En mi "excavación" casi arqueológica entre viejos textos me he encontrado esta nadería de 1991 que pensaba deshechar sin más pero que en una segunda lectura después de tanto tiempo me ha parecido que vale la pena rescatar. No sé, me ha hecho gracia. Ya me contaréis.
“A
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veces la página en blanco es un campo seco y
pedregoso". Como lamento de escritor sin ideas quizás no esté mal, como
inicio de una narración es, sin duda, nefasto. Sin embargo la realidad es poco
más o menos así, claro que el acto de contar no tiene por qué ser
necesariamente un calco de lo que estamos acostumbrados a vivir, ni tan
siquiera tiene que seguir los cauces habituales o el desarrollo lógico del
espacio y/o el tiempo.
Claro
que teorizar sobre una actividad no la sustituye y que si yo hubiera encontrado
en mi mente calenturienta por demás una historia de mayor o menor envergadura
no estaría escribiendo estas líneas sino otras en las que las palabras dieran
forma, medida y movimiento a personajes que harían, dirían o pensarían algo. La
primera línea de este texto, cuyo desarrollo no veo muy claro todavía, estaba
pensada para iniciar un cuento de diez o doce Din A 4 con márgenes de 10-70 en
el ordenador, por supuesto a dos espacios; sería absurdo presentarlo a la
posteridad manuscrito en papel cuadriculado y a pluma como estoy haciéndolo,
por cierto que la pluma es nueva y conserva aun el trazo fino y hasta diría que
elegante a pesar de mi letra, que he de confesar bastante fea, en cualquier
caso alguien debería escribir algo bonito y sabio sobre el simple y puro gozo
de deslizar el plumín por el papel, es un placer casi tan perfecto como
sostener en nuestras manos el peso de una edición bien encuadernada de un buen
libro.
Iba
diciendo que la primera línea, esa de "a veces la página en blanco es un
campo seco y pedregoso", tenía que haber sido el principio de un cuento en
el que un hombre intentara escribir algo, a lo mejor una carta, que siempre dio
mucho juego el género epistolar, pegado un escritorio de los antiguos, aquellos
muebles con persianas, escribanías, cartapacios, tinteros de claro cristal,
minúsculos cajoncitos, sobres con membrete, abrecartas, y, sobre todo,
compartimentos secretos donde ocultar a miradas ajenas e indiscretos chafardeos
un revolver, un pagaré, o una carta de amor. Obviamente una carta escrita en
una mesa de despacho rectilínea con un calendario enfrente que nos recuerde,
que le recuerde al protagonista, que todavía le faltan quince días para cobrar
tiene un valor literario cualitativamente distinto que, desde luego, no era el
que yo buscaba cuando abrí el cuaderno y me puse a escribir.
El
hombre ante el escritorio era la primera idea, la única si he de ser franco,
por eso se me ocurrió la pedantesca frase ya entrecomillada dos veces en las
escasas páginas que llevo escritas y que, por tanto, me abstendré de
transcribir de nuevo; como a mí no se me ocurría nada, pensé que no estaría mal
que a mi personaje tampoco se le ocurriera, concepto que expresé, como se ha
visto, de una forma radicalmente equivocada, además de impregnada de una
ampulosidad más de acuerdo con los postulados literarios del siglo XIX que con
el uso cotidiano del idioma. Sírvame de
disculpa para el anacronismo la influencia que las imágenes de aquellos muebles
ejercen sobre quienes entendemos el ejercicio de escribir como un placer
estético, y en la estética no cabe excluir el confort, un cierto grado de
confort, que tampoco pedimos lujos de sátrapas persas, así como no se debe
olvidar tampoco un mínimo reducto de intimidad absoluta.
