En
esta ocasión lo de “Trotaconventos” no fue exactamente un mote, ni siquiera a
escala familiar, pues de mi familia nadie sabía nada del personaje pero a mí me
la recordaba en no pocos sentidos, aunque nunca lo haya comentado. El caso es
que mi Trotaconventos privada tenía un claro talón de Aquiles en su vida, a
simple vista que no era otro que no llevarse bien con su hija. Cuando la
conocimos la joven estaba recién casada y Rosa veraneaba por libre en la casa
los días o semanas que pudiera permitirse y luego a casa. Más tarde fueron
llegando los nietos: la niña con nombre de canción, el chico con nombre de
ícono bizantino y la niña con nombre que más parecía nombre de guerra de puta
barata. Nació la costumbre de pasar una parte del verano con ellos; costumbre
que trajo ciertas secuelas aparentemente sin relación pero que creo si la
había. Para empezar duplicó o triplicó la ya de por si diluvial y proverbial locuacidad
haciéndola más y más banal y vacía, hablaba igual pero decía menos, más
centrada en repetir una y mil veces las cosas de sus nietos, lo bien que le iba
a la cadena de zapaterías de su yerno y muy poco más. Se la veía aun más
nerviosa, inquieta y andarina. Eso sí, cada año traía un nuevo hueso roto
durante las vacaciones con su hija, Rosa se había convertido en ese tipo de
persona que pone todos los medios posibles para atraer los accidentes como
bajar la basura con tacones saltando los peldaños de tres en tres o fregar la
batidora estando enchufada. Si a todo esos accidentes –que siempre ocurrían
estando con su hija- sumamos los
primeros achaques, teníamos una Rosa más activa, habladora y Trotaconventos que
nunca, pero también más sensible. Lo achacábamos a en parte a su hija que tenía
la misma actitud ante el mundo que un coronel de caballería su misma simpatía.
Sin embargo, había más, algo semejantes ao esos forúnculos atroces que duelen a
rabiar, se sajan y e olvidan hasta que vuelve a brotar más virulento y doloroso
muchos años después.
Yo
estaba pasando un momento siniestro de mi vida y necesitaba hablar y Rosa
también, como siempre pero más. . En nuestras charlas, largos soliloquios
alternos en que no estábamos muy seguro de que el otro estuviera escuchando, y
tampoco sé si nos importaba. Una de esas tardes de calor, de esas interminables
tardes de calor agosteño volvió, una vez
más, al tema de su felicidad conyugal, a las manos cogidas pero esa vez
se le arrasaron los ojos en lágrimas.
-Es que tú no sabes cómo murió mi marido,
¿verdad?
La verdad era que no
pero sí, vamos, que algo había oído pero ya he comentado a menudo descarto
información por fantasiosa, aunque luego resulte ser cierta. Sabía que
trabajaba en los trenes, cerca de la casa y que murió cuando el Coronel de caballería
tenía quince años y punto. Sin embargo, como casi todo, fue peor, infinitamente
peor.
El hombre, Manuel se
llamaba, había tenido unos fuertes dolores de estómago que le llevaron,
lógicamente, al médico, éste le puso un tratamiento, parece ser que largo, que
funcionó y una tarde en la consulta les dijo que aquello ya era cosa del pasado
y que no tenía ni que volver a revisiones. La seca secuencia temporal nos dice
que al salir Manuel preguntó a Rosa
-¿Qué ha querido decir?
-Pues eso, que ya no tienes nada.
Ahí se separaron, ella
se fue a casa y él al trabajo. Lo siguiente, que Rosa supiera, es que Manuel se
había tirado a las vías del tren. La fría crónica nos cuenta que ya en el
velatorio Rosa, que por otra parte era un lince, escuchó por primera vez un
comentario apenas susurrado:
-Lo habrá hecho para no oírla.
No
fue la única vez, incluso cuando se comentó en mi amplio grupo familiar hubo
quien hizo la gracieta. El resto es fácil de adivinar: hija que culpa a la
madre, casa que se convierte en un infierno, novio providencial y Rosa
negándose a que se le acercara ningún hombre por qué:
-Sólo de pensar que
piensen que me gusta eso –“eso” había que entenderlo como sexo- es que me pongo
enferma –y era cierto, pues según hablaba comenzaba a rascarse como loca,
enrojecía y hasta juraría que le subía la tensión, la misma enfermedad tenía mi
tía si se le nombraban las cucarachas.
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