Otra de su
características, acompañada además por su eterna sonrisa, era ser en extremo
servicial, que no servil, siempre dispuesta a hacer un favor a quien lo
necesitara por comprometido que pudiera resultar, un ejemplo: la patrona murió
los últimos días de agosto y fue ella quien se puso al frente de la casa llena
de huéspedes y quien se ocupó de las cosas que la familia no estaban para
hacer. Ponía inyecciones, había tenido que aprender por su madre que estuvo
largo tiempo encamada, eran tiempos en que todo se solucionaba a base de
inyecciones, de un resfriado a una tisis (queda decimonónico pero no por eso es
menos cierto) Huelga decir que todo aquel que necesitara ponerse un tratamiento,
por largo o incómodo que fuera, acudía a ella, y allá que se iba con su falda
plisada y su andar sandunguero, aunque fuera al otro extremo del pueblo. Eso
sí, informándose bien del medicamento y asegurándose de que era recetado pues,
contaba ella, en alguna ocasión le habían pedido que les inyectara abortivos.
Menos mal que estaba un mes como máximo o hubiera arruinado al Paquico,
practicante oficial de todo el barrio, pues Rosa no cobraba, lo que siempre es
un atractivo.
En suma que, cuando no
era para echar una mano en un vestido urgente, era para poner una inyección, el
caso es que Rosa entraba y salía de la mitad de los hogares del pueblo siempre
como amiga y siempre bien recibida “si se callase un ratito”. Vamos que si
hubiésemos querido nos podía haber tenido al tanto de todos los cotilleos del
pero no era cotilla. Si de algo nos enterábamos era por qué, en su torrencial
elocuencia, se escapaba algo como “precisamente ahora que está la cosa así” y
si preguntabas te enterabas de que el negocio de Pepe –a quien no conocíamos-
iba mal, que la de tres portales más abajo –la hermana mayor de la pianista del
Para Elisa estaba embarazada y el novio en el triángulo de las Bermudas, o sea,
desaparecido, que el hijo del camarero cuatro calles más arriba, “donde los
pollos, pues tres puertas más” de cinco años se había matado al caerse del
balcón o que la hija de Loli la Rubia tenía cáncer, o, incluso podías llegar a
enterarte de que la Fernández del escudo de armas no sabía hacer un moño de
picaporte –mejor no preguntarle-. Todo en una misma jerarquía si atendiéramos
sólo a su voz, no si mirábamos a sus ojillos que, repentinamente, se cuajaban
de lágrimas que no llegaban ni a caer ni a conseguir que interrumpiese su
discurso. A menudo me pregunto si esas cosas que se le escapaban en la charla
eran tan inocentes e inocuas como parecían y, aun sin llegar conclusión seria
en este campo los indicios me llevan a pensar que inocentes, lo que se dice
inocentes, pues no; deliberadamente malintencionadas para hacer daño, pues
tampoco. Este es una de las pinceladas de su carácter que más me ha dado que
pensar: la ambigüedad de su comportamiento y parloteo.
Se me viene a la cabeza
un día en especial en el que me di cuenta de esto. Don José, el patrón,
diabético y artrósico perdido había caído en cama con uno de sus ataques de
artrosis de cadera que durante días le impedían moverse y, obviamente, usaba
nuestro hispano orinal precisamente para la función para que la que se
concibió. De buenas a primeras le oímos llorar a gritos que se moría. La Señora
Carmen, su mujer, acudió como si le importara –no creo que hubiera algo que le
importase menos que su marido salvo, quizás, la idea de que el universo se
expande-. Como se hablaban, cuando lo hacían, a grito pelado, nos enteramos que
había orinado sangre y le había entrado el pánico. Rosa con sus pasos de gato
se acercó y preguntó a la Señora Carmen si había fregado la bacinilla con lejía
y si no habría quedado un resto pues, según qué lejías enrojecían mucho la
orina. Así se lo explicó la patrona al aterrado enfermo aunque con palabras
menos delicadas y el hombre se tranquilizó. Más tarde Rosa me estuvo explicando
como sabía lo de la lejía con su habitual archiactividad verbal que omitiré
aquí sintetizando al máximo las dos horas y pico que estuvo hablando del tema.
Resumiendo pues, y mucho, todo se reducía a qué tuvo que cuidar un tiempo a su
madre y vivieron una situación parecida; después siguió contándome prolijamente
los cuidados que le prodigaba y su muerte, incluso cómo se sentó sobre las
rodillas flexionadas y agarrotadas para que entrara en el ataúd sintiendo como
se “quebraban los huesos”. Ahí casi me mareo imaginando, la escena y los
crujidos óseos junto a la caja y los cirios. Para ella todo aquello resultaba
de una naturalidad, quizás sana, no digo que no, pero también un tanto macabra
por lo menos para soltarlo así, en cualquier momento y haciendo que lo que
empezó como una cuestión de lejías acabara no dejándome dormir escuchando los
“cracs” de los huesos de las rodillas bajo su orondo trasero.
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