No todo, en cambio, era
tan fluido para Rosa como lo que he venido contando. Es lo que cabría llamar:
Rosa y el sexo, como si de una película se tratara, pero el tema, estudiado a
fondo daría para varios tomos. Era pícara, como Nina, pero diferente a ella,
castellana un tanto brutal y que acababa con una alegre y sonora risotada, la
picardía de Rosa era más sibilina, peor intencionada, pues, si las palabras gruesas de Nina neutralizan
cualquier malentendido, las de Rosa siempre lograban incomodar a alguien o
ponerle en un auténtico brete. Además de andar sembrando dudas bizantinas sobre
la virginidad –o no- de la Insigne, comentaba por lo bajo la facilidad con que
Nina dejaba ver sus pechos, o cómo la Fernández del escudo de armas pedía
prestado el chalet a su asistenta cuando su pobre marido tenía un fin de semana
libre para usarlo de picadero y remataba comentando como tenía prohibido a su
hijo salir con el grupo del hijo de la
chacha dueña del picadero, perdón, chalet.
El tema de la soltería
o de la soltenoría era frecuente en las tertulias de la casa y del frente de
juventudes. En el fondo, aunque nadie quisiera reconocerlo, de lo que se
hablaba era de soledad, sobre todo cuando desembarcaron en la casa Cande y
Amparito, mucho más que veteranas en aquello de la solteronia y que, con
espíritu olímpico, no habían renunciado a encontrar pareja. Era inevitable que
surgiera el tema de la posibilidad de encontrar a un hombre. Ante ello, Rosa se
revolvía como gata acorralada afirmando que por nada del mundo se emparejaría
de nuevo.
-Por qué si es viudo lo que quiere es
una criada para que le quite la mierda, si es más joven que yo y soltero no me
da la realísima gana de parecer su madre y si es de mi edad y sigue soltero o
es maricón o está enfermo.
Ahí
quedaba eso y vuelve por otra. No podía quedar más descalificado el género
masculino. Uno podía preguntarse si así
nos veía ¿para qué se arreglaba tanto? Lección importante para el adolescente
que era yo entonces y que luego he tenido ocasión de comprobar: las mujeres no
se arreglan para gustar a los o a el hombre aunque se lo crean o quieran
hacerlo creer. Hay otras causas que no vienen a qué aquí entre las que el
hombre no ocupa ni siquiera el quinto lugar. Por otro lado, en charlas menos
frecuentadas, o sea, ella y yo, presumía de haber vivido un gran amor con su
marido, se emocionaba contando como cada noche se dormían cogidos de la mano
tanto como se indignaba por las cosas que se veían en las películas –era la
larga y estúpida época del “destape”- “esas cosas no se hacen en el matrimonio”.
Indignación que no la impidió meterse –y no sin saber donde- en el desaparecido
cine Carretas en su fase de sala X. De nuevo su ambigüedad de actitudes.
Ah,
Rosa y el sexo, curiosa relación digna de más de una pluma pues resulta difícil
entender que en su picardía maliciosa, en absoluto inofensiva, y su interés por
virgidades y funcionalidades ajenas, su libertad para meterse en el Carretas y
su independencia fuera el tipo de mujer que se cruzase delante de la puerta el
día de la boda de su hija salir hasta asegurarse de que llegara tarde “una
novia que llega antes que el novio parece una cualquiera ansiosa con miedo de
que se le escape”, o que confundiese, o quisiera hacérnoslo creer, un condón
con un dedil.
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