Esta mañana me he puesto de tiros largos para pasearla, como si acudiera a una cita con una amante anual, es Domingo de Ramos y a quien no estrena en Domingo de Ramos se le caen las manos así que he ido como un pincel, que uno es un madurito interesante aunque rebozado en una capa de grasita que espero apetitosa. Sólo iba a disfrutar del placer de pasear, el purísimo placer de pasear, a falta de otros menos puros. Tomé mi dosis de cafeína en la Plaza Mayor, donde Madrid tiene un aire a medio camino de todo pero que se podría decir a medio camino entre feria de mercado y auto de fe para luego subir a la Puerta del Sol, tan destartalada como siempre a pesar de todas las obras que se han hecho allí (siempre es un paisaje de Baroja en La Busca) y bajé por Arenal.

Según uno baja esta calle el s. XVII va quedando detrás, sobre todo cuando pasas el callejón de San Ginés con su puesto de libros absolutamente decimonónico, y la Iglesia de San Ginés con su aire de rinconada propicia a emboscadas, realmente una iglesia peculiar que contiene no sólo un Greco sino también un cocodrilo y tiene un aspecto que no desentonaría con los esperpentos de Valle Inclán, sobre todo en días como hoy con sus mendigas ante la escalera y sus familias enlutadas de pies a cabeza vendiendo los ramos, para ser un esperpento total sólo faltaba la lluvia cuya ausencia se agradece en grado sumo. Claro que teniendo en cuenta que se sitúa en la calle en que vive el Ratoncito Pérez, la cosa va cobrando una nueva dimensión.

Bajando Arenal me he ido cruzando con abuelos y papás llevando las palmas y ramos a misa de doce para sus nietos, algunos iban con ellos, muchos en cochecitos de bebé –imagino que cuando crezcan no los meten en la iglesia ni a pescozones-. Entramos poco a poco en el caos de la Plaza de Isabel II que muchos madrileños –el nacido en Madrid de generaciones no conoce el nombre de las calles sino el de las estaciones de Metro- sólo conocen como Ópera, para que no falte el elemento central de esta ciudad Isabel II La Reina Gorda no está por que están de obras, unas obras que como tantas parecen no avanzar. Pasamos por alto el desastre cotidiano y continuamos caminando con cuidado para no precipitarnos por el abismo de la calle Escalinata y llegamos a Felipe V, el teatro Real a la derecha donde un pintor callejero vende paisajes preciosos –unos chopos otoñales me detienen un buen rato ante ellos, me faltan paredes para colgar cosas y tengo que renunciar a estos caprichos.
Un coro se oye lejos, aun inidentificable, rodeo la Plaza de Oriente –curiosamente sita en el extremo occidental de la almendra central de la ciudad- y alcanzo la barandilla que se asoma a los jardines de Sabatini. El coro resuena por toda la plaza con un sistema de megafonía preparado, supongo, para la procesión del Cristo de los Alabarderos del Viernes.


Estalla entonces un instante, un regalo que nace de una peculiar conjunción de elementos: al fondo, la sierra de Guadarrama trayéndonos a Velázquez con sus azules grisaceos, únicos, arriba el cielo se ha hecho un Tiépolo de tenues cendales sobre la fachada norte de Palacio, vuelves la vista y aparece la placa conmemorativa a los héroes del Dos de Mayo en el punto en que se inició la revuelta con lo que Goya aparece potente y arrollador como siempre. El coro suena con una belleza excepcional, viene del XVII, del monasterio de la Encarnación. Sólo por un instante se diluye uno entre tanta belleza y evocación. Literalmente flotas en ellos y te das cuenta hasta qué punto todo está aquí todavía y hasta que punto esta ciudad está inoculada en tus venas, hasta qué punto lates con ella y hasta que punto se esconde en el cascarón de la ciudad enloquecida del resto del año. Dura poco, el coro -¿serían las monjas del monasterio?- calla y comienza a cantar –es un decir- el coro de fieles, la voz cantante no canta, bala como una oveja y hace que sientas el impulso de alejarte de la megafonía lo más deprisa posible. Huyes y te topas de manos a boca con la cola para entrar en misa de doce en la Almudena, maceros, uniformes llenos de entorchados, poca palma y mucho olivo, lo que significa poca familia y mucha persona mayor cuyos nietos ya han pasado la etapa de las palmas: vejez, soledad y tristeza, curioso que sea precisamente en la Almudena, con el Sr. Obispo, ¿querrá decir algo?
