A estas alturas de mes ya está literalmente aquí el día del orgullo gay. Nada sorprendente, ni que ya nos refiramos a el como simplemente Orgullo. Quizás no sea el término más adecuado pues todos o nadie deberían estar orgullosos de ser quienes son. No sé qué podría sustituirlo pero al fin y al cabo todos sabemos de lo que hablo, además se ha aceptado universalmente. No seré yo quien ose cuestionarlo seriamente.
A estas alturas de mes ya es más que habitual que Madrid se llene de parejas gay que se adelantan al Orgullo y luego lo prolongan con sus vacaciones. Vamos que lo voy a contar no tiene nada de extraordinario objetivamente hablando.
Al entrar en la calle de la Sal vi junto a lo que fue La Camerana a un hombre, hoy las edades son difíciles de descifrar pero yo diría que rondando la treintena ni más de dos por arriba ni mas de dos por abajo. No demasiado alto, rubio, creo. Digo creo por que lo que me llamó la atención de este hombre anónimo no fue precisamente su pelo sino sus imponentes pectorales bajo la camiseta azul. Seguramente no serían para tanto pues no se le veía en exceso musculado, lo justo; pero teniendo en cuenta que yo no tengo pectorales sino tetas y que lo único que he conseguido intentando que aparecieran ha sido cargarme los hombros (sin contar con el tejido mamario que me han producido algunos medicamentos que yo creo que no ha desaparecido del todo) Es fácil comprender que ante unos pectorales bien formados y con los pezones destacados mis ojos se vayan a ellos. Luego vino lo demás que en nada destacaba especialmente. Guapo, sí, pero sin llegar a hacer que se le desee la muerte lenta que, yo por lo menos, se desea a los bellos. Esperaba. Nada que objetar. Diría que el setenta por ciento de los hombres en las calles del centro de Madrid están siempre esperando y generalmente a sus Santas esposas. Sinceramente no le di mayor importancia salvo por esos pectorales por los que mataría. Yo bajaba hacia él evitando el pavimento irregular del centro de la calle. ¿Por que narices tengo que verlo todo?, ¿por que no puedo pasar por el mundo como la mayoría de los humanoides sin ver nada, sin apreciar nada, sin darse cuenta de nada? Pues no, tengo que verlo todo. Algo cambió en él y no era otra cosa que una sonrisa. Una sonrisa amplia, cálida, cómplice y, quizás algo traviesa. De detrás de mí apareció por mi derecha otro hombre. De este sólo puedo decir que llevaba camiseta blanca y pantalón negro, ah, y con el pelo entrelargo y rizado. Sólo le vi de espaldas pero fue suficiente.
Literalmente se arrojó a los brazos del rubio como un naufrago, yo creo que ni siquiera llegó pisando el suelo sino que a pocos pasos saltó hacia él. Los brazos de éste se abrieron y se cerraron en un abrazo. Evidentemente no era un convencional abrazo de machos que se esboza y con unas palmaditas en el lomo se despacha. Era, y perdonad lo cursi y tópico de la frase, como si se quisieran fundir. Por encima de la camiseta blanca podía ver la expresión del dueño de mis envidiados pectorales y era de una felicidad absoluta. Estaba asistiendo a uno de esos escasísimos momentos de plenitud que escasísimos hombres tienen y, como el jardín de los senderos que se bifurcan mi alma/mente o lo que queráis se dividió en dos. La conciencia de estar ante algo casi sagrado, supremo y único (pocos abrazos se dará esa pareja de la intensidad de este) por un lado. Por el otro una feroz envidia, no como "pesar del bien ajeno" que nos decían de críos sino de desear intensamente vivir algo parecido. Es una sensación conocida de desgarro, llanto contenido y soledad. Ah, y dolor, que no se me olvide el dolor que supone este suplicio de Tántalo que para algunos es la vida.
Sólo una vez encontré algo que no siendo amor ni cosa parecida fue, o así lo sentí, una comprensión profunda, una compañía en el alma. Iba con mis bastones sorteando las obras que se hacían en Montera esquina Gran Vía. Iba reventado, sudando a chorros y tenso para no resbalar con alguna piedrecilla o el polvo de la obra. Un hombre joven, veintimuchos quizás, se paró para dejarme paso, levanté la cabeza para agradecérselo y en su expresión y su mirada (inmensos ojos azules) encontré una comprensión dolorosa y dolorida que jamás había encontrado en nadie ni he vuelto a encontrar. No fue ni de lejos la plenitud alegre y explosiva del abrazo, pero sí unos segundos de compañía, por apenas un momento no estuve sólo pues hay un punto dentro, al menos en mí, que no puedes compartir con nadie por mucho que te quieran y por mucho que sepas que no estás solo. Pues ahí llegó esa mirada. Han pasado más de diez años y aun la recuerdo como algo tan sagrado como la plenitud del abrazo de ayer y con una cierta tristeza. Demasiado fugaz. Deseo que a ellos no les salga fugaz esa plenitud, por mucha envidia que me den.
Si vieras que me dejas entre triste y feliz con esta entrada. Feliz, porque ahora se puede (con algunas enmiendas) abrazar al hombre que queremos en la calle, pero algo triste porque eso es algo que todos necesitamos y merecemos.
ResponderEliminarXoXo
El amor es cierto que todos necesitamos y merecemos pero que a muy pocos les es concedido. Los demás nos hemos de conformar con sucedáneos.
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