En mi casa entra un
único rayo de sol sobre las diez de la mañana, atraviesa sesgado por encima del
teléfono para iluminar un pedazo de pared no mayor de veinte centímetros
durante unos cinco minutos, en temporada alta. Mi casa da al Noroeste, todo
menos la concina y el baño. Allí el sol entra de finales de febrero a finales
de agosto medio metro toda la mañana.
Mi casa es un cuarto
que da a una plaza por lo que tiene luz. En medio de la plaza un colegio la
llena, antes se veía el patio y en el recreo a los niños jugar, ahora lo han
convertido en gimnasio cerrado y tan
solo los días de sol se ve a los parvulines jugar en un estrecho pasillo de
rejas a las tres de la tarde.
Justo bajo mi ventana
hay un jardín, cerrado a todos por que nunca quedó claro a qué bloque
pertenece. No está descuidado pero tampoco se puede decir que sea un espacio
limpio o atractivo, setos un par de árboles raquíticos y silenciosos. Allí,
cuando era niño, bajaban las mamás con sus hijos, los chicos jugaban al balón.
Luego fueron llegando rejas y, hoy por hoy, la plaza es un pasillo de rejas que
lleva a la escalera del colegio donde, triunfal, ondea la bandera vaticana.
Mi casa tiene
ventanas amplias pero sentado junto a ellas no ves más que cielo y la rama del
único árbol grande que hay. Está en el patio de la casa del conserje del
colegio y los vecinos están empeñados en talarlo. Cada año las urracas anidan
un poco más arriba sin saber que tarde o temprano, la gentuza triunfará.
Para ver la luna
desde mi casa te tienes que tumbar en el suelo del retrete –das con los hombros
en la pared pues coincide una viga- y encajar la cabeza en el sumidero, sólo
así, algunos meses en luna llena puedes ver al menos un trozo. En cambio, al
pasar para acostarme a menudo veo el suelo del baño iluminado por la luz
blanca, sonrío e intento pensar que es un reflejo de la luna, paso deprisa
antes de que la vecina del sexto apague la luz de la cocina y la ilusión se
vaya.
Mi casa hubo un
tiempo en que fue un paraíso por que, como tantos otros españoles de la época
en el 62 con un niño enfermo –yo- y sin un duro, estábamos a punto de
encontrarnos literalmente en la calle. Los bloques de la empresa estaban
adjudicados a las familias numerosas y yo soy hijo único. Corrían los tristes
días de la muerte de Marilyn y el río desplegaba su rica fauna de mosquitos,
benditos sean que espantaron a las catervas de “la gran familia” y fueron
dejando puestos, hasta que llegó a nosotros un trece de agosto. Ni el Palacio
Real nos hubiera parecido mejor residencia a pesar del frío, de la torpeza de
la construcción –las canicas ruedan solas hasta debajo de mi cama si las dejas
sueltas- y la entonces “lejanía” de la ciudad. Veníamos de la calle Maudes y,
claro, entonces esto venía a ser como ir de safari.
Luego fueron apareciendo
rejas, primero en el barrio, luego en el bloque, ahora ya en mí cuerpo. Un
cuarto piso con ascensor, escueto, muy escueto, para una silla de ruedas es una
cárcel potencial, una avería te encierra por días si es de las gordas. Salgo
recogido sobre mí mismo, todo apretado, reposapiés, piernas, dobladas al
máximo. Las rejas empiezan a aparecer ahora cuando uno se pregunta qué pasará
cuando no pueda doblar las piernas tanto. O cuando a algún cabrón del
ministerio de Industria le dé por imponer alguna norma nueva –cada una que
obligan reduce uno o dos cms. el espacio-, o que al ingeniero que diseña las
sillas se le ocurra dar tres cms más de largo. Estas rejas van apareciendo en
un horizonte difuso e inconcreto. Hay otras que no.
Mi cuerpo se
precipita. Todos tenemos una decadencia con la edad, lo sé, pero llevo una
larga temporada, no sé si será estacional primavera-verano, en el que mi cuerpo
impone rejas que me impiden o limitan salir de mi casa. Es un juego de
psicópatas en el que no puedo decir si voy a poder quedar con alguien ni
siquiera cuando estoy saliendo por la puerta. Poco a poco el juego de “a ver
cuando te encierro” está afectándome la cabeza, lo habréis observado, apenas
puedo pensar y la calidad de lo que hago es notoriamente inferior. Si alguna
razón me queda o el juego acaba pronto o acabará pronto con ella. Por eso las
rejas crecen y amenazan, por eso ayer, cuando empecé este texto, necesité
vomitarlo en este espacio para no ahogarme, aunque en realidad no aporte nada
al blog. O tal vez sí, ¡y yo que sé a estas alturas!
Joaquín, yo no entiendo de casi nada, tampoco de literatura pero si tuviera que rescatar un texto tuyo seria este. Si no fuera tan triste lo que cuentas te diría que me ha parecido hermosisimo. te lo digo con el corazón.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, amigo.
Me sorprende y me halaga que una cosa que fue y es más que nada una explosión no controlada de dolor y frustración te llegue tan profundamente. Desde luego no tenía ninguna pretensión literaria sino simplemente soltarlo para no enloquecer. Gracias.
ResponderEliminarSeguramente porque te sale del alma, el texto es mejor y llega mas que otros. Es triste, si, pero quiero ver toques de humor que me alegran.
ResponderEliminarUn abrazo
No sé si es mejor, sé que sale del alma por que del cerebro ya no sale casi nada.
EliminarGracias