Las persianas
bajadas, el humo de los cigarrillos como una niebla densa que le costara
deshacerse. Isabel, sentada ante el escritorio abierto, fuma lenta y constante.
Desde la calle se oye el escaso tráfico de la calle de pueblo, las voces de las
vecinas que vienen y van de compras, los niños que corren camino al colegio o
de vuelta de él. Le gustan especialmente esas tardes de lluvia intensa en que
sólo se escucha el agua cayendo con fuerza, ni una voz, ni un alma salvo las
viejas beatas que acuden al rosario o a misa de seis. Esas tardes de noviembre,
enero. También esas tardes, como ésta, en que el sol cae a plomo sobre la calle
y la placita ante la escalinata de la iglesia y el silencio se come hasta el
canto de algún pájaro despistado. De niña, en esas tardes de verano, esas horas
sesteras las dedicaba sin ganas a practicar con el piano en otra calle del
pueblo, muy parecida a esta en que vive desde que se casó con Pepe. Escalas y
más escalas, de vez en cuando el “Para Elisa” o el principio de un “Nocturno”
chopiniano hasta que caía el sol y podía salir un rato a jugar con otras niñas,
a pasear con otras muchachas, a coquetear con Pepe, con Juan, con Pablo. La
calle quedaba entonces en un silencio que se iba poblando según refrescaba con
los vecinos que sacaban sillas y se sentaban a tomar el fresco.
Impecable en
su vestido negro, siempre es negro desde hace tiempo, justo desde… entonces, sus
medias negras, sus zapatos de tacón alto negros, su moño perfecto, sus uñas
escarlata, su bolsito de fiesta dorado, diminuto, el espacio suficiente para el
tabaco, el mechero y uno de los pañuelos
de batista bordados a cuya plancha dedica las veladas junto a Pepe mientras él
intenta ver una película antes de quedarse dormido. En invierno, se echa un
chal de seda sobre los hombros desnudos.
Y así, apenas dan las tres, Isabel sale de su alcoba impecable y se
encierra bajo llave en esa habitación con tres ventanas a la iglesia hasta las
nueve menos cuarto, justo cinco minutos antes de que Pepe abra la puerta, le
diga que cada día está más guapa y le dé un beso, habitualmente acompañado de
una flor, una minicaja de bombones o unos pendientes.
Cada tarde
durante seis horas se dedica a fumar y a “poner en orden” su colección de
pendientes. A sus cuarenta y ocho años Isabel alcanza ya los diez mil
setecientos noventa y seis pares de pendientes perfectamente guardados en seis
muebles de uno treinta de altura (y dos de uno veinte) por sesenta de
profundidad y dos metros de longitud que ocupan la habitación que había sido de
sus suegros en aquella casona de la parte más antigua del pueblo, frente a la
iglesia más antigua del pueblo, una joya del s. XI. Cada mueble tiene
veintiséis cajones de cinco cms. de altura y cincuenta de anchura. Dentro de
cada cajón tablitas forradas de terciopelo negro configuran espacios desiguales
según el diseño del pendiente, con un número bordado. Hace años que están
perfectamente organizados pues Isabel desde que… jamás se pone más que unos de
perla, sobrios que justifican su parquedad por su antigüedad, y tan sólo hay
quehacer cuando alguien le regala unos nuevos, cosa muy frecuente pues es
sabido su interés por ellos. Entonces Isabel se levanta muy temprano, las cinco
o cinco y media de la mañana y se viste como siempre, recorta las tablillas en
su escritorio bajo la ventana central, las forra primorosamente y comienza a
bordar con hilo de oro el número correspondiente. Suele terminar el bordado
hacia el mediodía y entonces se concede unos minutos para comer, no más de un
cuarto de hora, y vuelve al trabajo. De vez en cuando su mirada se pierde en
las persianas y recuerda como había sido su vida antes. ¿Antes de qué? Antes,
sencillamente antes.
