Permítaseme una
digresión sobre los culos que pasaban por aquella casa en esos meses
veraniegos, además del de Rosa, dignos son de mención y merecido recuerdo otros
dos, a cual más, ¿cómo decirlo? generoso. Piedad, que fue pocos años, pequeña
redonda hasta en el moño, que no sé si lucía con orgullo o cargaba con
cristiana resignación, con un pizpireto par de calabazas respingonas que,
embutidas en su bañador azul chillón, resaltaban como un semáforo playero al
que se le podría aplicar parafraseando los versos del insigne poeta, gloria de
nuestras hispanas letras: “Érase una mujer a un culo pegada, érase un culo
superlativo, etc”. En cualquier caso un par de formidables nalgas que, de haber
vivido en el XIX habrían hecho innecesario el polisón. El otro trasero a
reseñar aquí era el de la Fernández con escudo de armas. Como el lustre de su
apellido no le permitía dar un palo al agua movíase siempre con una languidez
vivaracha de una butaca a otra, claro que eso le había puesto unos cuantos
kilos encima, pero se los había colocado en culo, caderas y cartucheras en
forma de grasaza amorfa que más que ocupar un espacio, lo rebosaba –como mi
tripa de entonces-. Las otras huéspedas que encajaban sus traseros dentro de
los parámetros normales no dejaban de hacérselo notar con mayor o menor sutileza.
En fin, dejémonos los
culos y volvamos a nuestra protagonista. Dicen que el gran peligro de los
biógrafos es, precisamente, enamorarse del biografiado. Me preocupa, pues
cuando escribo sobre alguien o algo suele ir ocurriéndome lo contrario y, al
final, hasta me cuesta encontrarle alguna virtud y he de invertir el proceso
¿seré sólo un mal biógrafo o, algo muchísimo peor, objetivo? Y ya puestos a
reflexionar sobre tan espinoso como manido tema cabe preguntarse ¿Qué se hace o
como se gestionan los datos que te llegan por terceros de personajes y
episodios que has vivido tú y que nunca coinciden? Que eso ocurra con la
conquista de América, vale pero ¿con una Fernández, por mucho escudo que
tuviera?
Ante todos estos
dilemas se encuentra el autor, yo, a la hora de hablar de Rosa a quien me unió
un cariño especial ¿por qué? Simplemente por qué la escuchaba y por qué cazaba
sus pequeñas, o no tanto, maldades y se lo decía.
Rosa, cuando la
conocimos cosía en un taller de trajes regionales, rica indumentaria de su
tierra, aunque no siempre, sólo cuando aumentaba la demanda, con eso y la
pensión, que no debía ser muy holgada, sacó adelante casa e hija. Una vez
logrados ambos objetivos podía permitirse algún viaje y estos veraneos en la
despensa, compartida a menudo con Nina o alguna de las ocasionales, de las que
no volvían al año siguiente. Rara vez, sin embargo, pasaba muchas horas en la
casa pues si Nina era la Reina de la sociedad de dos o tres manzanas, Rosa era
el perejil de todas las salsas que se cocinaran en un área mucho más amplia y
no sólo en el sentido espacial del término. La “sociedad” de Nina era de ese
tipo que considera a la maestra como fuerza viva, la de Rosa, por el contrario,
abarcaba un espectro mucho más variado, en parte por su trabajo y en parte por
tener la habilidad de engarzar amistades como cerezas. El caso es que a media
tarde se arreglaba para ir a casa de tal o cual, a veces para hacer algo
concreto como jugar una partida al julepe con garbanzos, meter el bajo de un
vestido o visitar a la abuela centenaria de unos amigos; otras simplemente para
tomar un café o sentarse a charlar un rato. El caso es que nunca le faltaba
donde ir ni compañía para ir al cine, a una excursión o a las escasas funciones
teatrales. Muchas veces venía al cine con
nosotros a alguno de los cines de verano o se sumaba al grupo familiar
que veníamos a ser cuarenta y la madre, la madre de una de mis tías
concretamente, y que siempre estaba abierto a que se añadiesen un par de
docenas más. Eso sí, con el dinero de las entradas o de lo que fuera por
delante o se quedaba en casa platicando con los huéspedes más sedentarios
conocidos por mi familia como “el frente de juventudes”.
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