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miércoles, 10 de enero de 2018

LADY SOPHIE O NOCHE DE REYES 3


Lo que le resulta más perturbador para su vida cotidiana  es un tablón con faldones que tiene encima un pequeño pueblo habitado por figuritas bastante más pequeñas que los danzarines, colocadas sobre serrín, corcho, que todos los humanos miran una y otra vez como si no hubieran visto nunca un pueblo, cierto es que posee una cierta magia, que de eso saben mucho gatos, cuervos y lechuzas, lo peculiar es que para éstos es apenas el recuerdo de un aroma demasiado antigua, que no de la Vieja Magia, que no es lo mismo, pero los humanos, que no ven la magia así les esté dando garrotazos, perciben ese aroma de una manera arrolladora, hasta el punto de poner todo patas arriba, cambiar sus rutinas y pasar los días y algunas noches yendo y viniendo. Así una no puede llevar la sosegada vida que necesita una dama como ella. Saluda a la Dama Blanca que baila una gavota con un apuesto alfil. No entiende estos bailes tan sosos, donde esté un buen tango arrastrao lo más arrabalero posible bien llevada por quien sepa, ay, estos argentinos como son. La Dama Negra está demasiado ocupada acosando al Rey Blanco que defiende heroicamente su honra, a pesar del jaque al que está sometido. El Rey Negro siempre ocupado en la crianza de sus caballos. Ah si esos escaques pudieran hablar, mejor no, que son sesenta y cuatro y pequeña sería la escandalera que se iba a montar.

            Para llegar a la chimenea junto al falso árbol ha de recorrer el pasillo. Aparte del frío del suelo no le supondría mayor molestia si no fuera por la colección de lechuzas o lo que quiera que sean esos bicharracos puestos en fila que no  paran de susurrar, demasiado altivos para dejarse entender. Si fueran comestibles hace tiempo que habría dado buena cuenta de sólo para que se callaran, por que lo que se dice apetitosos tampoco son, de todas formas lo comprobó por si acaso; no, no son comestibles. Está noche también están revueltos, bueno, como todos menos ella, por supuesto. Lo que más la desquicia de este tiempo son las inesperadas, para ella, y escandalosas visitas nocturnas, como la del otro día, sí, la del gordinflón de barba blanca que no sólo se pasa el tiempo diciendo o riendo algo así como “jo, jo, jo”, se bebe una Coca-cola que no sabe de donde la saca, eructa groseramente –parece ser que como consecuencia de haberse bebido el brebaje de un trago- y “jo, jo, jo,” va y “jo, jo, jo,” viene. Se esfuma en medio de un cascabeleo atronador. Rodolfo, enciende su nariz y ¡a volar otra vez! Un mareo absoluto entre risas y cascabeles, pero magia, propiamente dicha, tan sólo un aroma, rastro de que allí la hubo hace mucho, pero que mucho tiempo. Del gordo reidor sabe algo más por el Sr. Thomas pues, al fin y al cabo se ha roído tres ediciones completas de la Enciclopedia Británica y se pone firme cuando suena el “Dios salve a la reina”. En cambio no tiene el erudito ratón más que una idea muy vaga –y muy poco interés- sobre la otra visita nocturna, pocas noches más tarde y que en nada se asemeja a la del alegre viejecito.

            Para empezar no hay anuncios sonoros, al contrario. El silencio nocturno, hecho de mil pequeños sonidos, algunos audibles sólo para ella y Golfo, se adensa hasta ser nítidamente escuchado. Más tarde suenen unos nada tranquilizadores pasos de patas almohadilladas, como las suya pero mucho más grandes. Si una se asoma, lo que ve no de ser un tanto fantasmal. Avanzando, dibujándose y desdibujándose aparece algo similar a una caravana del desierto pero en la nieve, o bajo la lluvia, el viento o la helada. Se mueve despacio, un destello dorado, fugaz, parece perfilar una corona, demasiado fugaz para asegurarlo, un movimiento de no sé qué muestra o, más bien, sugiere antes de desaparecer la opaca pesadez de un manto de terciopelo púrpura, la rigidez de una capa de brocado lapislázuli o el dorado flamear de ligeros ropajes de seda dorada  agitada por los vientos del desierto. ¿Podría asegurar haber visto algo? Desde luego que no, ni siquiera haber escuchado los lejanos tambores a cuyo ritmo los camellos parecen acompasar su despacioso caminar. No, no ha visto ni oído nada y ni siquiera la menor alteración de densidad de magia en aire pero…Y todos los inviernos igual. Una barba blanca y venerable, una recia barba rojiza y una gran sonrisa con turbante. Por un instante cree ver que las tres figuras se inclinan ante una esquina del tablero. Un instante que parece eterno pero que, antes de estar segura de lo que ve ya no ve nada. Los destellos vuelven a sugerir un gran cortejo que se aleja. Nada parece haber cambiado pero los vasitos con anís están vacíos, las zanahorias han desaparecido y la casa está llena de paquetes con lazos brillantes. Sin embargo, nada de magia. Una no puede comprenderlo todo, piensa arrellanándose en los mullidos cojines, cerca de las ascuas tan sólo con la satisfacción de estar llenándolos de pelo. Cosas como estas las han dado y dan su prestigio a los felinos domésticos, sigue pensando, mientras deja que sus ojos se cierren y la invada el sueño.

-Sofía, Sofía, Sofía –nadie le llama asi desde Gatomio, apuesto galán vividor y barriobajero que pasó un verano en el barrio, pero él alargaba la “a” final susurrada a la oreja de un modo que una se derretía por los rincones. Lo que oye se parece más al chirrido de una puerta mal engrasada. Un sonido tan repetitivo y desagradable sólo puede tener un origen: Golfo. Abre despacio un ojo y le ve.

- Sofía, Sofía, Sofía –cada vez que le llama pone tanta energía que levanta las cuatro patas del suelo.

-¿Qué rebigotes quieres ahora, Sacopulgas? –sabe que hablar así no es nada elegante ni en absoluto propio de ella pero es que ese escandaloso amasijo de pelos con lazo la desquicia.

-Despierta, algo está fallando. El árbol ha dejado de cantar.

-Los árboles no son canarios ni cantan y si te refieres a esa cosa que los imita, no canta, hace ruido.

-Pues ya no.

            Imposible. Aquella cosa tiene tal cantidad de campanitas, cascabeles y demás que basta con respirar un poco fuerte para que se organice un escándalo, y nunca, nunca están en silencio.

-¿En serio o lo dices para alegrarme, Rataladradora? –a medio estirarse ya se da cuenta de que el Bicho con Lazo tiene razón.

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