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sábado, 16 de noviembre de 2013

Dos emes en realce (primera entrega)


Las dos emes se entrelazan airosas sobre la almohada bordadas en realce por las monjitas del convento de Santa Leocadia del Monte para el ajuar de la novia burguesita de capital de provincia eternamente agonizante y aburrida. Mariola y Manuel. Letra inglesa, elegantemente inclinada, que centra un manojo de primores entre bordados y encajes.

Comenzaba a sonar por entonces Karina en las radios de los incipientes y ahora ya míticos guateques. Guateques a los que Mariola y su hermana acudían endomingadas como si el siglo no se hubiera decidido del todo a pasar la página de la década de su ecuador. Iban siempre los mismos chicos, las mismas chicas y con la misma supervisión discreta pero efectiva de los padres del anfitrión o anfitriona. Ocasionalmente aparecía el amigo recién llegado, la prima del pueblo o el forastero a quien acoger con la proverbial hospitalidad de la provecta ciudad, sobre todo si era funcionario allí destinado y soltero, claro. Casi holgaba decirlo.

Mariola era una chica encantadora pero irremediablemente poco agraciada, ni uno solo de sus rasgos podría definirse como hermoso, aunque tampoco como declaradamente feo. A sus veinte años parecía haber cumplido los treinta y…, claro a los sesenta parecía acabar de cumplir los cuarenta, pero eso no era ningún consuelo a los veinte. Muy ligeramente entrada en carnes, era nuestra muchacha alta, de tobillos gruesos, caderas altas y busto, si no escaso, sí algo informe. La cintura era para ella algo que tenían las demás y hasta el cuello era corto y ancho. Sin embargo, era de ahí para arriba donde su físico fracasaba… estrepitosamente. Ojos pequeños, óvalo ancho, boca indiferente y nariz escasa, tan escasa que parecía un animalillo asustado que nunca se hubiera decidido del todo a salir de su madriguera, lo que siempre ha dificultado su respiración nasal. Un cabello estropajoso de color indefinido e indefinible, castigado por las lacas y crepados que la moda imponía remataba aquella cabeza. Si algún encanto tenía hubieran podido ser sus manos, cuidadas, gordezuelas y diestras en labores de costura pero era tal la sosería con que las movía o, por mejor decir, no las movía, que pasaban desapercibidas. En resumidas cuentas, Mariola era invisible para los chicos; era lo que las amigas definían (y hasta donde yo sé siguen haciéndolo) como “muy buena chica”. De nada valía su delicadeza innata, la suavidad amable de su trato, su afán de agradar sin intentar seducir y el don de saber estar complementado con la gracia de hacerlo donde y para quien pudiera necesitarla. Su invisibilidad era perfecta pues tampoco ella hacía nada por romperla, no cotilleaba, ni contaba chistes, jamás la más inocente picardía salió de sus labios ni alteró su discreción vistiendo o exhibiendo ostentosamente sus joyas a las que es aficionada no tanto por su valor como por su belleza. Mariola tenía, y conserva, el supremo encanto de ser sencillamente como era, como Dios le había hecho, un Dios en que creía firme pero prudentemente, en cuyo culto personal pesaban tanto o más las convenciones sociales como las convicciones personales; un Dios que tampoco había sido precisamente prodigo con ella pues, por no conceder, ni buena salud le había dado.

De niña era enfermiza y débil agarrando, diríase que con ansía, cuanta enfermedad pasaba cerca o no tan cerca de ella. Aunque cuando las emes entrelazadas en la almohada nupcial comenzaron a bordarse en el convento, prueba de los posibles de las familias de la ciudad, su salud parecía ser perfecta, por fin, no resultaba fácil ante ese ajuar pasar por alto que apenas llegada la edad adulta una violenta infección acabó con ella en el quirófano “dejándola hueca” como decían las buenas gentes amigas de la familia, las mismas que cruzaban miradas burlonas y comentarios mudos cuando, siguiendo rituales atávicos (e indescifrables desde nuestro s. XXI) se les conducía al saloncito donde se exponía el ajuar convenientemente dispuesto con el mejor gusto y criterio museístico. Ante las emes entrelazadas en los juegos de cama que dejaban bien claro quienes eran sus padres la única que no daba importancia a lo que no se decía pero sí que pesaba en el aire, algo así como “si ese supiera lo que se lleva”, era Mariola.

Es aventurado, sin duda, hablar de cuanto pasaba por su mente pero he de deja claro que, por mucho que Mariola bajo su don apacible pudiera parecer tonta, estaba muy lejos de serlo.

6 comentarios:

  1. Nos dejas en un ay, Joaquín. Quedamos a la espera del futuro de la triste Mariola. Buen fin de semana, amigo, aunque sea metido en casa, porque entre el frio y esas montañas que os han salido en las aceras...

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    1. Bueno, Mariola no es tan triste, opaca, sí, pero triste no.
      Un abrazo

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  2. Algunas de estas mujeres he conocido, esperaremos a ver cómo evoluciona esta historia.

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    1. Supongo que como todas las grandes historias es vulgar. Sólo las pequeñas historias de cosas que le ocurren a poca gente no lo son.
      Un abrazo

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  3. Cuando haces estas entradas fraccionadas comprendo lo que me contaba mi tía Julia sobre su sufrimiento esperando la nueva entrega de "Delgadina".

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  4. ¿A que sí? La verdad es que yo esto de los miniformatos literarios lo llevo mal. Las historias necesitan su tiempo, su ritmo y su espacio. Y si no los hay para las historias no los hay para la vida y entonces lo mejor es el viaducto o las vías del metro.
    Un abrazo

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