No, no es nostalgia lo que siente. Por
mucho que se esfuerce –y lo hace a menudo- no logra encontrar un buen recuerdo;
por pequeño que sea, de unas, de alguna al menos, Navidades. Por una cosa o por
otra siempre han sido amargas con un no sé qué de hostil. Sólo las cosas, los
pequeños objetos que van apareciendo y ocupando su lugar entre las ramas, como
el ángel que remata el árbol. Lo compró con su exiguo primer sueldo, es tan
sólo una cabecita y dos manos de barro; el resto es de papel grueso ceñido por
una cinta rosa. El papel era blanco cuando vino, prefiere no pensar cuanto
tiempo hace de eso, pero ahora está pidiendo la jubilación a gritos. No será
este año y para la Navidad del próximo ni siquiera abrirán las cajas y para el
otro no cree que dejen nada de todo esto “Y uno de los primeros en ir caminito
del contenedor serás tú, estás gastado y viejo, sí, con un papel nuevo
parecerías otro pero no lo harán y yo tampoco por me gustas así, como yo,
todavía útiles pero más desgastados que viejos”, piensa acariciándolo como hace
tiempo que sus hijos no se dejan.
Su manos siempre han tenido sed de
acariciar, en vano. Apenas roza con la punta de los dedos unos nidos diminutos
que compró un mes de mayo para colocar entre el ramaje y todos se pasaron el
día tomándole el pelo, los chicos eran aun casi niños. Ojalá volvieran a serlo
un rato para darles todos los abrazos que se han quedado dentro que han muerto
sin salir. ¡Hombre, los cencerros! Aquello fue en un agosto de mercadillo donde
vio y se hizo con ellos, como una docena de llaveros con un pequeño pero muy
audible cencerro de vaca. Su mujer estuvo tres días riéndose a lo tonto al
recordar las bromas de los chicos, incluso cuando les puso cinta roja para
poder colgarlos. Dejaron de hacerlo cuando vieron, sobre el verde oscuro y,
sobre todo, cuando el árbol se convirtió en una pequeña sinfonía de tintineos en la que los cencerros eran los
graves y campanitas y cascabeles cantaban sobre ellos al menor movimiento, les
hizo sonreír a su pesar. Nunca les ha contado que el cascabel de la cinta rosa
era del gato su abuela que es más que posible que acabara en la cazuela del
vecino. Va bien de tiempo, se puede permitir sentarse a tomar un café en la
taza de Papa Noel que se compró el año pasado y contemplar lo hecho y si los
caramelos de cristal de Murano que le trajo un amigo “para tu árbol” reciben
bien la luz, si la muda campana roja ocupa su lugar, justo en el centro, y
todos los ángeles están distribuido más o menos equilibradamente y los bastones
de caramelo, simétricos. Sólo faltan las guirnaldas, incluida la de conchas que
le llevó dos meses taladrándolas con una pequeña barrena. Hoy no sabe si tiene
dos meses por delante, si es maligno es de los rápidos, dicen. Ahora toca el
Nacimiento, los Nacimientos, pues son varios los que monta. El primero es el
más duro, el más difícil a pesar de sus pocas figuras y de las pocas
posibilidades de la disposición de las mismas, apenas diez minutos por mucha
filigrana que quiera hacer. Si vivido Navidades tristes innecesariamente
tristes, pocas como cuando esas figuras –escayola blanca- regaladas por una
visita inesperada en una Nochebuena Lóbrega, negra y fría que hubiera acabado echándole
a la calle, más cálida y acogedora de lo que se respiraba en su casa –entonces
la de sus padres- y no quería salir por qué no estaba seguro de volver, hoy
sabe con certeza que no, y su vida habría sido otra, peor sin duda. Aquellas
pocas figuras, inesperadas y de trazas algo infantiles que nunca le habían
gustado, supusieron el clavo ardiendo a qué agarrarse esas horas, las justas
para cenar e irse a la cama sin que empeorase el ambiente, algo harto difícil.