Resultaba
casi inevitable que el hombre que escribe, o intenta escribir, la carta, o cartas,
estuviera rodeado de un ambiente decimonónico y algo decadente; si, la
decadencia plástica era imprescindible a la narración pues el protagonista, aun
sin bautizar, mientras mantuviera su pelea privada con la carta, buscando el
modo de decir algo a alguien, tendría tendencia a perder la mirada sobre los
objetos que le rodearan para recordar o evocar, recurso, sin duda fácil, que
permite ejercitarse en descripciones con graduales y expresivas cargas
dramáticas al mismo tiempo que recrearse en los objetos; !vaya por Dios¡, en
pocos renglones he repetido "objetos", espero que al mecanografiar no
se olvide sustituir "objetos" por "cosas" aunque detesto la
palabreja.
Hasta
ahí todo era más o menos razonable, así que, irresponsablemente, me permití
lanzarme a plasmar la primera frase sin meditar seriamente las consecuencias;
ahora viene lo malo. El hecho de que un hombre, por muy prototípico que sea,
escriba una carta no tiene interés literario sino como nexo y siempre en
relación con dos elementos que no había tenido en cuenta en mi proyecto
narrativo: contenido y destinatario. Ambos conceptos continúan siendo
imprescindibles aunque, como en el caso de mi cuento, la carta no sea el lazo
entre protagonista y deuteragonista (habrá que suprimir esto pues queda de un
presuntuoso que tira de espaldas), entre dos personajes (queda mucho mejor),
sino la protagonista principal, eje y espoleta, por así decirlo, de la historia
que debería construir apoyándome en ella y en el esfuerzo que a mi hombre
pegado al escritorio le costaba escribirla. Para que ese papel, que debería
viajar en sobre con sellos de, por ejemplo, Don Amadeo, tuviera la fuerza
suficiente para tan importante misión como yo le había asignado tendría que
decir algo muy importante. Soy de esa clase de escritores que todavía no
concibe que una misiva que se reduce a dar y pedir el parte médico familiar sea
material para una narración por breve e intrascendente que esta sea y por
modestas que sean sus pretensiones literarias. Ay Señor, he vuelto a repetir, habrá que
corregir también aquí.
Pocas cosas a través de la vida del
hombre (he de cambiar "a través" y poner "a lo largo"; esto
me pasa por no pensar la frase completa antes de empezar a escribir, es que no
aprendo). Decía que a lo largo de la vida de un hombre pocas cosas hay que le
cueste tanto decir o explicar en una carta y de esas pocas hemos de descartar
aquellas que implican situaciones económicas angustiosas pues requieren, a mi
corto entender, un tratamiento más largo del que permite un simple cuento. Las
que quedan tienen que ver con dos realidades, casi cabría decir "con las
dos realidades": el amor y la muerte, eso sí, para el papel que deberían
jugar en el cuento han de ser propias, costaría mucho entender las dudas del
hombre ante el escritorio de otro modo. En otras palabras; tiene que tratarse
de una carta de amor, en cuyo caso resulta mucho más cómodo que esté destinada
a una mujer, o de una despedida, lo que permite una gama más amplia de
receptores. Aunque, a priori, me incliné por el apasionado tratamiento que
permite la primera opción en lo relativo a recursos como ropas, alabanzas a la
belleza de la dama y protestas de un irresistible frenesí erótico, estoy seguro
que, de haber continuado escribiendo, habría escogido la otra posibilidad. La
despedida a causa de una muerte inminente resulta, al menos para mí, tema muy
sugerente, pero ha sido tratado demasiadas veces y por mejores plumas que la
mía; si añadimos a esto el hecho de que, dado el entorno en el que casi
involuntariamente había enmarcado al hombre del escritorio, las opciones que se
me ocurrieron en un primer momento (suicidio, tuberculosis o duelo) resultan
tan sobadas como poco convincentes el resultado es que, sin dejar de
lamentarlo, me vi obligado a abandonar la historia de un hombre ante un antiguo
escritorio. Lo cierto es que era una historia que no valía la pena contar.
Ya lo creo que valía la pena contar esta historia. Es muy ingeniosa y está muy bien escrita, creo yo.
ResponderEliminarUn abrazo
Pues mira cuando la terminé me pareció una tontería pero ahora al revisarla me ha parecido que tiene su aquel e incluso su alquelotro. En cualquier caso algún título hay que poner
EliminarGracias.