La
novia de Gonzalo vivía cerca de esa clínica donde estuvo bastante tiempo y le
visitaba a menudo con una amiga. Dos madrileñas pequeñas, pizpiretas, simpáticas
y básicamente alegres, Magdalena y Loli, supusieron, o creemos que debieron
suponer una conmoción para el hombre triste y adusto en que se estaba
convirtiendo. Loli era pícara y muy bonita, Magdalena era más tímida pero sabía
seguir el juego aunque jamás lo empezara. Aire fresco en suma para aquellas
salas siniestras de los hospitales de la época, sobre todo la risa de
Magdalena, preciosa cascada que no perdió hasta casi su muerte el siete de
julio hará veintinueve años. Una morena y una rubia, Magdalena y Loli, hijas
del pueblo de Madrid, que diría don Hilarión y seguramente habría dicho Tino de
haber conocido la zarzuela llegaban cada tarde de visita llenando la sala de
sonrisas hasta que un día de buenas a primeras, cuando apenas faltaba un par de
semanas para la boda de Gonzalo y Magdalena, Tino se fue, pidió el alta
voluntaria y desapareció. La versión oficial es que los médicos querían ahorrar
en su tratamiento y en lugar de ponerle en la cabeza una pieza metálica querían
hacer una especie de cámara de aire y él se negó. Desde luego, era muy propio
de él que o se hacían las cosas a su manera o no se hacían. Sin embargo, a
muchos no nos convence esa explicación, sin que sepamos acertar a decir por
qué. Una vez más el hombre que no quería tener historia se borró de ella, ni siquiera una fotografía en la boda de su
hermano. Sin huellas.
Sabemos,
por qué nos lo han contado, que volvió a la tierra natal, a la casita de piedra
bajo un castaño más grande que ella, junto a la abuela que aun hablaba del
gobierno como de “la Señora” –supongo que se referiría a la Reina Regente Doña
Virtudes, pues aunque anciana, había nacido, según mis cálculos el año de la
Gloriosa, 1868 y, por tanto no podía recordar a Isabel II-. Allá, meses después
recalaron los recién casados, merced a lo arbitrario de los destinos de la
Armada. Magdalena, urbanita que nunca había salido del cogollo castizo de los
madriles, tardó en hacerse con el nuevo entorno, sobre todo con lo del retrete
fuera de la casa y con los bichos, aunque para compensar disfrutaba de los
paisajes, las arboledas y el mar que vio por primera vez en su vida, no se sabe
por qué siempre dijo que el mar “le había llegado tarde”, sobre todo cuando aun
no tenía veinticinco años. Los dos hermanos la guiaron por aquel mundo nuevo
tan ajeno a lo bullicioso de lo más bullicioso de la ciudad. Congeniaron los tres,
la abuela, Tino y Magdalena, sorprendiéndose mutuamente con sus rarezas, o más
bien con sus respectivos mundos. De nuevo otro destino de Gonzalo se llevó a la
pareja al otro lado del país y al año la abuela murió y, otra vez, el hombre
que no quiso tener historia se fue. Estuvo en mil sitios, hizo mil oficios para
acabar yéndose sin motivo de todos ellos. En la familia corren historias
variadas sobre esos años pero con un aroma épico que está muy lejos de lo que
era el hombre que no quiso tener historia. De hecho, no la tenía, al menos
oficialmente. Las lesiones en el cráneo eran suficiente motivo para darle una
pensión pero cuando fue a reclamarla se limitaron a decirle que ese informe era
falso pues si tuviera tales lesiones estaría muerto, así que o muerto o
trabajando, eran así los tiempos de entonces.
Yo hubiera querido vivir así, cambiando de paisaje y oficio, de pais y de amistades. Volver a empezar mil veces. Vivir mil vidas.
ResponderEliminarSupongo que son opciones pero la que cuento tiene más de huida que de vida. Yo como buen capricornio y perro de horoscopo chino y de tierra para más inri soy todo lo contrario busco echar raices, en los lugares y lo que es peor en las personas y el tiempo.
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