Sin embargo, ya dije que bajo la capa de educación burguesa de buena familia, la capa de Francisquita, latía un corazón de Pacorra, corazón volcánico que tenía dos aliados terribles, por un lado mucho tiempo libre –las tardes son interminables, ya lo eran entonces incluso con la señorita Francis y los últimos seriales de Guillermo Sautier Casaseca, incluso con Cesta y Puntos- y por otro un cerebro vivaracho que estaba cogiendo la mala costumbre de hacerse preguntas. Costumbre que la Santa, Asustada, Sobreprotectora, Despótica y Difunta Madre había logrado mantener a raya como el Principito a los baoabs, cortándola de raíz. Peligrosísima combinación que suele generar rebeldía. En el caso de Maria Antonia M. fue una rebeldía feroz e incontenible fruto de tanto tiempo sin dejarla brotar y se manifestó de la peor manera: ¿Por que yo no?, ¿Por qué yo no puedo tener un hombre?, ¿Por qué yo no puedo tener un hijo?, ¿Por qué yo no puedo irme a un cine?, ¿Por qué yo tengo que estar aquí para que todos estén tranquilos? Y así toda una serie de preguntas sin forma concreta pero que tenían una misma respuesta. Lo que no sabía Maria Antonia M. es que nunca nadie debería hacérselas si no se tiene el temple de Agustina de Aragón y los destos del caballo de Espartero. Muchas tardes silenciosas junto al brasero fueron calentando esa mente, dándole el punto exacto para dar el salto que fue, como no, una tarde fría de viento gélido que dejaba las cinco calles desiertas. Quizás si el teléfono hubiera sonado más a menudo, quizás si su padre prestara menos atención al Espasa, quizás si alguna de sus amigas se hubiera quedado soltera o viuda que para el caso da igual –entonces no había aun divorci-, quizás si el sobrino guapo al volver de los campos de tenis del Canal se hubiera parado unos minutos a visitarla nada habría ocurrido. En medio de tantos quizases en esa tarde gélida, oscura, larga y ventosa Maria Antonia M. desempolvó las pinturas de guerra que el luto había arrinconado, se puso aún más guapetona de lo que ya era y, aun con el luto encima, se echó a la calle. Ella, que sólo había ido sin compañía a hacer la compra y a los velatorios de los vecinos del mismo edificio, ella que hasta para ir a ver a una vieja amiga de su madre a media manzana de distancia había ido siempre acompañada. Hace falta mucho valor cuando ya no se tienen veinte años para salir al mundo sin saber andar, casi literalmente, por él dispuesta a cruzar tres de las cinco calles y, aun a riesgo de coger una pulmonía, llegar al centro de actividades para discapacitados. Su Santa, Asustada, Sobreprotectora, Despótica, Orgullosa y Difunta Madre jamás había permitido que ni siquiera se hablara de él delante de su niña. Eso era para cojos, no para señoritas como ella. Imagino que le temblarían las piernas y que en el camino se arrepentiría unas cuantas veces pero llegó. Hace falta mucho valor para algo semejante sabiendo que con esos diez o quince minutos de independencia se resquebrajaba la tranquilidad y el sosiego de los suyos, de quienes, al fin y al cabo, dependía. Vamos que Maria Antonia M. demostró aquella tarde, temblando de frío y de miedo, que los tenía muy, pero que muy bien puestos, si se me permite la expresión que no indica sino una profunda admiración. Todos sabemos como acaban los héroes.
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