Como cada año llega Navidad y ya sabéis que yo soy el Espíritu de la Navidad Presente de incognito. Uno sabe que se aproxima Navidad cuando empiezan a montar Corilandia, que suele ser en octubre, cuando empiezan a aparecer en television muchos anuncios de perfumes especialmente con tios todo lo desnudos y eróticos que permite la nueva y sibilina moralina, entonces la cosa ya va en serio. Ahora bien, la Navidad como tal no empieza hasta tal dia como hoy en el que uno se levanta con una cantinela que llevamos impresa en los genes o poco menos. Cualquiera de nosotros podría decir casi cualquier cosa con ella. Evidentemente hablo de la lotería de Navidad, durante años creí que era el único sorteo del año, nunca toca nada pero, es como las peladillas: nunca se comen en Navidad pero hay que tenerlas o no huele a Navidad (se comen después, con el mono de dulces que se crea a partir el Roscón. En cualquier caso no pueden faltar, ah, y los higos secos.
Así que con la Navidad oficialmente inaugurada yo me despliego y comienzo mis entradas navideñas. El año pasado fueron escasas y no muy brillantes, tenéis que perdonarmelas, estaba en la fase aguda de la depresión. Este año es otra cosa, antes queria morirme y ahora ya sólo estoy tirado por las esquinas pensando en la inanidad de las cosas. Como cada aaño os deseo una muy feliz Navidad y Año Nuevo. Igual que cada año ahí va mi, fallido, intento de cuento de navidad.
CUENTO DE NAVIDAD 2016 (I)
Según
él la Navidad es, ante todo, objetos, casi nada más, al menos ahora. No es que
crea que las Navidades Pasadas, ni las de su infancia, fueran mejores. No. Ni
mucho menos, pero fueron dejando un poso aluvial, casi una leve pátina, de
objetos, casi todos pequeños, muchos que ya no existen sino en su memoria, y
unos pocos más grandes que pesan como losas o como lápidas. Objetos, al fin y
al cabo solo cosas, cuatro o cinco cajas de madera llenas de cosas casi
inofensivas en apariencia pero hay que saber manejarse entre ellas para conocer
el peligro, su capacidad para hacer daño, agazapadas y acechantes para lanzarse
sobre la memoria y hacer que se rompan las ampollas de dolor que guarda y se
extiendan por todo su ser. Le estremece la similitud con lo de ahora. La culpa
es de su maldita memoria que almacena la historia de cada uno de esos objetos y
de algunos hasta la fecha en que entraron en su vida, le crean o no. Por eso
cuando llegan estos días se deshace de su mujer, sus hijos y hasta de los pequeñines. Cuando
vuelven, ya de noche, todo ha pasado y el Árbol brilla en su rincón, el
Nacimiento grande ya ocupa su espacio sobre el aparador, y los demás adornos
también primorosamente colocados. Quizás este año no haya hecho sino empezar.
Las ha pintado; las cajas de madera
resultarían irreconocibles por las filigranas navideñas de colores alegres con
que las decoró, es hombre de poca paciencia en general, que les pregunten a sus
hijos, aunque no sabría calcular las horas que dedicó a cada una de esas cajas.
Sin embargo, por más que sus colores de puro alegres sean casi chillones, que
abunden los dorados, los ositos adorables, las campanitas y el acebo, los Papá
Noel y los árboles de Navidad, las estrellas y los angelotes, son cajas
tristes, no hay otra palabra para definirlas. Tristes con esa peculiar tristeza
de lo huido, de lo que se escapó como un puñado de arena entre los dedos; pero
también de lo que decidimos no vivir, del tren que no quisimos coger. Lijado,
preparar la madera –generalmente de poca calidad- para la pintura, el primer
fondo de imprimación, la primera distribución de los motivos, segundo lijado,
segunda capa de imprimación, pintar los motivos y barnizar una y otra vez sin
dejar de estar pendiente del secado, un pelo que caiga sobre el barniz puede
estropear el efecto, buscar, comprar y colocar cierres, bisagras y asas. Para
otros quizás sí, pero para él no es un pasatiempo sino algo más serio. En
especial este año, decorar y restaurar los daños tiene algo de rito funerario,
de mortaja que ha anidado en él.
