Lo que le resulta más perturbador para
su vida cotidiana es un tablón con
faldones que tiene encima un pequeño pueblo habitado por figuritas bastante más
pequeñas que los danzarines, colocadas sobre serrín, corcho, que todos los
humanos miran una y otra vez como si no hubieran visto nunca un pueblo, cierto
es que posee una cierta magia, que de eso saben mucho gatos, cuervos y
lechuzas, lo peculiar es que para éstos es apenas el recuerdo de un aroma
demasiado antigua, que no de la Vieja Magia, que no es lo mismo, pero los
humanos, que no ven la magia así les esté dando garrotazos, perciben ese aroma
de una manera arrolladora, hasta el punto de poner todo patas arriba, cambiar
sus rutinas y pasar los días y algunas noches yendo y viniendo. Así una no
puede llevar la sosegada vida que necesita una dama como ella. Saluda a la Dama
Blanca que baila una gavota con un apuesto alfil. No entiende estos bailes tan
sosos, donde esté un buen tango arrastrao lo más arrabalero posible bien
llevada por quien sepa, ay, estos argentinos como son. La Dama Negra está
demasiado ocupada acosando al Rey Blanco que defiende heroicamente su honra, a
pesar del jaque al que está sometido. El Rey Negro siempre ocupado en la
crianza de sus caballos. Ah si esos escaques pudieran hablar, mejor no, que son
sesenta y cuatro y pequeña sería la escandalera que se iba a montar.
Para
llegar a la chimenea junto al falso árbol ha de recorrer el pasillo. Aparte del
frío del suelo no le supondría mayor molestia si no fuera por la colección de
lechuzas o lo que quiera que sean esos bicharracos puestos en fila que no paran de susurrar, demasiado altivos para
dejarse entender. Si fueran comestibles hace tiempo que habría dado buena
cuenta de sólo para que se callaran, por que lo que se dice apetitosos tampoco
son, de todas formas lo comprobó por si acaso; no, no son comestibles. Está
noche también están revueltos, bueno, como todos menos ella, por supuesto. Lo
que más la desquicia de este tiempo son las inesperadas, para ella, y
escandalosas visitas nocturnas, como la del otro día, sí, la del gordinflón de
barba blanca que no sólo se pasa el tiempo diciendo o riendo algo así como “jo,
jo, jo”, se bebe una Coca-cola que no sabe de donde la saca, eructa
groseramente –parece ser que como consecuencia de haberse bebido el brebaje de
un trago- y “jo, jo, jo,” va y “jo, jo, jo,” viene. Se esfuma en medio de un
cascabeleo atronador. Rodolfo, enciende su nariz y ¡a volar otra vez! Un mareo
absoluto entre risas y cascabeles, pero magia, propiamente dicha, tan sólo un
aroma, rastro de que allí la hubo hace mucho, pero que mucho tiempo. Del gordo
reidor sabe algo más por el Sr. Thomas pues, al fin y al cabo se ha roído tres
ediciones completas de la Enciclopedia Británica y se pone firme cuando suena
el “Dios salve a la reina”. En cambio no tiene el erudito ratón más que una
idea muy vaga –y muy poco interés- sobre la otra visita nocturna, pocas noches
más tarde y que en nada se asemeja a la del alegre viejecito.
Para
empezar no hay anuncios sonoros, al contrario. El silencio nocturno, hecho de
mil pequeños sonidos, algunos audibles sólo para ella y Golfo, se adensa hasta
ser nítidamente escuchado. Más tarde suenen unos nada tranquilizadores pasos de
patas almohadilladas, como las suya pero mucho más grandes. Si una se asoma, lo
que ve no de ser un tanto fantasmal. Avanzando, dibujándose y desdibujándose
aparece algo similar a una caravana del desierto pero en la nieve, o bajo la
lluvia, el viento o la helada. Se mueve despacio, un destello dorado, fugaz,
parece perfilar una corona, demasiado fugaz para asegurarlo, un movimiento de
no sé qué muestra o, más bien, sugiere antes de desaparecer la opaca pesadez de
un manto de terciopelo púrpura, la rigidez de una capa de brocado lapislázuli o
el dorado flamear de ligeros ropajes de seda dorada agitada por los vientos del desierto. ¿Podría
asegurar haber visto algo? Desde luego que no, ni siquiera haber escuchado los
lejanos tambores a cuyo ritmo los camellos parecen acompasar su despacioso
caminar. No, no ha visto ni oído nada y ni siquiera la menor alteración de
densidad de magia en aire pero…Y todos los inviernos igual. Una barba blanca y
venerable, una recia barba rojiza y una gran sonrisa con turbante. Por un
instante cree ver que las tres figuras se inclinan ante una esquina del
tablero. Un instante que parece eterno pero que, antes de estar segura de lo
que ve ya no ve nada. Los destellos vuelven a sugerir un gran cortejo que se
aleja. Nada parece haber cambiado pero los vasitos con anís están vacíos, las
zanahorias han desaparecido y la casa está llena de paquetes con lazos
brillantes. Sin embargo, nada de magia. Una no puede comprenderlo todo, piensa
arrellanándose en los mullidos cojines, cerca de las ascuas tan sólo con la
satisfacción de estar llenándolos de pelo. Cosas como estas las han dado y dan
su prestigio a los felinos domésticos, sigue pensando, mientras deja que sus
ojos se cierren y la invada el sueño.
-Sofía, Sofía, Sofía –nadie le llama asi
desde Gatomio, apuesto galán vividor y barriobajero que pasó un verano en el
barrio, pero él alargaba la “a” final susurrada a la oreja de un modo que una
se derretía por los rincones. Lo que oye se parece más al chirrido de una
puerta mal engrasada. Un sonido tan repetitivo y desagradable sólo puede tener
un origen: Golfo. Abre despacio un ojo y le ve.
- Sofía, Sofía, Sofía –cada vez que le
llama pone tanta energía que levanta las cuatro patas del suelo.
-¿Qué rebigotes quieres ahora,
Sacopulgas? –sabe que hablar así no es nada elegante ni en absoluto propio de
ella pero es que ese escandaloso amasijo de pelos con lazo la desquicia.
-Despierta, algo está fallando. El árbol
ha dejado de cantar.
-Los árboles no son canarios ni cantan y
si te refieres a esa cosa que los imita, no canta, hace ruido.
-Pues ya no.
Imposible.
Aquella cosa tiene tal cantidad de campanitas, cascabeles y demás que basta con
respirar un poco fuerte para que se organice un escándalo, y nunca, nunca están
en silencio.
-¿En serio o lo dices para alegrarme,
Rataladradora? –a medio estirarse ya se da cuenta de que el Bicho con Lazo
tiene razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario