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miércoles, 9 de enero de 2019

EL CONCIERTO DE AÑO NUEVO


Aunque con unos días de retraso dar la bienvenida al nuevo año en el que apenas hemos aterrizado nunca está de más. Sobre todo teniendo en cuenta las perspectivas.
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            Nada más peligroso que perder la perspectiva ante acontecimientos como este en que la indudable belleza de la música puede hechizarnos y hacer que pasemos por alto aspectos que siempre hay que tener en cuenta para comprender la grandeza –y miserias- de esa misma música o de cualquier otra manifestación artística.
            Para empezar por lo más obvio, frívolo y olvidado (o deliberadamente pasado por alto) hay que hablar del proverbial mal gusto germánico. El propio salón donde se celebra este imprescindible concierto es, estéticamente, un simple espanto sin paliativos, incluso para mí que tolero bastante bien los excesos y los dorados. Es un ejemplo más. En muchas construcciones, religiosas sobre todo, se aprecia una tarta de nata sobre la que alguien ha vomitado oro a chorros en forma de un rococó ya superado (el hecho de que me parezcan preciosas no quiere decir más que tengo punto hortera de cuidado). Hay excepciones, por supuesto, que confirman la regla y entre las que no se encuentra el prodigioso Durero que por muy maravillosa que sea su técnica, reconozcámoslo, belleza encontramos más bien poquita. Digamos que para ir cerrando este punto que el buen gusto germánico es exacto a su sentido del humor, las artes culinarias y honradez inglesas, la amabilidad de los parisinos y la elegancia yanky: cosas que suponemos deben existir pero no se ha probado.
            A diferencia de la mayoría de los países germánicos el Imperio Austrohúngaro tuvo su momento de gloria artística (siempre hablando de las artes plásticas pues en asuntos musicales los germanos han ocupado siempre un lugar muy alto, como en la filosofía aunque al final ésta haya sido retorcida con otros fines). Ese momento de gloria estética es un canto de cisne de la creatividad, del imperio y a poco menos que la población. Me refiero a ese momento mágico de la  Secesion vienesa con Gustav Klimt y Egon Schiele como cabezas más visibles desde hoy. Artistas destacadísimos ambos pero ni mucho menos únicos en todas las artes –incluso en las mal llamadas menores- cuyas influencias, no siempre bien digeridas, aun perduran. Duró poco, justo hasta que el Apocalipsis pareció caer sobre aquel imperio que sólo tenía en común el Danubio y el Emperador. Una feroz crisis económica interna, con causas muy claras que ahora no vienen a cuento, trajo la Miseria y el Hambre. Inestable e insostenible en manos del intransigente Francisco José la cosa solo podía acabar en Guerra por todos los flancos posibles. El final del Apocalipsis llegó con el cuarto jinete La Peste o La Muerte de la llamada gripe española que arrasó media Europa.
            Los Strauss son ligeramente, sólo ligeramente anteriores, digamos que pertenecían a la generación que sembró los vientos y la que empezó a entrever las tempestades. Desde hoy y observando el conjunto su música es la de una sociedad que intenta por todos los medios posibles evadirse de lo inminente entregándose a valses, polkas y galops como si no hubiera un mañana, como efectivamente no lo hubo. La vida galante era un rasgo del torbellino de aquellos años y con ella, como siempre que ha ocupado un lugar importante, nacen, crecen y perduran los tres terrores básicos y callados: el onanismo y su carga de moralina de medio pelo, la sífilis y La Mujer.
            Lo del onanismo nos lo sabemos todos pues hasta hace bien poco no se ha variado el discurso y aun hoy hay resabios.
            La sífilis fue una auténtica plaga con consecuencias de todo tipo (físicas, mentales, genéticas) en toda Europa pero en Austria, en Viena más concretamente, el cierto desenfreno o la paranoia la convirtió en un monstruo de mil cabezas. Sífilis es igual a sexo –clandestino o no- y sexo es igual a mujer. Una mujer que poco a poco va cobrando fuerza y conciencia de su situación y capacidades y hasta plantando cara a una respetabilísima clase burguesa que reacciona con un pavor ancestral.  Surge la femme fatal y una serie de argumentos pseudocientíficos y de todos los tipos imaginables que defienden la inferioridad femenina y, además, su maldad intríseca, justo cuando ellas empiezan a levantarse. La ecuación viene a ser: sífilis igual a sexo, sexo igual a mujer y mujer como causa y fruto de todo mal. La historia, “su historia” está llena de ejemplos de Eva a Cleopatra. Entre todas esas encarnaciones de perversidad surge lo que ha dado en llamarse salomanía con la princesa Salomé como protagonista y como una más de las perversas mujeres como Carmen, Turandot y mil más.
            Este era el entorno histórico a muy grandes rasgos de esas exquisitas piezas con que empezamos el año siempre. Nada de tules, besos y Romy Schneider triscando por los montes bávaros con un marido loquito por sus huesos, nada de una Viena feliz, ni siquiera en conjunto culta, apenas la antesala del Apocalipsis. El principio del fin. Alguien de por entonces dijo “Cielos, la política ya no está en manos de caballeros” y así nos luce el pelo. Justo en ese quiebro es donde se sitúan los Strauss y aun en medio de todo aquello se compone El bello Danubio Azul.

2 comentarios:

  1. Que vamos, Nadie me ha contado un vals tan bien! Lo de la moralina de medio pelo me ha dejado pensando...

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  2. Pues sí, de medio pelo pues mientras se perseguía al onanismo con métodos inimaginables y se consideraba una enfermedad mental, se aconsejaba antes que el fornicio alegre con damas disponibles. En suma o loco onanista, o sifilítico perdido. ¡Ah, la alta burguesía, como es!

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