A las doce de la mañana entre el abigarrado amasijo de sombrillas, carnes fofas y grasas, pelotas, niños, más niños, bolsas, radios a toda pastilla, bronceadores con olor a coco y frambuesa, más niños, más abuelos, colchonetas, voces, gritos, insultos, discusiones familiares con sordina, broncas y regañinas, quejas del precio de los pimientos, tirantes sueltos y joyas gordas sobre cuerpos aún más gordos hace muchísimo calor, muchísimo más que en Madrid a las tres de la tarde en agosto y sólo la consciencia de la proximidad de un mar que no ves consuela de tal chicharrera. Eso y que el veraneo se acaba que no hay mal que cien años dure (ni cuerpo que lo resista). A esa hora, en plena solanera levantina, aparecían ellos. Caminaban trabajosamente por el estrecho laberinto que dejaban libre las toallas, colchonetas, sillas, butacas, butacones, hamacas, sombrillas y sombrajos. Van cargados con alfombras, ventiladores, camisetas, bisutería, relojes, incluso juegos de té. Sudan y pasan siguiendo las mil curvas de caos de la arena. Se acerca a una sombrilla donde le rechazan, de otra le llaman y una señora demasiado gorda para separar el trasero de la esterilla analiza cosa por cosa la mercancía. El sol cae sobre él, recita los precios. La señora pregunta una y otra vez el precio de, por ejemplo, una pulsera: 10, ¿10?, 10, Le doy 3, 10, 5 y ni pa ti ni pa mí. Quince minutos después el hombre sigue el camino sin que la señora comprara nada, a pesar de haber bajado a seis. Sus camisas son gruesas, de mangas largas, colores turbios, sombras en medio de un sol semejante al de sus tierras y de un estallido hortera de colorines chillones. El sudor chorrea por sus caras, el cuerpo camina medio doblado por el peso, arrastra los pies descalzos, ancestralmente endurecidos. El deje de sus palabras es denso, pegajoso; su mirada desconfiada, saben que esas señoras tienen las manos muy largas y que se les pegan cositas menudas, pendientes, relojes, anillos. Y ¿Quién va a creer a un moro que vende alfombras? Veo su espalda alejarse bajo el sol de justicia mientras oigo: yo es que no me fío de los moros pero mira que mono es este anillo que “se le ha caído”. Les he visto antes, al venir a la playa, al amanecer casi. Viven en una casa enfrente de la que habito, estrecha, calurosa, pequeña, son más de treinta hacinados, a esas horas salen a respirar el poco fresco del agosto mediterráneo, se sientan en el escalón de la entrada, en la acera, y pierden la mirada, acaso comparten un cigarrillo, cruzan alguna palabra, enjutos, serios, muchos ya canos. No sé si están resignados o entregados, si les queda alguna esperanza, si lo que ganan les alcanza para vivir el invierno ni siquiera si siguen allí después de la desbandada de fines de agosto, no sé nada de ellos salvo que les veo alejarse en eses de sombrilla en sombrilla, de señora en señora, de insulto en insulto.
Me produjo tristeza lo que escribiste sobre los vendedores ambulantes. Debe ser una vida muy dura.
ResponderEliminarBESOTES AMIGO!
Después de dos entregas divertidísimas, esta cae como un mazazo. Pero así debe ser. Y tan bien escrita como siempre, que me repito más que el ajo, lo sé, pero qué bien lo haces, Joaquinito.
ResponderEliminarUn besote
jaj que diferencia de playas entre la que cuentas y las de Galicia. Aunque yo ayer tb. me fijé en unos tipos distintos y curiosos de mi playa nudista.
ResponderEliminarEn Galicia no hay vendedores de playa, pues no ganarían mucho, la verdad, pero si que andan por la ciudad, y se ponen a vender en la calle Real, cuando cierran los comercios... vendiendo sus falsificaciones.
Bezos
Estupendo de nuevo. Me he permitido recomendar tus "Faunas veraniegas" a mis lectores (Uy a mis lectores). Espero que no te importe.
ResponderEliminarUn abrazo
Soy lector de Uno, je,je... y aquí estoy muerto de la curiosidad y con ganas de leerte. Muy bueno el texto aunque me he agobiado un poco con tanta gente....ufffffff que calor!
ResponderEliminarUn abrazo
UT
Stan: bueno, realismo puro y duro, es lo malo que tiene la realidad, deprime siempre.
ResponderEliminarTheodore: como siempre muchas gracias, sí hacía falta alejarse del esperpento y la caricatura por que en verano no siempre vemos lo evidente.
Thiago: los vendedores urbanos de paseo maritimo son otra historia. Claro que en ninguna calle se producen las aglomeraciones que se producen en una playa levantina a las doce de la mañana.
Uno: muchas gracias por tus elogios y por recomendar mis entradas.
Ut: no me extraña que te agobies, es agobiante. Bienvenido
Gracias a todos por leerme.