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lunes, 22 de septiembre de 2014

Imagenes de actualidad (cuento de los 90)

Revisando y haciendo limpieza me he encontrado este viejo relato, ni siquiera lo he corregido por que me da la impresión de que, a pesar de los veintitantos años que tiene, sigue lamentablemente vigente. De hecho, de vuestra opinión depende que lo corrija, ponga al día e incluya en "mi antología" o no. Ahì os dejo con él.
           El viajero regresa a casa cansado y sudoroso. Sube las maletas, un par de bolsas casi destrozadas con ropa sucia y poco más, y se sienta en su cama un momento. Enciende un cigarrillo por primera vez desde hace mucho tiempo sin tener que preocuparse por disparos ni bombardeos. En el espejo del armario abierto ve sin querer las huellas de esos meses en la ciudad sitiada, está más delgado, más enjuto y anguloso, como cuando tuvo aquella temporada de dejarse el alma en el gimnasio. También está más moreno; la verdad es que tiene un aspecto bastante desastrado, por utilizar un término suave. Pelo largo, no demasiado limpio, manos pegajosas, barbas de una semana, ropa que ya no merece tal nombre y el olor impregnándolo todo.
            Ya casi no cree posible que el olor se vaya alguna vez, no tanto de sus ropas como de su nariz. Es el resultado de las especias almacenadas en los sótanos junto al hangar, o lo que demonios fuera aquello, donde tuvieron que refugiarse de aquel último ataque, mezclado con los olores de la sangre, los muertos y los excrementos de los enfermos. El calor era agobiante y el sudor también se combinaba con otro olor, el del miedo. ¿O era solo la mezcla lo que él creía el del miedo?
            Por alguna razón le preocupa su aspecto, como cada vez que vuelve de sus corresponsalías especiales. Una ducha, unas bolsas con ropa vieja en la basura y listo para empezar otra vez. Sin embargo, hoy no le parece que sea como las otras veces, aunque todo es igual, su vieja casa, los muebles impersonales, los sonidos del patio y hasta la sensación de angustia al recuperar las comodidades habituales y las habituales obligaciones. Todo parece inmutable, incluso la agenda con los teléfonos de los amigos y las amantes más o menos fugaces, más o menos leales, más o menos importantes. Ahí están todos, los unos y las otras, como siempre.
            Tiene que llamar a su familia, por lo menos que sepan que ha vuelto, pero no se sentiría a gusto haciéndolo con este aspecto. Apaga el cigarrillo y se mete en la ducha. Bajo el chorro de agua caliente, muy caliente, se enajabona con meticlusidad casi obsesiva sin conseguir arrancarse el olor que, por el contrario, parece taladrarle el cerebro pacientemente. Quizás con el tiempo se vaya quitando poco a poco, pero lo duda mucho.
            Envuelto en un mullido albornoz llama un par de veces deseando colgar y meterse en la cama aunque sabe que, seguramente, no podrá dormir.
            Sin embargo, duerme un sueño pesado y pantanoso en una cama por primera vez en mucho tiempo. Despierta en lo profundo de la noche con el olor sofocándole y empapado en sudor. No, este regreso no es como los otros, quizá por la jovencita ametrallada en la última carrera hacia el avión, el último avión, con su melena negra ondeando y cubriéndole la cara en el instante del espasmo final como los tiros cubrieron el grito. Lo más probable es que no, que sólo sea el cambio de hora, o hambre, ahora recuerda que hace demasiado tiempo que no come, o frío.
            Se levanta de un salto, como un gato asustado, y se viste. Conoce un bar de carretera a menos de media hora, justo en la salida de la autopista, que está abierto toda la noche y donde no hay que aguantar a los señoritingos trasnochadores, pijos gastando el dinero de papá, o aprendizas de furcias amateurs. Allí paran los que trabajan, gente real aunque ni ellos mismos se lo crean.
