Hubo más tardes, hubo más reuniones en el centro ante la cada vez más inquieta familia que comenzó a encontrarse con que nadie descolgaba el teléfono por las tardes y que cuando, casualmente, iban a esas horas la puerta estaba cerrada. Las dos hermanas, Madres al fin y al cabo, barruntaban algo, un peligro, o algo peor: una pérdida de control. Y ya puestas a pensar: alguien tendría que ocuparse de su padre, era apenas un matiz en el fondo pero había que completar la frase. Sus cuñados bastante tenían con capear las preocupaciones de sus santas esposas y, en el caso de Abigail, con el estudio de la Biblia, como para prestar atención y Don Luis ni siquiera se olió lo que podía pasar. Lo que no era probable que pasara, lo que para todos era imposible que pasara, lo que no les pasa a personas como ella, por eso ellas habían estado tan tranquilas, por que esas cosas no les pasan a estos niños o niñas, pero que, ¡ah designios de los dioses infernales!, pasó.
No era hermoso y rubio como la cerveza ni mucho menos. Era un cojo, esto dicho en según que bocas es uno de los peores insultos que coloca al insultado siete u ocho escalones por debajo en la escala zoológica. Era un cojo y se llamaba Juanjo. He de reconocer un par de cosas, por un lado que era un cojo –repito el término por que en el entorno era el concepto dominante que oscurecía todo lo demás- que no lo parecía, si se estaba quietecito, claro. Era alto y delgado, con bigote progre –cierto tipo de bigote era signo de progresía en los años previos al 75- pálido y moreno, un hombre más o lo hubiera sido si no fuera cojo. Lo otro que he de reconocer es que no era un cojo simple, no era un hombre que tuviera una lesión en una pierna y Santas Pascuas, una de esas lesiones que se arreglan aunque dejen recuerdo. Era un niño de la polio, esto implicaba, largas estancias en hospitales no siempre en la ciudad o la provincia del niño, hablo de años, no de semanas, implicaba marginación y deformación, rencor y mucho, mucho dolor. Era de algún Lugar de la Mancha y cuando por fin salió de uno de sus larguísimos ingresos nada había en ese lugar que le llamara, no conocía prácticamente a la familia, salió casi analfabeto, con una rodilla destrozada por una evitable y mal tratada infección y a una ciudad desconocida –sólo conocía el Paseo de la Habana y el Bernabeu por que a veces, en plan Gran Caridad, habían llevado a algunos muchachos –los menos deformes, los más presentables que colocaban bien visibles para el No-do (“el mundo entero al alcance de los españoles” pero no el Bernabeu para los chavales contrahechos)- a ver algún partido. De algún modo se había colocado con una motillo repartiendo material para protésicos dentales y no le iba mal. Intentaba ser simpático pero se le derramaba la amargura por los ojos y por la sonrisa. Los niños de la polio rara vez la pueden contener llegados a adultos.
El caso es que Maria Antonia M. se enamoró de Juanjo –a ella la conocí, a él apenas, por lo tanto no puedo afirmar lo mismo- con una pasión impensable en la soltera del brasero de apenas unas semanas antes. La vimos florecer, el luto desapareció, la risa estallaba a cada paso, la broma picante, La Mari se dejó envolver tanto por el primer amor como por creer haber encontrado las respuestas a los porqués. Del amor, las citas, las sospechas familiares, pasó, en otro de sus saltos de ninja, a los proyectos, a esos proyectos que ella tantas veces se había preguntado ¿Por qué yo no? La palabra “boda” no tardó en sonar y su sonido destruyó para siempre serenidad en aquella familia de bien. Don Luis quedó desbordado por el torrente de su niña, pero las hermanas pusieron la proa desesperadamente a tan descabellada idea, ¡casarse con un cojo! Había muchos argumentos contra él pero sobre todo estaba la madre de todos los argumentos, si se casaba perdería la magnífica pensión que le quedaría si seguía soltera. Aquellas mujeres tan decentes, ante la decisión de su hermana llegaron a proponerles el concubinato –hablamos del final del régimen, cuando la sola idea si no era delito le faltaba poco-. Pero ya era tarde para Maria Antonia M. y no estaba dispuesta a dejar las cosas a medias. “En tal caso, dijeron hermanas y cuñados, Abigail el muy cristiano incluido, sobrino guapo y sobrinas esculturales, no cuentes con nosotros para nada”. Y es que es lo que yo digo: nunca llegamos a valorar lo suficiente a la familia.
Eran los setenta y una tarde de sábado fuimos de boda, casáronse en el desaparecido Nebraska (los mejores perritos calientes de su tiempo que desgraciadamente no estaban en el menú), en un ambiente de velatorio que sólo rompía la novia reluciente con su vestido casi de muñeca, con sus zapatos ortopédicos blancos, con su velo y con su azahar y nunca fue más cierto que en estos temas los demás sobramos. Aquí es donde acaban las películas, aquí es donde se supone que está el final feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario