa vida y lo peor
es que leyendo estas memorias he descubierto algo aterrador: no soportaría
vivir algo tan vacío de mí mismo, tan volcado en la lucha por una beca, un
puestecito en una universidad, un artículo o una charla en cualquier centro
cultural o en una televisión como para no ser yo, no sentirme, no ser más que
eso: un especialista que maneja bien los hilos y que sabe mucho.
Necesito pasión y elegí la
vida que más podía alejarme de ella, al fracasar en el intento no estaba
adiestrado en la pasión, en la vida fuera de las bibliotecas y las citas
bibliográficas. Había ahogado impulsos, deseos, momentos, aplazando vivir lo
que tenía por lograr lo que quería y que no conseguí. Si logré sacar mi
puñetera tesis, sin medios, sin ayuda y boicoteada, quiere decir que soy
básicamente correoso y peleón, así que no me rendí sin lucha. Entonces vino el
infarto y luego el otro infarto. Levanté la testuz de nuevo pero, un tercer
“pero”, miré la realidad quizás por primera vez de un modo racionalmente
objetivo y vi que mi tiempo ha pasado, que soy viejo. Que vivo entre decrepitud
y que revivo, cada día tres o cuatro veces, el infarto. Que todo naufraga en
esas arenas movedizas y que, realmente, no era aquel modelo de vida por el que
luché el que quería. Ahora ya soy un extraño incluso cuando estoy solo, un
extraño ante mí mismo.
Varias veces, incluso de joven me he sentido como tu ahora. Varias veces algo o alguien a venido a mi encuentro para demostrarme que estaba equivocado. La vida es dura, incluso muchas veces desagradable, pero tambien llena de cosas bellas y de pequeños momentos irrepetibles. Creo que el secreto esta en aprender a ver esas pequeñas cosas y esperar que un dia alguien se cruce en nuestro camino y nos alegre el dia. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias David por tu comentario y tus ánimos. Ante todo quisiera pedir disculpas por esta entrada. Mi excusa para dejarme explotar así es que a veces hay que desahogarse y no nadie a tu lado para hacerlo.
ResponderEliminarDe nuevo gracias.
Piensa en todos los que estamos aquí a tu lado, porque tú eres único y especial. Como tu te sientes me he sentido yo multitud de veces, sencillamente aún hay veces que me siento así, un poseedor de sueños rotos, expectativas frustradas, pero siempre aparecen pequeñas cosas que dan un vuelco a la situación, que me hacen ver lo importante que es el día a día, los pequeños afectos, cosas sin importancia que son un auténtico tesoro.
ResponderEliminarEn realidad sé cuanto me dices pero la explosión vino de un fogonazo, vi de repente lo que soy, lo que creía ser y lo que quería ser. De golpe. Y, claro, me pilló.
EliminarGracias por tus palabras y tus ánimos.
Siento que estés de bajón. Tiempos mejores vendrán. Yo creo que el secreto está en no esperar demasiado de nada y recibir lo poquito que nos llega como un enorme regalo.
ResponderEliminarTambién creo que decir las cosas es mucho mas facil que ponerlas en práctica.
Un abrazote.
Completamente de acuerdo contigo en todo. Lo dificil es mantener esa actitud continuamente.
EliminarGracias por tus ánimos.