Sin embargo, el
principal rasgo de su personalidad y presencia, era su locuacidad extrema.
Vamos que, como decían mis tíos “No se callaba ni debajo lagua” (contracción
castiza y seguro que antiacadémica). Casi literalmente, y eso que en mi familia
estamos acostumbrados a mujeres capaces de pasarse seis horas y, al despedirse,
decir aquello de “ya hablaremos con más tiempo”. (He de reconocer que yo he
salido a esa rama femenina y empiezo a pensar que escribo para seguir hablando
cuando estoy callado). Pues sumándolas
todas no llegaba ni a la mitad del parloteo de Rosa. Era un cuasi monólogo sin
contenido, la mayoría de las veces y sin límite ni pudor, torrencial y, a
menudo, irreflexivo en apariencia al menos. Entre aquel despeñamiento de
palabras, si uno estaba atento y lograba no desconectarse o no convertirlo en
un fondo neutro se iba descubriendo que su eterna actividad y sonrisa tenían
otro sentido y casi se comprendía incontinencia verbal. Sólo casi, pues
resultaba difícil saltar como ella sin cambiar ni el tono ni el gesto del tema
más inconsistente como los progresos (ejem, ejem) de la vecinita de al lado que
tocaba –o más bien lo intentaba sin demasiado ahinco, gracias a Dios- el “Para
Elisa”, a puntos que estremecía pensarlos siquiera. La cosa podía ir más o
menos así, eso sí sintetizo y mucho: nombre de la pianista y genealogías
materna y paterna, biológica y política hasta al menos la tercera generación.
“El primo del padre se casó luego con la Asun que es prima del Loli la Rubia
–que también vacacionaba en el pueblo- y cosía para la consuegra de la abuela
de, (nombre de la pianista en ciernes) y siempre tenía perros. Y tú, o sea, yo
“la abuela”. “No hombre la consuegra que había casado al hermano del padre con
la hija del tio Paquico, que tenía cabras”.”La hija”.”No, él padre y por eso tenía perros siempre por
el taller de costura. A mí me querían mucho y cuando se me murieron los
mellizos, amamanté a dos cachorros, que sería por entonces cuando se casó Loli
la Rubia que nos dio un trabajo con el vestido enorme pues –pormenorizada
descripción de la tela, bodoques, vainicas y realces, metros de velo y demás-
Nos quedó bien bonico”. Hasta ese momento ni siquiera sabía que había tenido
mellizos que habían muerto. Si conseguías meter baza en el monólogo y lograbas
que rebobinara hasta ese punto, repito, si lo conseguías, que no era empresa
fácil, te enterabas de que había tenido unos mellizos sorpresivos, esperaba uno
y en el parto se encontraron dos que nacieron muertos. Ella parecía no
emocionarse, como si fuera algo que le hubiera ocurrido a otra persona y
retomaba la historia banal desde donde la había empezado.
Vista la verborrea
incontenible se permitirá al cronista no reproducir literalmente sus
conversaciones con Rosa, más que por cualquier otra condicionante por qué, de
hacerlo, esto acabaría siendo la Enciclopedia Británica y no me parece serio,
la verdad.
Una vez sentado que su
principal rasgo era su excesiva locuacidad, que queda de momento ahí, como
ruido de fondo. Otra, no sé si cualidad, era su coquetería. No recuerdo haberla
visto nunca sin pintar, no como una puerta, desde luego, pero sí con su toque
azul en los párpados, el rímel bien marcado, el carmín discreto, algo de
maquillaje y su buen par de pendientes de oro, con ese gusto levantino por el
preciado metal que hacía de la playa un escaparate de joyerío y uno, ya al
borde de un golpe de calor, no acertaba a distinguir si estabas en la playa con
Rosa o en Tiffany´s con Audrey. Cierto que no era ella de mucho joyerío pero
sus varios pares de gruesos pendientes y algunas cosillas más, eran buenos. Don
Florentino aseguraba que le había visto meter la mano en cajas que los moros
(ahora subsaharianos) paseaban por la playa esperando vender alguna de las
baratijas que cargaban y no sacarla vacía precisamente. ¿Era cierto lo que
decía el caballero? No tengo la menor idea, así que me abstendré de opinar.
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