Las colocó en un espacio muy parecido al de
ahora, sin nada más, pero probando esto y aquello para escapar sin huir. Jamás
se recuperó del dolor y la hostilidad de aquella Nochebuena que, sin embargo,
no fue la peor. Pedro le dijo que esta mañana tendría los resultados y que le
llamaría en cuanto supiera algo; pero la mañana va avanzando sin noticias.
Sigue colgando cosas de las ramas, las figuras sueltas del Anciano de la
Navidad, las bolas con nieve. Nadie más lo sabe, pero por poco tiempo que tenga
no va a amargarse las fiestas, pase lo que pase, aunque ahora parezca faltarle
el aire de puro terror (ansiedad lo llaman los modernos). Sí, tiene miedo
aunque no quiera reconocerlos ni ante sí mismo.
La última caja contiene una labor de
años, comprando una figurita al año, arañando centímetros de superficie,
sacando de la nada ríos, molinos, pozos, grutas. Eso es lo más difícil pues ..
Suena el teléfono apremiante. Todo se para pero no corre a cogerlo, quisiera
alagar ese tiempo, seguir en la ignorancia un poco más.
-Diga…
¿seguro?... Gracias… te veo en la consulta después de las fiestas… Sí, claro,
feliz Navidad.
Pues sí, las grutas y las montañas
son lo que más cuesta pues no se le da nada bien manejar ese papel tan rígido y
el corcho no le ha convencido nunca. Debería buscar otra estrella. Las lágrimas
se deslizan por su cara, se las seca. Los hombres no lloran. El camino de
serrín amarillo sobre serrín verde y las ovejas pastando y bebiendo de un
arroyo de papel de plata. Las ovejas nunca se sostienen bien. “Gloria in
excelsis Deo”, dijo el ángel a los pastores. Un borrico cargado pasa por el
puente y otra oveja se cae. Escucha la llave abrir la puerta. Mira que les dijo
que no volvieran pronto. Es el mayor, solo, no sabe donde habrá dejado a su
nuera y al pequeño. Hasta los trece años era el único que colaboraba entusiasta
con su “manía navideña”, como decía su mujer, pero luego dejó de hacerlo y se
despreocupó de todo. Se quita la cazadora y se arrodilla a su lado para ponerse
a su altura pues anda calculando la rampa que necesita para que los camellos no
rueden.
-¿Qué
te parece si ponemos aquí las gallinas?
No se ha acercado a un nacimiento
desde los trece años y ahora está ahí, codo con codo, mirándole de reojo y
colocando las piñas plateadas tras el portal.
-Papá
¿ha llamado… alguien esta mañana?
-¿Lo
sabías?
-Sí,
pero ¿ha llamado… alguien esta mañana?
-Los
demás
-No
saben nada. Papá, por Dios ¿ha llamado alguien?
-Sí
–le ve palidecer y la figura del rey mago que sostiene está a punto de caerse
de su mano (que grandes son ahora sus manos) temblona. Lo coloca antes de
preguntar.
-¿Y?
-Benigno.
Hay que sacarlo pero
Su hijo le abraza con desesperación
de naufrago, como de niño y le oye sollozar en su hombro. Como cuando era un
bebé llorón, le acuna y le escucha repetir “·benigno”. El también llora pero en
silencio. El joven se va calmando pero él le retiene cogiéndole por el cogote,
recuperando abrazos que creía muertos en sus brazos. Le besa la coronilla y a
punto está de llamarle “mi niño” pero no lo hace. Ya es un hombre y padre, no
es un niño más que para él. Le va soltando mientras se pregunta por que ya no
se cree en los milagros de Navidad si están ahí, al orden del día.
-Bueno,
esos pastores no se van a colocar solos ¿verdad?
-No
hijo, no, pero ya no hay prisa, ninguna prisa. Tenemos toda una vida.
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