            A las cuatro de la mañana la ciudad está casi desierta y apenas se cruza con cuatro o cinco coches que la atraviesan como él, a toda marcha y sin mirar los semáforos. En una acera vacía una mujer con tacones altos pasea. ¿Es una profesional, una amante abandonada, una noctámbula solitaria o un travesti?. Más adelante dos hombres pelean mientras otros miran y ríen. De un coche sale una música a todo volumen y una botella de cerveza que se estrella contra el asfalto. Unos muchachos ensayan patadas de karate arrancando papeleras y, por alguna parte, suena la sirena de una ambulancia.
            Junto a la carretera, que apenas deja atrás las manzanas del barrio y las chabolas, aparecen las luces llamativas pegadas a una gasolinera. Ante ellas están los camiones de frutas y pescados, furgonetas y utilitarios de quienes entran a tomar un café, un bocadillo o una copa de orujo para calentar el estómago.
            El hombre de cara triste y sonriente de detrás del mostrador habla con los habituales y le saluda al reconocer al tipo raro que, de vez en cuando, se deja caer por ahí.
            Pide un café y un bocadillo de jamón. Mientras espera intenta recuperar el olor de aquel local, agrio de humo enfriado a esas horas y espeso de conversaciones y alcohol barato. El pan está duro y el jamón es salmuera, no hace dos días no lo habría notado aunque se lo hubieran dicho. Al menos el café está caliente y los clientes sigue charlando, como siempre, de las mismas cosas, sólo que ahora no suenan igual.
            Dos cuarentones fornidos discuten sobre la buena o mala gestión del presidente de un club de fútbol; otros, algo más jóvenes, tratan el tema de un jugador que no ha sido llamado por el seleccionador y, más allá, un joven que todavía lleva el sello de quinto habla, poniendo el alma en ello, de las motos que, posiblemente, no sabría conducir.
            Resulta, a pesar de todo, confortable oírles perdidos es su propio marasmo, cómodamente satisfechos y felices -o desgraciados- por asuntos de dioses, ídolos de pies de algo peor que el barro, con sus fuertes muslos y sus bien repletas cuentas corrientes en Dios sabe donde. Claro que eso mismo estaba ocurriendo no hace todavía un año en aquel país del que salió tomando casi al asalto un avión que podía ser el último.
            Seguramente el jamón le ha sentado mal. Su estómago es incapaz de soportarlo dentro y exige expulsarlo rápidamente. Era un bocadillo espantoso, nada que ver con el fogonazo que se le ha venido a la mente del soldado con las piernas arrancadas dando gritos tirado en una calle que nadie cruzó por el tiroteo. Tampoco él.
            Vomita en el lavabo no demasiado pulcro y, por un momento, de allí brota el olor que sigue metido en la nariz. Pide otro bocadillo y otro café que se toma sin prisa, procurando charlar con sus vecinos de barra, aunque están demasiado interesados en las marcas de un atleta yanqui como para hacer caso al melenudo con vaqueros que necesita hablar en su propio idioma y que está sentado a su lado.
            Pide una copa de coñac barato, que es el único que se pueden permitir los clientes, y, aunque le parece increíble, el alcohol va entonando su organismo estragado. Mirando la copa como un adicto reflexiona sobre su ciudad, nació, creció, estudió, amó y espera, llegado el momento, morir en ella. Ha sido siempre el centro donde volver, pero ahora es diferente. No encuentra en ella sus referencias y hasta se ha desorientado en su barrio. Por momentos le parece haber entrado en un laberinto desconocido ideado por un escritor de ciencia-ficción, son pequeños fogonazos ante una calle tranquila, una tienda o un jardín.
            Al entrar en la noche se han difuminado, como absorbidos por ella, la mayoría de los recuerdos anteriores al viaje, la familia, tan presente al llegar a casa, apenas es ahora un grupo de desconocidos unidos a él por una extraña red de vínculos ante cuya comprensuón se confiesa impotente. Los amigos, aun los pocos íntimos, son simples nombres que no puede relacionar ni con caras ni con lugares. Todas las mujeres se han fundido en un solo ser sin forma ni nombre, las que poseyó y las que amó, incluso la que amaba al partir, todas en una presencia ambigua y excitante y, al mismo tiempo, sórdida y cenagosa.
