Hoy es diecinueve de febrero, y, como cada diecinueve de
febrero sin fallar uno desde los diecisiete años, me acuerdo de ella. Hoy hace
años que murió en una operación rutinaria, tenía dieciséis años, era hija de
unos amigos de unos vecinos y una criatura preciosa. Yo era de su edad pero
parecía mayor que yo. No voy a decir que estuviera enamorado, para enamorarme
por entonces había que ser pelirroja y estar entrada en carnes, algo que ni era
ni estaba ella. Blanca, cabello rubio oscuro, dulce, con esas chapetas rojizas
que, decían, son propias de los enfermos del corazón como ella y preciosa. Se
nos fue de golpe una fría y oscura tarde de un diecinueve de febrero. No hay
mucho más que decir, pero me hace sentir humano recordarla cada año, tanto
tiempo después aunque sus rasgos se hayan difuminado y queden en mi memoria
pocas y pequeñas pinceladas de lo que fue ella y aquella tarde siniestra. Podría
contar el antes, el después pero no hace falta: tenía dieciséis años y murió en
un quirófano una tarde de un diecinueve de febrero. Creo que con eso queda
dicho todo.
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