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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Pañuelos planchados

La planchadora de Pablo Picasso 1904

Extiende la camisa cuidadosamente la tabla de planchar, blanca con rayitas rosa, le gusta dejarla perfecta para que él se la ponga por la mañana recién planchada. Si por ella fuera lo haría mientras el se arregla y desayuna para que se la pusiera aun caliente, como una caricia, pero a él no le gusta que madrugue tanto sin necesidad. Otra cosa era cuando trabajaba, antes, cuando el chico aun estaba en casa, esas primeras horas todo eran prisas y ajetreo. No estaba ella para filigranas y más de una vez tuvo que planchárselas él. ¿Cuándo cambió todo? Afanándose en las mangas intenta localizar en qué momento las cosas dejaron de ser como antes.
Quizás cuando el chico se independizó, lo que llaman el síndrome del nido vacío, pero no. Ni hablar. Eso fue hace apenas dos años y para entonces era ya asunto viejo, en cualquier caso, no había sido para ella ningún drama que su hijo fuera uno de los privilegiados que se pudiera emancipar a los veintidós años, aunque fuera en otra ciudad. No. Al fin y al cabo, a esa edad se casaron ellos.
Procura planchar a última hora de la noche, viendo las películas del trasnoche. Le gusta planchar y hacerlo se convierte en una labor primorosa en sus manos, se recrea dedicándole mucho tiempo, más que a cualquier otra tarea. Podría decirse que lo lleva en la sangre, que su bisabuela había sido planchadora y que era leyenda familiar que planchaba las camisas a Alfonso XIII, algo que nunca se ha creído, aunque le sería cómodo como argumento. Lo malo es que nunca ha sabido engañarse. Ojalá.
Se pregunta si sería cuando perdió el trabajo, ni mucho menos. Para ella a sus treinta y siete años y con una indemnización-tapabocas, gracias a una buena cartera de clientes, fue un verdadero alivio librarse de la oficina y de los pelmazos incompetentes que la habitaban. Lo único que lamentó fue que no hubiera sido antes, cuando hubiera podido disfrutar más de su hijo. Sin embargo, recuerda que entonces todavía no cambió nada y disfrutaron juntos de, quizás, la mejor época de su vida en común. Ni siquiera intentó buscar trabajo, ni lo necesitaban, ni fue nunca para ella algo más que una forma de ganar dinero, nada que la hiciera “sentirse realizada” como dicen sus amigas; otra cosa hubiera sido que no fuera económicamente independiente, pero lo era. Los buenos clientes y la garantía de silencio ponen muchos ceros.
Cuelga la percha con la camisa aun caliente del tirador de la alcoba del chico donde su marido se viste en silencio cada mañana para no despertarla. Con mimo, ha escogido la corbata esta tarde, da una leve pasada con la plancha y la coloca en torno al cuello de la camisa, acariciándolo.
¿Cuándo fue, Dios mío? Extiende sobre la tabla la camiseta gris con la que su marido corre, No es necesario plancharla pero le gusta hacerlo. Pasa tantas horas ante el ordenador en Cruz Roja como en el trabajo pasaba, a veces incluso más. Él, iba a buscarla al centro y la esperaba, como de adolescentes, y volvían juntos cogidos de la mano, riéndose cuando les sorprendía un chaparrón inesperado o metiéndose en cualquier bar a cenar unas tapas y unas cañas, para acabar fundidos en el mutuo deseo. No les importó renunciar a su sueño de la casa en la playa y a él se le ve orgulloso de su nuevo trabajo.
Enrolla los calcetines blancos deportivos tras pasarles la plancha, dobla y repasa los calzoncillos; se toma su tiempo con las camisetas interiores, ya empieza a hacer fresco y debería ponérselas, por muy fuerte que sea. Las tres y media de la mañana; él se levanta a las siete. Se ha dormido con la luz de la mesilla encendida, esperándola, aun sabiendo que no va a ir.
Le gusta planchar pañuelos, que estén tan perfectos como recién comprados, además le permiten prolongar su trabajo sobre ellos, por eso cada día le cambia el pañuelo y se lo lava a mano. Él no los usa, prefiere los funcionales de papel. Ella, en cambio, dedica a cada pañuelo no menos de veinte minutos. Cuando da por terminado cada uno pulveriza un soplo de la colonia que ha usado siempre. Luego escoge uno y los demás los apila cuidadosamente. Mete el elegido en el bolsillo de la americana y cepilla las solapas –otra vez- con el cepillo mojado en té hirviente. No ha cambiado de talla desde que se casaron, ella tampoco, y no será la primera vez que sorprende a alguna del grupo de parejas con quien salen ocasionalmente comentando que “se le podía hacer un favor” y la indefectible respuesta: “y dos, también”. Se ha enfriado el té y va a calentarlo a fuego lento, estos calentados de microondas no la convencen nada, ni siquiera sabe de donde sacó lo del té para cepillar los trajes, ella no nota diferencia alguna, pero hacerlo le permite perderse contemplando el agua borbotear un rato.
Todavía dura en el salón el ramo de rosas que le regaló sin motivo hace unos días. Sus bienintencionadas amigas le dirían que eso es que tiene algo que ocultar. No, no tiene nada que ocultar. Recoge la plancha despaciosamente. Empieza a ser inevitable irse a la cama pero antes las cremas, de noche, en las manos, en los pies. Recuerda aliviada que no ha lustrado los zapatos y se pone a ello a pesar de saber que él detesta que lo haga. Empieza a sospechar que hoy va a ser una de esas noches.
Sí, una de esas noches en que el asco va a resultar invencible.
No logra, por mucho que se esfuerza, localizar cuando o, al menos, como, empezó el asco. Ni siquiera si fue poco a poco o de un día para otro. Ha sido y es el mejor compañero de viaje posible; incluso físicamente sigue siendo atractivo. Por otra parte no le cabe ninguna duda de que él también la quiere como desde siempre. Sin embargo, cuanto entra en la alcoba y le ve dormir, ve su hombro desnudo sabiendo que todo su cuerpo está igualmente desnudo bajo las sábanas, idea que antes excitaba sus ganas de despertarle a besos y caricias, el estómago se le revuelve. Por eso entretiene las noches cuidando sus cosas, para compartir la cama el menor tiempo posible, cuando lo hace se arrincona en el borde opuesto y entra en un duermevela hasta que le oye levantarse, cada día un poco antes, ducharse, afeitarse, hacerse el café, vestirse y cerrar la puerta. Se levanta, muda apresurada las sábanas para quitar el olor de su marido, el olor a limpio del cuerpo de su marido. Sólo entonces se acurruca y duerme unas cuantas horas. Otras noches, como la de hoy, ni siquiera puede asomarse al dormitorio y, cuando ya no encuentra excusa para no acostarse apaga las luces y se sienta ante el televisor sin sonido hasta adormilarse.
A veces, cuando él entra en una habitación, ella tiene la imperiosa necesidad de salir de allí; por eso procura hacer reuniones de conocidos con mucha gente, así el trasiego es más fácil y su presencia, más diluida, un poco menos repulsiva.
Le repugna y él lo sabe. Como también sabe que le quiere y que haría cualquier cosa por él, incluso entregarle su cuerpo cuando él no puede más y se acerca despacio, como a una diosa, temiéndola y venerándola. Ella se deja hacer venciendo la nausea, sin mirarle, casi sin tocar esa carne de la que antes no se saciaba. Hace años que no le toca sino en estas situaciones en las que él avanza y ella cede sin resistencia, deseando y esperando que esa vez sea diferente, que sea como antes o, al menos, que aparezca algo que le ayude a entender, una enfermedad, un insulto imperdonable, lo que sea. Nunca aparece. Él lo sabe y agradece sus esfuerzos cuanto intenta vencerse a sí misma y se sienta a su lado mientras lee o no sale despavorida a vomitar cuando él entra. Se ha creado una rutina doméstica en la que está disponible, cercano, pero no presente, está leyendo en el estudio o en el ordenador navegando, en el parque de enfrente corriendo sin perder de vista sus ventanas, en sus largas duchas con la puerta entreabierta. Cuando la cierra suele ella escuchar gemidos entre los chorros. Ni le culpa ni la ofende esa autosatisfacción frustrante para ambos.
Ella le agradece esa actitud y últimamente más pues ya lo único que le pide es ese fugaz compartir la cama y el dormitorio. Sería fácil encontrar una excusa para trasladarse al del chico pero quiere estar cerca de ella, la necesita y ella lo sabe, pero ya hace meses que no se acerca despacio, venerándola, y no sabe como agradecerle que se haya buscado una amante para la que le cuida, le viste, le perfuma. No sabe como agradecerle que la deje en paz amándola, precisamente por amarla. Pero ¿Cuándo cambió todo, Dios mío, cuando?