            Ha pasado la noche casi del todo, el nuevo día se anuncia, antes que por la luz, por los coches y los trabajadores. Los primeros bostezos de la ciudad que apenas lo parecen. Allá no había bostezos ni camiones camino de los mercados, habían volado los mercados y el sonido de los amaneceres era, y sigue siendo aunque él ya no lo oye, los disparos de artillería o los bombardeos.
            El sueño parece acercarse a él, venciéndole. Paga la consumición y sale del bar, hace frío a esas horas y el coche aparece como un  reducto caliente y cómodo, sin los ruidos de las conversaciones ajenas y excluyentes ni los de las maquinitas tragaperras, como mucho puede oír un poco de buena música en la radio. Pequeños placeres que casi había olvidado, a pesar de que, mientras recorría las calles recién bombardeadas o veía correr a las gentes, le parecía estar oyendo compases de las grandes sinfonías. Las músicas que habría puesto si tuviera que montar las imágenes que mandaba; casi podía ver la escena como la veían en sus casas los espectadores: la cámara siguiendo a una camilla con alguien agonizando en ella, después las eternas imágenes de los niños heridos con ojos asustados y, para terminar, le ven a él ante un edificio derruido, la fachada de un hospital o un museo ardiendo, contando con frases cortas, que no hablan nunca del olor ni del miedo que se respira, las novedades en las que la mujer que cayó a su lado poco antes con un disparo en la sien no es más que una unidad que añadir a la cifra que siempre va delante del verbo "han muerto" y de su complemento "hoy".
            Pero también puede ver nítidamente las zapatillas, la bata, la lata de cerveza y la mueca de quien recibe esas imágenes; puede hasta oír el "quita eso que nos van a dar la cena" y el "clic" del mando a distancia buscando otro canal más confortable. "Como si no tuviéramos bastante con lo nuestro".
            Prefiere no pensar en ello, como siempre. Es un trabajo que hace lo mejor que sabe, dicen que es bueno, pero, en cualquier caso, él no puede hacerlo mejor. Lo que ocurra ante las pantallas luminosas de los televisores, millones de cajas multicolores emitiendo a la vez los mismos mensajes, es asunto de otros. También es asunto de otros evitar o acabar con los objetos de sus reportajes. El no puede hacer más. Así ha sido siempre, pero esta vez no vale. No consigue convencerse mientras mira a la luz indecisa del amanecer a unos y otros salir y entrar del bar hasta que le vence el cansancio y se queda dormido.
            Ha sido un breve sueño del que despierta sobresaltado, dolorido y confundiendo el tráfago de la cercana autopista con las carreras hacia los refugios y el frío de la mañana con la ambigua gelidez de los muertos y del miedo. Y el olor derramándose hasta alcanzar impregnándolos todos y cada uno de los objetos que pueden resultarle familiares, el encendedor, los guantes que quedaron olvidados en el coche antes del viaje, el paquete de pañuelos de papel que tanto echó de menos en la ciudad sitiada, los cassettes con la música pizpireta de Mozart, todos son ya parte de ese olor que sólo le incita a escapar como sólo querían escapar los hombres y mujeres de aquella ciudad. Ellos para sobrevivir, él, sin embargo, para encontrar aire fresco. Les ha visto recurrir a los medios más ingeniosos y también a los más ruines para salir de las calles desempedradas a fuerza de bombas que eran un tiro al blanco de verbena para los francotiradores cuando no se entrenaban sobre los patios de los colegios en los que cada mañana había menos niños. Sabe, y ha sabido siempre, todo eso, incluso ha creído comprender la angustia, el miedo y hasta el dolor de ser traicionados por los vecinos y los amigos, pero ahora ve que no. Ahora es él quien necesita escapar del olor, ya no es una jaula en la que le retiene su trabajo de donde quieren escapar los otros, es él quien quiere salir de no sabe donde pero que siente como realidad sin límites. Atrapado en un paisaje liso hasta los horizontes como en un cuadro surrealista que parece extenderse según se avanza, pero es un paisaje dibujado sólo con líneas y colores de olor.
