A Federico, a nuestro Federico, le mataron en el treinta y seis, en la primera tanda de matanzas que duró muchos años. En su muerte, injusta y brutal, en su tumba, muchos años abandonada y clandestina, en sus huesos dispersos y mezclados con los de otros asesinados –si asesinados-, en su familia que no quiere encontrarle ni saber nada de él, en que hayan pasado setenta y tres años tirado en medio del campo, en esas familias de quienes mezclan con sus huesos en las que todavía domina un miedo profundo, un miedo más allá de cualquier límite –en parte sin duda por la serenidad con que esa cuerda sigue actuando en este país como tuvimos ocasión de ver hace poco con el asesinato de Carlos Javier Palomino-; en todo ello Federico, nuestro Federico, se ha erigido a pesar suyo en el símbolo de un país derrotado, acobardado y machacado, un país que aceptó su humillación más allá de la muerte del dictador, un país donde todavía se oye “no hay que remover el pasado” a quienes leen cada día en el nombre de la calle donde viven el nombre de los asesinos de sus padres, de sus abuelos, un país en que todavía se oye “a ese le mataron por maricón” justificándolo o poco menos, un país en el que se teme saber la verdad, se eleva a delincuentes a la categoría de semidioses y se jalea la perpetua impunidad como una gracia más. Sin embargo, en ese país hoy, setenta y tres años después de su asesinato, todavía sin sepultura, todavía tirado en el Barranco de Viznar, Federico ha vencido.
Toda su vida se preocupó por la extensión de la cultura y toda su vida, siendo un altísimo intelectual, bebió de la sangre del pueblo sus cantares, sus sentimientos, sus ritmos, su pasión, incluso su falsa y pagana religiosidad. Bebió en su poesía, bebió en sus músicas y bebió en la creación de sus personajes dramáticos. Por que Federico hacía drama, teatro, contaba una historia incluso en los poemas menos narrativos y oscuros. Pero es en sus tragedias, en sus tres grandes tragedias donde el alma de la gente llana escapa del teatro, de la cuarta pared y se desborda hasta envolver la nuestra. “Yerma”, la hembra estéril y rebelde a su destino, la romería para fornicar y engendrar de otro hombre, su negativa, el amor que ha pasado, la certeza. “Bodas de sangre”, la Madre inútil con todos sus hijos muertos y la pasión arrastrándolo todo. Y “La casa de Bernarda Alba”. “Bernarda, cara de leoparda”, dice la anciana y enloquecida Josefa, madre de la autócrata. Bernarda, la madre omnipotente y castradora, asesina de mentes y almas, bestia sedienta de poder que ejerce hasta la aniquilación. Bernarda Alba nacida como documental de los pueblos de España es, hoy, la victoria de Federico.
¿Por qué decir esta majadería a estas alturas? Muy simple, estos días se está preparando la única representación de La casa de Bernarda Alba que podrá apresar la dureza emocional de esas mujeres enclaustradas, la crueldad de la madre dominadora, la ancestral brutalidad de una cultura que machaca al individuo –no voy a caer en la fácil trampa de identificar Bernarda Alba con machismo, eso se lo dejo a las plumas fáciles y complacientes que tanto abundan-; la única representación que va de abajo, del sentimiento vivido y no expresado al acto sublime de levantarlo en un escenario. Un grupo de mujeres gitanas, analfabetas en su mayoría, con sus chiquillos en las chabolas, con sus pucheros en el fuego, con su dificultoso castellano, van a tener el valor y las agallas para poner en escena La casa de Bernarda Alba. Sólo mujeres como ellas, acostumbradas a luchar por cada pequeña cosa, a sobrevivir en una sociedad que las oprime por todas partes, a plantarle cara a la vida con todas sus fuerzas pueden darle a Bernarda y a sus hijas la profundidad ética, la ferocidad de la lucha por la supervivencia, la energía en suma que requiere ese juego de papeles. Sólo ellas pueden reunir todo lo que las mujeres de Lorca sienten en esta tragedia, sólo ellas pueden ser creíbles y sólo ellas pueden llegar a comprender el horror de lo que cuentan y trasmitirlo.
Grandes actrices han representado a Bernarda, las más grandes quizás, pero desde mi admiración profunda, ninguna ha llegado a estremecer con el personaje, a unas las fallaba el físico, a otras que entendían la obra como alarde literario y dramático, a otras que su formación personal las alejaba demasiado del mundo en que esas mujeres se retuercen enjauladas, lloran y mueren. Ellas, estas nuevas actrices tienen todo eso demasiado cerca –sus madres, sus abuelas, su proximidad con la realidad más inevitable y material- como para sentir extraños esos personajes.
Esa es la victoria de Federico, a pesar de todo el pueblo, incluso el que no tiene acceso a la lectura o al teatro siente lo que el expresó hace setenta y tres años. No conseguiste eliminar el analfabetismo, Federico, ni extender un mínimo de cultura; no conseguiste ni siquiera que te dejaran en paz, pero conseguiste establecer un vínculo con tu gente, con tu gente de verdad, no con los pseudointelectualoides que limitan la literatura a la sexualidad, la política o directamente el soborno de una buena venta o de un buen patrocinador, un vínculo que, por fin, dará a tu Bernarda la carne y la sangre que necesita.