Pequeñas cosas
como las escalas al piano o como la voz de la vecina cotilleando, la clase de
latín con aquel profesor de nombre olvidado, delgado, alto y canoso que a todas
les parecía tan “interesante”, se van desgranando, enroscándose sobre sí
mismas, intentando escapar del abismo al que indefectiblemente se dirigen, que
no era otro que el suceso que marcó el “antes”, el “entonces”. El que Isabel,
vestida de fiesta, recluida en esa habitación y fumando, no quiere recordar y
vuelve la mirada a la ficha que rellena con letra redondilla a pluma con tinta
negra o azul si los pendientes son de bisutería, verde, si son “del serrín”
como decían antes o roja si son “buenos”. Anota fecha, forma, color, calidad,
donante (con este término exacto), ocasión y fechas en que se los pone. Isabel
nunca se pone más que las perlas antiguas desde que…
Vuelve el
recuerdo a evitar pero hoy con más fuerza, con demasiada fuerza. Todo el mundo
sabe que Isabel ni se pone los pendientes que colecciona ni se viste de color,
ni usa más joyas, ni sale de su casa más que lo inevitable, los compromisos y
las reuniones familiares. Pepe tiene tantos conocidos que tiene que conceder su
presencia siempre encantadora, siempre amable, siempre perfecta. Todo el mundo
sabe eso, pero todo el mundo le regala pendientes, casi como en un concurso, a
ver quien el más valioso, a ver quien el más exótico, a ver quien el más
extravagante. Ella los agradece todos por igual siguiendo el tono del “donante”
con la misma sonrisa sincera y lejana. Es el par 148. Primer mueble. Tercer
cajón. Plástico. Tinta verde. Triangulares. Pinza. Azules. Piedrecita cristal
en el centro, falta una. Fecha de entrada: décimo séptimo cumpleaños 1-10-81.
Donante: Pablo. La luz de la siesta de junio entra por las rendijas de las
persianas formando una reja de barrotes horizontales. Enciende otro pitillo
dejando que le tiemble la mano sin darse cuenta de que tiene uno recién
encendido en el cenicero que le hizo uno de sus hijos (Dios mío ¿Cuál sería?) y
se fuerza a seguir rellenando la ficha. Donante: Pepe. Oro y circonitas. Fecha:
3-6-11.
Tres de junio,
por eso le arrolla la avalancha de ese recuerdo, del suceso épico del “antes
de”, del “antes”, del “entonces”. Tres de junio del ochenta y ocho, dieciocho
treinta. Ella había vaciado la habitación y se proponía convertirla en un
gabinete de estudio para los chicos, Pepe se acababa de ir a toda prisa al
trabajo. Subió las persianas y abrió las ventanas. El glorioso sol de junio
estallaba sobre la iglesia y los tejados de la ciudad antigua. La gente se
apiñaba ante la portada medieval restaurada con mano delincuente, una boda.
Siempre es algo llamativo ver una boda, la novia de blanco, los invitados de
gala, el arroz y todo lo demás. Recuerda, a pesar de todo, recuerda, no le
gusta hacerlo. Aquella angustia que le aplastó el pecho revive ferozmente cada
vez, pero no siempre puede evitarlo, culpar al tabaco ayuda pero no convence,
no a ella, no a esa Isabel que fue identificando a la señora de fucsia, a la
niña con lacitos beige, al novio que era Pablo con sus inconfundibles rizos
rubios.
Pepe se había
dejado los cigarrillos en la habitación, sobre un peldaño de la escalera, e
Isabel encendió el primer cigarrillo de su vida, mientras bajaba
definitivamente las persianas y se preguntaba quien era ese hombre que dormía
en su cama y como había llegado a ocurrir.
Esta muy bien. Consigue mantener la tension. Un abrazo.
ResponderEliminarEsta muy bien. Consigue mantener la tension. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, no estoy demasiado satisfecho con el final pero hasta aquí llego.
EliminarUn abrazo
La vida, por desgracia, para mucha gente acaba siendo un desierto.
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