            A pesar de empezar a resultarle difícil recordar o imaginar el mundo sin ese hedor envolvente, que se concentra en el habitáculo cerrado del coche hasta hacerlo irrespirable, consigue saltar hacia atrás, como si se remontase a un tiempo idílico perdido para siempre, y llegar a las impresiones de verdura y humedad, y hasta un regusto a hierbas aromáticas en el aire acogedor. Se pregunta  si seguirá siendo posible para él dejarse llenar los pulmones de aire sin partículas de miedo en suspensión aunque sea una sola vez. Rememora trabajosamente, como entre las nieblas de los recuerdos infantiles, el verdor de aquel parque junto al río donde hace poco más de dos meses pudo leer poesía por última vez, en una ciudad despaciosa de piedras y evocaciones.
            La ciudad se remansa en pequeñas plazas y calles angostas donde nada ha cambiado en siglos y el pensamiento puede fluir despacio, entretenido en una reja, una ventana o la imagen de una virgen magullada por el tiempo. La ciudad sigue allí, asentada sobre su historia y su leyenda; aunque le cueste creerlo, siguen las piedras de la catedral enmoheciéndose entre los contrafuertes, las enrejadas puertas chirriando y los geranios creciendo, floreciendo y secándose a su tiempo. La ciudad sigue allí con sus aromas fluviales y en sus jardines, encerrados, los aromas de aquel aire.
            La huida ahora tiene un destino. Demasiado cansado para conducir hasta la ciudad, arranca el coche y avanza rumbo a la estación. A media mañana sale un tren, zarpa un galeón aventurero según lo siente, y necesita estar en él con la misma, o mayor, desesperada angustia que le poseía al subir entre golpes y codazos al último avión que despegó de la ciudad sitiada.
            Los embotellamientos habituales de las mañanas aún no han acabado y el trayecto hasta la estación resulta una interminable sucesión de gentes encerradas en los exiguos espacios de sus vehículos. Algunos leen, otros escuchan la radio acompañándola con el rítmico golpeteo de sus dedos sobre el volante; éste parece ensimismado, aquel vocifera a otro conductor que ha optado por ignorarle. A la derecha un señor habla por teléfono desde su cochazo tapizado en cuero, detrás una joven sonríe cargada de paciencia. Por un momento podría hacerse la ilusión de no haber salido del atasco, tan igual a sí mismo, en los últimos meses. Podría, con gran esfuerzo, si no fuera por el maldito olor que sigue entreverándose en humos y tabacos.
            La vieja estación aparece sobre el paisaje de techos de automóviles y erguidos semáforos. Una isla, quizás la de Robinson, de donde partir. También aquel último avión debió parecer una isla entre la tempestad a aquella muchacha de sueltos cabellos negros ondeando en el movimiento de la carrera brusca y definitivamente interrumpida. Un disparo, un grito ahogado, y él reuniendo toda su voluntad para no volver la vista. Una imagen menos que intentar borrar, bastantes cosas tiene que olvidar, demasiados cadáveres en la memoria y demasiado cerca el sonido de los cuatro jinetes. La vieja figura, tan vulgar para él en otro tiempo, ahora le resulta asombrosamente comprensible: el hombre, encadenado y desnudo ante cuatro caballeros armados sobre enloquecidas cabalgaduras, solo puede esperar, gritar y oler la descomposición encerrada en las armaduras.
            Alguien toca el claxon pidiendo paso imperiosamente y, por la acera, las madres tiran de sus hijos camino del colegio. Un grupo de adolescentes, vaqueros y bolsas multicolores, cruzan la calle con el semáforo en rojo.
            Por fin alcanza la entrada del aparcamiento de la estación, está despejada y se puede permitir relajar el freno. Las cubiertas abovedadas le devuelven el eco de sus pasos multiplicado y se da cuenta de cuanto ha añorado el silencio durante este tiempo. Dura poco. Las puertas de cristal se abren al acercarse y el torbellino de conversaciones y de la información de la megafonía llega a él casi como un empujón. También en la ciudad hay silencios esperándole agazapados entre esquinas de piedra gastada y sombras de árboles húmedos. Silencios limpios y aire profundo. No necesita más; un baño para su oído y su nariz.
