Sería bonito pensar que guardaba
fidelidad al difunto, o que no quería correr el riesgo de volver a pasar por
algo parecido; cualquier cosa antes que asumir que era hija de su tiempo. Les
enseñaron a confundir sentimentalismo con amor o, en el mejor de los casos, el
sexo como el débito del matrimonio donde se inmolaban, en aras de la ficción de
un amor romántico a ritmo de bolero y de tardes de cine, con películas en blanco y negro
con final en boda. Sería arriesgado, pero no absurdo, asegurar que Rosa no
sintió placer físico real, sólo algo parecido por el hecho de sentir cerca a su
marido o por poder satisfacerle. Cualquier cosa que pudiera hacer a alguien
pensar que a ella pudiera interesar el, llamémoslo así, aspecto carnal, era una
ofensa personal que la sacaba de sus casillas.
Cuando
pudimos pagar un poco más alquilamos para pasar el verano la casa justo de
enfrente, se acabaron nuestras largas charlas salvo, ocasionalmente, en la
playa cada vez sobre menos temas. Sus nietos que ya empezaban a mocear, sus
estudios y poco más, como mucho noticias de viejos conocidos. Había algún
verano que se iba con la familia a otro de los pueblos playeros de la zona,
pero siempre encontraba uno o dos días para llegarse al nuestro y saludar a las
amistades. Como conocía más que bien nuestras costumbres siempre nos localizaba
en la atestada playa, donde, comenzábamos
con la ya comentada puesta al día de los conocidos. Así supe que la
Fernández con escudo de armas había logrado que su hijo saliera médico, que la
hija mayor de Loli la rubia había muerto de cáncer y hasta que Nina tenía ciertas
aficiones exhibicionistas, algo que ya se maliciaba uno. En apenas cuatro horas
me contaba tres veces todas las batallitas familiares y nos poníamos al día. Y hasta
el verano siguiente.
En
el ínterin estaban las Navidades y nunca faltaba la felicitación de Rosa que yo
no necesitaba leer ni el remite, me bastaba con verlas. Sus tarjetas venían
plenas de dorados, plateados y brillos varios que, serán horteras y de mal
gusto, pero que a mi me siguen encantando. No supe ver, sin embargo, como su
letra se iba deformando, año a año, haciéndose más temblona, nerviosa e
inestable. Ahora, como guardé todas aquellas tarjetas de los brillos y las
coloco alrededor del árbol de Navidad lo veo, pero entonces no. Un año no hubo
tarjeta y pocos días después de Reyes recibí una llamada de Rosa que me contó
lo que siempre contaba, que si sus nietos, que si los novios de las nietas y
demás pero hablaba aun más deprisa de lo habitual en ella, con prisa por si no
podía decir la palabra siguiente. Nació una nueva tradición: yo la felicitaba
por escrito y ella respondía con una llamada, en una de ellas me dijo que le
temblaban las manos demasiado para poder escribir, lamento decir que no me lo
tomé en serio pensando que la línea del ojo seguro que se la pintaba. Así cada
año, hasta que uno, ya no hubo llamada en enero. No necesité más. Después de
tantas palabras como habíamos intercambiado resulta que, al final, no hizo
falta ninguna.
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