4 comentarios:

  1. Qué dificil es la vida en pareja. Quererse no es la panacea. El relato es estupendo y terrible. Te remueve. Un abrazo.

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  2. Gracias Uno. A menudo en mis relatos me doy cuenta de que quizás remuevan demasiado, pero me temo que se acercan bastante a la realidad.
    Un abrazo

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  3. Que bueno, has bordado a la señora, y la situación, me has regalado un momento perfecto leyéndote, por supuesto que pienso que la buena mujer debería empezar algo nuevo y salir de ahí, pero el cuento no habla de ello, solo de la situación en que está ahora, lo que siente, como se monta un universo detallista con la plancha para no afrontar una relación acabada, es genial.
    Por cierto tuve la suerte de disfrutar de “la planchadora” de Picaso por un intercambio que hicieron con el Bellas Artes de Sevilla, conocía la pintura de fotos, pero quede boquiabierto ante el original, que fuerza expresando el agotamiento de las largas jornadas y los miserables sueldos y una vida sin futuro, sobre todo eso, no salida no esperanza, tu burguesita y la obrera unidas por la plancha.

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  4. Cuando el amor no se cultiva, cuando la rutina va convirtiéndose en cierta indiferencia, poco a poco todo se va desmoronando, lo terrible es aceptar y acomodarse en esa situación.

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