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jueves, 18 de marzo de 2010

Un ratito con La Concha I


Uno es débil, y sensible al "culo veo, culo quiero" así que después de la entrada de Thiago en su blog haciendo un homenaje a Miguel Delibes y sus "Cinco horas con Mario" pues he aquí que me he metido a hacer algo sobre el tema. Como siempre: poca literatura y mucho sentido documental. Espero que Thiago no me acuse a la SGAE por plagio o algo así.

Con sus ochenta años el Sr. Julio una vez al mes coge su escalera doméstica y la carga en el coche, atraviesa la ciudad y llega al cementerio. Es un camposanto nuevo, como los que siempre odió su mujer, impersonal, frío, lleno de mármoles y granitos ostentosos, de flores de plástico, de lápidas casi idénticas, con casi idénticos epitafios, con casi idénticas imágenes religiosas: dos modelos de crucificado pequeño, tres modelos de crucificado mediano y cuatro de crucificado grande. Vírgenes: la del Carmen (tres cuartos y entera en dos modelos), la Milagrosa (modelo único), Inmaculada, copia de Murillo [aquí uno se ríe sarcásticamente] en tres tamaños. Santos: San Antonio y el Santo Ángel de la Guardia, que queda muy mono para cadáveres infantiles o para gente que se llame Ángel. Tan mono queda que el Sr. Julio decidió que, a pesar de que su santa y difunta esposa se llamara Concha y de que fuera una devota, relativa, de San Antonio, fuera en Ángel guiando a un niño con cara de rollo de mantequilla rellena de bacon quien presidiera la escuálida tapa del nicho. Tercer piso. Ella quería tierra y había tierra pero era más cara y a él no le tomaba el pelo ningún politicastro de mierda del ayuntamiento y compró nicho. Alto, donde no llega si no es con su escalera. Escalera de mano y ochenta años, una combinación perfecta, sobre todo en esas mañanas invernales mesetarias con hielo en el suelo y viento serrano azotando sobre crisantemos de tela y rosas de papel. Las flores, otro tema, a él nadie le va a robar cobrándole flores que se estropean, las trae de la tienda de los chinos que son baratas y de plásticucho, duraderas, que sean feas hasta decir basta no le importa. Lo que sí le importa es que se las roben por lo que ha mandado hacer una puerta de cristal con rejas y cerradura. Llega, trepa a la escalera, abre la puerta –quiso poner dos cerraduras pero no cabían-, quita las flores viejas, pone las nuevas –normalmente más estropeadas y ajadas que las anteriores- y cierra la puerta, la abre para comprobar si la ha cerrado bien, limpia el cristal –en los trozos que dejan libres los barrotes- y se sienta en el peldaño más bajo de la escalera. Allí saca su bocadillo de tortilla envuelto en papel de aluminio, su botella de agua, no lleva las pastillas por que a él ningún médico de pacotilla le va a decir lo que tiene que hacer. Él sabe lo que le conviene por que se leyó aquel libro de medicina naturalista en el 35, ese era un médico que sabía lo que se hacía y no estos mamarrachos modernos. Menos mal que nunca les hizo caso con la medicación de Concha que si por ellos hubiera sido la habían matado muchos años antes. Claro, como no saben lo que hacen cuando murió empezaron a decir que si no estaba claro que había pasado. Naturalmente que estaba claro, él había cometido el único error de llevarla al hospital y dejarla en sus manos, se querían cubrir las espaldas por que la habían asesinado con su estupidez. Ay, si la hubiera dejado en casa con las ocho pastillas en lugar de las tres que le mandaban, con dos comidas al día en lugar de hacerla comer cuatro veces al día. Sólo aguantó la primera noche, se la cargaron con una velocidad, seguro que es una consigna para ahorrarse pensiones, cargarse a los viejos. Vaya usted a saber qué comisión habrá cobrado el medicastro de mierda que la asesinó. Ahora él está solo y pasa un día al mes sentado en el peldaño más bajo de su escalera junto a la pared donde, arriba, está el Ángel de la Guardia con su niño gordo, entre rejas y sofocado por esas flores que sólo él tiene el talento de colocar en lugar tan angosto. Detrás de rejas, cristal, flores, Ángel y niño, y lápida de mármol está Concha. Como siempre estuvo: atrapada.
El Sr. Julio es hombre de palabra torrencial que en su oído cobra una melodía tan deliciosa que le cuesta dejar de oír, tanto que procura no dejar de hacerlo y desde luego no ensuciar sus oídos con palabras ajenas. Por eso durante el día junto a la pared soleada del cementerio habla con La Concha, siempre la han llamado así, salvo él que, estando viva solía decir “esta”, habla hasta que el sol se va poniendo y el frío sepulcral de la soledad de la tarde invernal cobra un nuevo sentido. Siempre habla con La Concha durante esas horas, le gusta demasiado oírse como para dejar de hacerlo.

2 comentarios:

  1. Qué bueno, Joaquinito. Qué manera tan certera de describir a un personaje lamentable de los que tanto han poblado (y siguen poblando) nuestra querida piel de toro. Has contado de manera extraordinaria una vida entera en dos párrafos, una vida de sometimiento y desprecio, de ninguneo y quién sabe si maltrato (que psicológicamente seguro que lo tuvo). Impresionante, de verdad.

    Más, más, queremos más.

    Un besote.

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  2. Mis momentos cute and paste:

    Ángel guiando a un niño con cara de rollo de mantequilla rellena de bacon

    Las flores, otro tema, a él nadie le va a robar cobrándole flores que se estropean, las trae de la tienda de los chinos que son baratas y de plásticucho, duraderas, que sean feas hasta decir basta no le importa.

    Siempre habla con La Concha durante esas horas, le gusta demasiado oírse como para dejar de hacerlo.

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