Cuando yo era pequeño, entonces los niños no empezábamos a ir al cole hasta los cuatro o cinco años, mi madre iba con una vecina del portal contiguo al mercado y me llevaba con ellas. No estaba lejos, un edificio de ladrillo de finales del XIX, atravesábamos un pinar y un par de calles. Era, en realidad, un paseo agradable. Cuando hacía bueno nuestra vecina y amiga se traía a su tía, una anciana que llevaba siempre zapatillas de casa, chaqueta de lana verde y los brazos caídos a lo largo de su cuerpo, en realidad se parecía a Maruchi Fresno, pero creo que salvo los muy cinéfilos o los muy mayores pocos recordarán a esta gran actriz. Tenia el pelo blanco, de un blanco grisáceo, y mi vecina se lo peinaba medio recogido. Se lo peinaba por que esta señora, de quien si me matan no recordaría el nombre, tenía la cabeza ida y vivía en casa de su sobrina en una habitación con cerrojo por fuera, dos por dos y un cerrojo. Una vez se olvidaron de echar el cerrojo y la dama empezó a caminar sin rumbo, sin detenerse, con ese paso en que los pies nunca se separaban del suelo, con sus zapatillas de casa. La encontraron caminando por medio de los campos en la provincia de Toledo, silenciosa. Era mujer, no sé si en otro tiempo fue de otra manera pero cuando yo la conocí era así, de pocas palabras en un dulce y apagado acento gallego, quizás añorara sus campos y sus corredoiras pero nunca decía nada, ni se quejaba, ni protestaba, ni comentaba nada. Sólo cuando me veía, se me quedaba mirando muy fijamente, y me decía: “Yo una vez tuve un hijo y me nació muerto”. Echaba a andar y, al rato, cuando me volvía a ver repetía “Yo una vez tuve un hijo y me nació muerto”, con una media sonrisa que nunca llegaba a serlo y que jamás se borraba de su cara. Una vez tuvo un hijo… y le nació muerto.
La madre de mi vecina del segundo derecha un día se sentó en una silla, la espalda pegada al respaldo, las rodillas rectas, las manos en las rodillas, la cabeza alta y la mirada fija en el suelo y no se levantó. Cuando la levantaban y la llevaban a la cama o al sillón, ella volvía a su posición faraónica una y otra vez. A diferencia de los faraones no era un efecto del viento entre las piedras el eterno susurro que se oía si se ponía mucha atención al pasar a su lado. Sin entonación, sin pausas, sin subir o bajar jamás la voz, susurro que sólo dejó de oírse cuando llegó su final. La madre de mi vecina del segundo derecha, repartió sus cosas al enviudar y se fue a vivir con su hija, la madre de mi vecina del segundo derecha había llevado muchos años una pistola en el delantal para matar rojos si se le acercaban demasiado, la madre de mi vecina del segundo derecha consumió sus últimos años, sus últimas energías y su último suspiro en un susurro apenas inteligible: “decnudita y dezcarza, decnudita y dezcarza, decnudita y dezcarza, decnudita y dezcarza”
La suegra de mi vecina del ático exterior solía escaparse a pedir limosna, en una esquina, en un parque, en una iglesia. Con su pelo lila, con su ropa buena, con sus buenos tacones, con su bolso de cuero, con su abrigo de pieles. Solía escaparse de noche y asaltar a los noctámbulos con su lastimera retahíla de mendiga. No pedía para ella, no, pedía para misas, pedía para la mayor gloria de alguien, para la exaltación a los altares de sus ídolos: “para misas por la canonización de Isabel la Católica”, “para la pronta beatificación del Caudillo”, “para la canonización de José Antonio”. Entre tanto, su hijo tiraba huevos a las terrazas de sus vecinos y su nuera perseguía a los nietos con herramientas de cocina calentadas al rojo. Con su pelo lila, su abrigo de pieles y sus labios pintados extendía la mano “para misas por la canonización de Fernando VII”.
Mi vecina del quinto izquierda del portal contiguo tenía la cabeza muy en su sitio cuando levantaba en vilo a su hijo adolescente agarrándole del pelo, era grande, gorda, poderosa, extremadamente cerrada de acento y hablaba siempre a gritos, por eso sé que las conversaciones más inteligentes del tipo “te voy a arrancar el pescuezo” las mantenía con un pato llamado Patum, obvia derivación del gran éxito de aquellos años Platoon.