Esas cajas son, sin embargo, solo
los continentes de las cosas. Teniendo en cuenta que sin su protección
acabarían en la basura como ocurrirá tarde o temprano, es toda una hazaña que
sobrevivan de un año para otro con su mujer vociferando cada vez que tropieza
con las cajas en los altillos. Quizás, una vez montado, sea cierto lo que dice
y realmente le guste pero, a menudo, abre la puerta al volver del trabajo con
el temor de que en uno de esos “arrebatos limpiadores” haya acabado con las cajas
en el contenedor. Intentaba hace tiempo volver antes que ella pero la jornada a
tiempo parcial que le ha impuesto la empresa a ella lo hace imposible. Es
probable que no tarde demasiado en
salirse con la suya. Todo depende. Antes empezar a abrir las cajas e ir sacando
sus pequeños tesoros se prepara un café, se sienta tranquilo a tomarlo y pone
música. Una pausa antes de entrar en combate. Adeste Fidelis, su música
navideña predilecta da el pistoletazo de salida. Cambia el disco y ahora suenan
Sinatra, Crosby y demás, suficiente para acompañar pero no para distraer. Toma
aire, reúne valor y abre la primera de las cajas. Sí, lo cierto es que hoy le
hace falta más valor que nunca para afrontar la tarea.
Cuando nació la niña y hubo que
reorganizar la casa donde había vivido siempre fue encontrando elementos
sueltos que apartó pensando que, tal vez, en algún momento sirvieran para algo;
y sí, claro que valieron poniéndoles un trocito de cordón dorado para colgar de
las ramas del Árbol de Navidad. Entonces, con el abeto a medio decorar, con un
diminuto osito de cristal que recuerda desde siempre en su casa y con el que su
madre no le dejaba jugar para que no se atragantase, vio que en todas y cada
una de las piezas navideñas le iban contando su vida, y hace falta valor para
afrontarla a sangre fría cada año. La primera que coge es un paquetito de papel
de seda –es para lo único que es tan cuidadoso y organizado-. Casi no le hace
falta abrirlo para saber que contiene. Tenía cinco años y, en realidad, no es
propiamente navideño sino tan sólo la figurita muy esquematizada, de un ángel,
un cono, una esfera, dos pequeñas elipses como alas y otros dos conos diminutos
haciendo de brazos que sostienen una especie de laúd . La túnica es amarilla,
muy amarilla- las alas, blancas, aunque de un blanco con más de cincuenta años
encima, y la cabeza, en ella estuvo la clave para que comprarlo y para que no
desapareciera en una de esas “limpiezas locas”. En realidad, y por eso se lo
compraron, es un angelito negro. Nada que extrañar dada la predilección materna
por Don Antonio Machín, como tantas chicas de su tiempo, o no sería quien sigue
siendo Machín. No puede evitar una sonrisa amplia y enternecida al colgarlo del
árbol, ni demasiado visible ni demasiado escondido –el amarillo de la túnica
hace que se le vea-. Resulta, cuanto menos, curioso que la primera pieza que
del árbol de este año sea también la más antigua. Como cerrar un círculo o
completar algo inacabado. Sí, así es posible que sea este año: unas Navidades
para atar cabos sueltos y dejar que los objetos que tanto ha mimado sigan su
propio destino, una suerte de despedida sin añoranza, liberadora y, quizás,
definitiva.
No, no es añoranza de las Navidades
Pasadas, ni aquello de lo que pudo haber sido y no fue lo que deja que le
invadan estas labores. Algo hay de todo eso, sí, pero poca cosa; lo que
encuentra es el presente perpetuo de los recuerdos sin calificarlos y del amor,
algunos dirían quizás más acertadamente “energía”, depositados en cada uno de
ellos y que nunca cambia, año tras año. Como la carcajada que siempre le
arranca ver el botijo dorado y pesado: un botijo en un árbol de Navidad,
original si que es, como casi todo lo que venía de ella cuando se permitía ser
ella, original, diferente, excéntrico desde lo corriente, casi vulgar. Sí, todo
un tanto exótico menos aquel dejarse ir de los últimos años, aquel desprenderse
de los afectos y de todo, como preparándose para el hachazo que fue el
fulminante infarto. Veinte minutos duró todo y se le encoge el alma al recordarlo
pero las esperadas lágrimas nunca llegaron. No es que sea hombre de llanto
difícil, es que no ha sabido llorar a su madre, nunca supo. Sin embargo, ahí está el botijo dorado y brillante
haciéndole reír cuando ya ha vivido más años que ella y cuando es posible que
nunca vuelva a sacarlo de sus cajas.
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