Es una obra bastante conocida aunque, desde luego, no para el gran público: El mundo de Christina (1948) de Andrew Wyeth (1917-2009). No voy a poner datos y fechas que se pueden encontrar sin esfuerzo en la red, no tiene mucho sentido hacer eso.
Christina, a primera vista quizás resulte una chica normal, por lo menos así la vi yo la primera vez que me crucé con esta obra. Es lo que tiene no estar entre las más grandes pinturas de la historia, que no se repara en ella. Sin embargo, si miramos con cuidado el conjunto cobra un cierto aire de terror. Ella no mira apaciblemente la casa y el granero, en absoluto. La fina franja de cielo es de un gris poco tranquilizador, quizás anuncia tormenta o tornado. La casa está lejos. El cabello de Christina está ligeramente alborotado, parece que lo agita el viento. Su cuerpo está ligeramente retorcido lo que nos lleva a sus brazos. Brazos escuálidos, incluso el codo parece ligeramente deformado. El conjunto del gesto indica que Christina quiere avanzar hacia la casa pero permanece en el suelo, un suelo plagado de verdes y pardos nada serenos, nada idílicos.
Christina era un personaje real. Una víctima más de las tremebundas epidemias de polio de los años 20, 30 y 40 del s. XX, nada comparable con la que llegaría en el 52, el cuadro se pintó en el 48. Sin la silla de ruedas cerca, sola, la muchacha nos transmite la angustia del enorme esfuerzo que tiene que hacer si quiere llegar a esa casa enormemente lejana, la inmensa soledad ante lo que percibimos como un ambiente hostil, quizás una catástrofe, quizás el simple devenir de un mundo que le ha dejado al margen. La casa deja de ser la casa para cobrar tintes que nos recuerdan a Hooper, a Alfred Hitchcock. Los pájaros, diminutos, que salen del granero parecen huir despavoridos y son lo único vivo que aparece aparte de Christina.
El mundo rechaza a Christina, la abandona y de nada van a valer los esfuerzos que ella haga. El pintor nos deja justo antes del desenlace que parece inminente. Nos evita el encontronazo con la realidad. Nos protege, sí, pero planteándonos el abismo. Christina fue un personaje real, que sólo inspiró la obra, parece que no posó para el pintor siquiera, aunque fuera amigo de la familia y, que yo sepa, no hubo catástrofe alguna pero el cuadro plantea lo que realmente es su mundo, metafórica y realmente ese es el mundo de Christina: soledad, esfuerzo y abandono a fuerzas extrañas. Incluso la amplitud del paisaje resulta aún más opresiva para el personaje: está todo demasiado lejos y no hay amparo.
Hoy, al volver a este cuadro, me ha parecido aún más sobrecogedor que nunca, hay algo en esa muchacha abandonada lejos de su casa, en ese mundo hostil, indefensa que me ha recordado a lo que se está viviendo en este país: la inminencia del desastre, el abandono de los pájaros, lo inútil de cualquier esfuerzo. Una vez más en lo más local estalla, violento lo más universal y viceversa.
Con el debido respeto al pintor es difícil que ningún anglosajón pueda dar algo en pintura que no haya dado la pintura española, para bien o para mal. Así, casi sin querer, sólo casi, mi cabeza ha comenzado a buscar algo semejante pero salido de pinceles hispanos. No es ni patriotismo ni patrioterismo, es, sencillamente, que nuestra pintura es, quizás, nuestra mayor aportación a las artes universales. Naturalmente apareció, ¿Cómo no? Apareció a la manera ibérica, pata negra, sin paños calientes, sin velos, con toda esa crueldad del realismo, soportable sólo por el talento de los artistas.
En 1899 un grupo de niños con las secuelas de la polio, entre otras taras, acuden a la playa, el sol bendice y redime esos cuerpos deformes, contrahechos y el gesto de esfuerzo que hacen algunos, una sombra negra, enorme domina la mitad derecha del cuadro, es un fraile cuyo rostro de medio perfil se identificó como un autoritario exmilitar carlista, reconvertido a la Iglesia. Lo que en el mundo luterano era absoluto abandono en el católico es grupo y amparo, sí, pero también rebaño, indignidad y autoritarismo. La mano del fraile sujeta el brazo de un chiquillo para ayudarle pero, miremos bien, se cierra en torno a ese brazo como una garra de ave rapaz. Agrandemos la imagen sobre el rostro de rasgos durísimos del religioso, no hay expresión y el maestro con apenas un medio perfil de esa cabeza nos lo deja ver. Nos deja ver la indiferencia, la “caridad” forzada, sin verdadero cariño o protección hacia esas criaturas. Los pinceles fluyen, la luz dignifica esos cuerpecillos, como otrora dignificó Velázquez a los enanos y a los bufones, el lienzo vibra. Eso es Pintura en estado puro, materia y color que hablan, y hablan evitando que la luz bendiga la figura siniestra e inmensa del religioso. Huye de él, le deja huérfano de sol. Sin embargo, Sorolla, quizás demasiado comprometido con su siglo, quizás para negar la evidencia de cuanto dice pintando, lo niega con un título que regala la obra a la visión de la religión del momento: “Triste herencia”. Frase que tampoco se aleja demasiado de lo que estamos viviendo hoy aquí, la que tenemos y la que dejamos.
Interesante reflexión. No conocía El Mundo de Cristina que cuenta toda una historia.
ResponderEliminarUn abrazo
Maravillosa e inquietante reflexión sobre uno de los grandes iconos de la pintura norteamericana, sólo equiparable a "Gótico americano".
ResponderEliminarUno: gracias. Lo tremendo del cuadro es que no cuenta una historia, sugiere millones a cual más angustiosa.
ResponderEliminarJavier: la pintura americana suele ser o completamente superficial o extremadamente inquietante. Desde luego no la veo términos medios.
Un abrazo