La madre de mi vecina del segundo derecha un día se sentó en una silla, la espalda pegada al respaldo, las rodillas rectas, las manos en las rodillas, la cabeza alta y la mirada fija en el suelo y no se levantó. Cuando la levantaban y la llevaban a la cama o al sillón, ella volvía a su posición faraónica una y otra vez. A diferencia de los faraones no era un efecto del viento entre las piedras el eterno susurro que se oía si se ponía mucha atención al pasar a su lado. Sin entonación, sin pausas, sin subir o bajar jamás la voz, susurro que sólo dejó de oírse cuando llegó su final. La madre de mi vecina del segundo derecha, repartió sus cosas al enviudar y se fue a vivir con su hija, la madre de mi vecina del segundo derecha había llevado muchos años una pistola en el delantal para matar rojos si se le acercaban demasiado, la madre de mi vecina del segundo derecha consumió sus últimos años, sus últimas energías y su último suspiro en un susurro apenas inteligible: “decnudita y dezcarza, decnudita y dezcarza, decnudita y dezcarza, decnudita y dezcarza”
La suegra de mi vecina del ático exterior solía escaparse a pedir limosna, en una esquina, en un parque, en una iglesia. Con su pelo lila, con su ropa buena, con sus buenos tacones, con su bolso de cuero, con su abrigo de pieles. Solía escaparse de noche y asaltar a los noctámbulos con su lastimera retahíla de mendiga. No pedía para ella, no, pedía para misas, pedía para la mayor gloria de alguien, para la exaltación a los altares de sus ídolos: “para misas por la canonización de Isabel la Católica”, “para la pronta beatificación del Caudillo”, “para la canonización de José Antonio”. Entre tanto, su hijo tiraba huevos a las terrazas de sus vecinos y su nuera perseguía a los nietos con herramientas de cocina calentadas al rojo. Con su pelo lila, su abrigo de pieles y sus labios pintados extendía la mano “para misas por la canonización de Fernando VII”.
Mi vecina del quinto izquierda del portal contiguo tenía la cabeza muy en su sitio cuando levantaba en vilo a su hijo adolescente agarrándole del pelo, era grande, gorda, poderosa, extremadamente cerrada de acento y hablaba siempre a gritos, por eso sé que las conversaciones más inteligentes del tipo “te voy a arrancar el pescuezo” las mantenía con un pato llamado Patum, obvia derivación del gran éxito de aquellos años Platoon.
Bueno, como he venido hoy a tu blog, pues he leído el post al revés. Primero el 2 y ahora el 1.
ResponderEliminarPara mucho da tener tanta vecindad, verdad? YO como vivimos en un chalet "Adhesivo" pues no tengo tanto que contar, ni literaria ni realmente, jaja
Bezos.
Pero tus vecinas eran unos personajes (algunos sórdidos) escapados de una novela!! Ya hubiese querido García Márquez tener estas vecinas! La única actriz mayor que conozco es Chus Lamprea (espero haberlo escrito bien),por las películas de Almodóvar, me encanta esta mujer!
ResponderEliminarCuando eras chico vivías en Toledo? Cuando estuve en Toledo me enamoré de esa ciudad, la conocí en primavera, es bellísima!
Al revés de Thiago, después paso y leo la segunda parte.
Mil gracias por tu apoyo, querido amigo.
BESOTES Y BUEN FINDE!!!!!!!!!!!
Hola Stan: no, no vivía en Toledo pero no me extraña que te enamorases de la ciudad. La magnífica y querida actriz a la que te refieres es Chus Lampreave y es parte de nuestra alma almodovariana pero Maruchi Fresno fue una gran dama de nuestra escena allá por los cuarenta, cuando Chus era una cría.
ResponderEliminarEl caso es que no sé si será mi vida o será mi mirada pero todo cuanto me rodea me parece una novela de Kafka, un esperpento de Valle Inclán o una peli de Almodóvar y sin inventarme ni una coma. Gracias por tu comentario