            Compra el billete sin esperar cola, le atiende una taquillera desangelada que duda si es el de la tele o no. Ante la duda opta por no dejar de comportarse con la habitual sequedad que regala al público todos los días.
            Se sorprende al comprobar que apenas queda un cuarto de hora para que salga el tren. El ir y venir de la estación le acoge y le hace suyo, recuperando los viejos viajes soñados en los andenes de antaño. No son recuerdos, apenas ecos; ahora sólo puede recordar los acontecimientos de su vida desde que llegó a la ciudad sitiada. Allí no cabían añoranzas ni evocaciones, sólo había sitio para el olor y lo inmediato. Las únicas realidades a las que se podía recurrir para comprobar que se seguía vivo y despierto y que aquello no era una pesadilla febril ni la boca del infierno. "Estoy vivo porque huelo y tengo hambre". El mundo acababa en los límites de la piel, lo demás no podía existir.
            La cotidiana necesidad de vaciar los intestinos es ahora un mensaje más del cuerpo que confirma su permanencia en el mundo de los vivos. Sonríe como sonreía en la ciudad sitiada cuando su vientre le devolvía la consciencia de sí en aquel universo desarticulado.
            Como siempre, los servicios están añejamente sucios; como siempre, huelen a sordidez. Llega ese olor a él mezclándose con el otro y trayéndole visiones aisladas de su facultad que no reconoce sino como postales de una colección ajena. Al final del viaje el olor cederá ante las acometidas de lo que queda y con el aire fresco volverán los recuerdos que debe tener y cuya ausencia le desasosiega al entrar en los lavabos.
            Se cruza con alguien de quien percibe pasos largos y rápidos. De dos sonoras zancadas un hombre le cierra el paso; contra el negro de una cazadora y el metal sucio de hebillas y tachuelas se destaca el brillo límpido de la hoja de una navaja. Oye que le dice algo pero no entiende las palabras, la hoja tiembla, todo el hombre tiembla. No tiene tiempo de pensar en el peligro que hay en esos ojos de pupilas dilatadas que ha detectado su instinto. A la luz opaca de los lavabos la hoja dibuja con su estela un amplio arco seccionando su garganta a medio camino.
            Su espalda se desliza contra los azulejos de la pared mientras siente el calor de su sangre empapar la camisa y el silencio de su voz. Frente a él una puerta abierta le insulta con el papel higiénico desparramado por el suelo, piensa que en poco tiempo será rojo. Por megafonía anuncian la inminente partida de su tren. Crece el frío y el olor, ya sin límites, revienta. Con un último acto reflejo sonríe al imaginar su cadáver en la pantalla de un televisor y oír el comentario: "por Dios, que asco, quita eso, como si no tuviéramos ya bastante".

4 comentarios:

  1. Me ha gustado Joaquin. Me gusta como te recreas en los pequeños detalles que conforman la existencia del personaje. La muerte nos espera en cualquier parte.

    Un abrazo.

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    1. Gracias, deduzco que lo incluirias en la Antología y no en la papelera aunque sea un poco demasiado siniestro.
      Un abrazo

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  2. Cómo si no tuviéramos ya bastante es un buen título para estos tiempos. Estupendo.
    Un abrazo

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    1. Ese fue su primer título pero me pareció demasiado largo, lo que no parece es que haya perdido vigencia, ahora que lo dices.
      Deduzco que también lo salvarías de la papelera.
      Sinceramente tenía mis serias dudas pero entre David y tú me habéis decidido a darle una vuelta, poner alguna coma e incluirlo en la Antología
      Un abrazo

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