Ojalá vivieras para verlo, pero segaron tu vida como la de tantos otros, y siguieron segando vidas incluso cuando dejaron de matar con el tiro en la nuca, siempre han tenido otros medios para que, en lo más profundo todos sigamos siendo las cinco hijas de Bernarda, enclaustradas, sometidas y conducidas al redil como ellas o al suicidio como Adela. Hoy todas ellas se levantarán en un escenario desde la tierra que las crió y esa es tu victoria.
¿Por qué decir esta majadería a estas alturas? Muy simple, estos días se está preparando la única representación de La casa de Bernarda Alba que podrá apresar la dureza emocional de esas mujeres enclaustradas, la crueldad de la madre dominadora, la ancestral brutalidad de una cultura que machaca al individuo –no voy a caer en la fácil trampa de identificar Bernarda Alba con machismo, eso se lo dejo a las plumas fáciles y complacientes que tanto abundan-; la única representación que va de abajo, del sentimiento vivido y no expresado al acto sublime de levantarlo en un escenario. Un grupo de mujeres gitanas, analfabetas en su mayoría, con sus chiquillos en las chabolas, con sus pucheros en el fuego, con su dificultoso castellano, van a tener el valor y las agallas para poner en escena La casa de Bernarda Alba. Sólo mujeres como ellas, acostumbradas a luchar por cada pequeña cosa, a sobrevivir en una sociedad que las oprime por todas partes, a plantarle cara a la vida con todas sus fuerzas pueden darle a Bernarda y a sus hijas la profundidad ética, la ferocidad de la lucha por la supervivencia, la energía en suma que requiere ese juego de papeles. Sólo ellas pueden reunir todo lo que las mujeres de Lorca sienten en esta tragedia, sólo ellas pueden ser creíbles y sólo ellas pueden llegar a comprender el horror de lo que cuentan y trasmitirlo.
Grandes actrices han representado a Bernarda, las más grandes quizás, pero desde mi admiración profunda, ninguna ha llegado a estremecer con el personaje, a unas las fallaba el físico, a otras que entendían la obra como alarde literario y dramático, a otras que su formación personal las alejaba demasiado del mundo en que esas mujeres se retuercen enjauladas, lloran y mueren. Ellas, estas nuevas actrices tienen todo eso demasiado cerca –sus madres, sus abuelas, su proximidad con la realidad más inevitable y material- como para sentir extraños esos personajes.
Esa es la victoria de Federico, a pesar de todo el pueblo, incluso el que no tiene acceso a la lectura o al teatro siente lo que el expresó hace setenta y tres años. No conseguiste eliminar el analfabetismo, Federico, ni extender un mínimo de cultura; no conseguiste ni siquiera que te dejaran en paz, pero conseguiste establecer un vínculo con tu gente, con tu gente de verdad, no con los pseudointelectualoides que limitan la literatura a la sexualidad, la política o directamente el soborno de una buena venta o de un buen patrocinador, un vínculo que, por fin, dará a tu Bernarda la carne y la sangre que necesita.
Ojalá vivieras para verlo, pero segaron tu vida como la de tantos otros, y siguieron segando vidas incluso cuando dejaron de matar con el tiro en la nuca, siempre han tenido otros medios para que, en lo más profundo todos sigamos siendo las cinco hijas de Bernarda, enclaustradas, sometidas y conducidas al redil como ellas o al suicidio como Adela. Hoy todas ellas se levantarán en un escenario desde la tierra que las crió y esa es tu victoria.
Este post es fabuloso, querido amigo. Increíble que García Lorca aún no tenga un lugar, un reconocimiento, alguien tan querido y venerado por casi todo el mundo! No es fácil de entender.
ResponderEliminarTe reitero, este es un post antológico, de colección. Felicitaciones!
BESOTES Y BUEN DOMINGO.
Me muevo en el ámbito de la duda, sí y no, mover los restos o dejarlos en el sitio donde se cometió el crimen como recuerdo de la intolerancia, la insensatez o darle las exequias que se merece, no se.
ResponderEliminarGracias Stan, no, no es fácil de entender si se vive fuera de aquí, hay en este país un cainismo profundo, mucho más profundo de lo que puede parecer, creíamos que estaba superado pero un mes de marzo supimos que no.
ResponderEliminarPe-jota, gracias por tu comentario, supongo que ambas opciones son válidas pero creo que es hora de que este país recuerde y honre a sus muertos como es debido. Por lo menos saber cuales son sus restos, es lo mínimo a lo que todo ser humano tiene derecho.
Buenos días,Stanley Kowalski me recomendó este articulo fabuloso,una mirada diferente tanto de las intérpretes como de quien escribe con el corazón entendiendo a Lorca como pocos en este tema.
ResponderEliminarMis felicitaciones.